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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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Después volvió a examinar los barrotes de hierro, la tristeza del patio vecino, y en la<br />

escalera los largos surcos que el incendio había abierto, destruyendo todo lo que se<br />

oponía a las llamas.<br />

¡Espectáculo bello y siniestro! La cámara de Althotas había desaparecido, y no<br />

quedaban de los muros más que siete u ocho sillares, en los cuales el fuego se había<br />

ensañado, ennegreciéndolo todo.<br />

Quien hubiese ignorado la dolorosa historia de Bálsamo y de Lorenza, difícilmente<br />

habría deplorado estas ruinas. Todo respiraba la grandeza abatida, el esplendor<br />

extinguido, la perdida felicidad.<br />

De Cagliostro seguía sumergido en sus sueños. El hombre había descendido de las<br />

alturas de su filosofía para reconcentrarse en este poco de humanidad tierna, los<br />

sentimientos del corazón, y que no pertenecen al razonamiento. Después de evocar los<br />

dulces fantasmas de la soledad y rehuir todo lo que le hablaba al espíritu, y creía<br />

haberse repuesto de su debilidad humana, sus ojos se detuvieron en un objeto que<br />

brillaba entre tanto desastre y tanta miseria. Se inclinó y vio en una grieta del suelo, casi<br />

enterrada en el polvo, una horquilla de plata que parecía como si hubiese caído<br />

recientemente de los cabellos de una mujer. Era uno de esos broches italianos con que<br />

las damas de aquel tiempo se sujetaban los bucles.<br />

El filósofo, el sabio, el profeta, el que despreciaba a la humanidad, ese que quería que<br />

hasta el cielo contase con él; ese hombre que había concentrado tantos dolores en sí<br />

mismo y arrancado tantas gotas de sangre del corazón de los demás; De Cagliostro, el<br />

ateo, el charlatán, el risueño escéptico, recogió la horquilla, se la llevó a los labios, y<br />

seguro de que nadie podía verle, dejó que una lágrima brotase de sus ojos, mientras<br />

murmuraba:<br />

—Lorenza...<br />

Esto fue todo. Latía un demonio dentro de ese hombre. Buscaba la lucha, y para su<br />

propia felicidad, la nutría de sí mismo.<br />

Después de besar con pasión esa reliquia sagrada, abrió la ventana, pasó su brazo a<br />

través de los barrotes y arrojó el frío trozo de metal al recinto del convento vecino, en<br />

las ramas de los árboles, en el aire, en el polvo, no se sabe dónde.<br />

Se castigaba por haberse visto débil el corazón. «Adiós —dijo al insensible objeto que<br />

se perdía quizá para siempre—. Adiós, recuerdo enviado para enternecerme, para<br />

empequeñecerme. Desde ahora sólo pensaré en la tierra. Sí, esta casa va a ser profanada.<br />

¿Qué es lo que digo? Lo ha sido ya. He vuelto a abrir sus puertas, he traído la luz a estos<br />

muros, he visto el interior de la tumba, he removido las cenizas de la muerte. Profanada<br />

está la casa. Que lo sea y para el bien de alguien. Otra mujer atravesará este patio, otra<br />

mujer pisará la escalera, otra mujer cantará quizá bajo esta bóveda donde vibra todavía<br />

el último suspiro de Lorenza... Sea. Pero todas estas profanaciones tenderán a un fin,<br />

servir a mi causa. Y si Dios me la hace perder, Satanás me ayudará a ganarla.» Dejó la<br />

linterna sobre un peldaño.<br />

«Esta escalera caerá, esta casa se derrumbará también. El misterio se desvanecerá, el<br />

palacio se convertirá en escondrijo y dejará de ser santuario.»<br />

Y escribió apresuradamente sobre unas tablillas las líneas siguientes:<br />

«A monsieur Lenoir, mi arquitecto: Limpiar patio y vestíbulos, restaurar bajos y<br />

caballerizas, demoler el pabellón interior, reducir el palacio a dos pisos... en ocho días.»<br />

«Veamos ahora si se ve bien desde aquí la ventana de la condesita.»<br />

Se acercó a una ventana del segundo piso del palacio, desde donde se dominaba parte de<br />

la calle Saint-Claude por encima de la puerta cochera. Poco más allá, se veía el<br />

alojamiento de Juana de la Motte.<br />

«No puede fallar. Las dos mujeres tienen que verse.»

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