EL COLLAR DE LA REINA
El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848 El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848
Se enjugó la frente, se aseguró de que las cien mil libras estaban todavía en el bolsillo, y tan libre de cuerpo como de espíritu, volvió a meditar. No le buscarían en la calle de Viarmes, pero le buscarían. Los señores de la embajada no eran gentes que perdieran con alegría la parte que les tocaba del botín. Se dividirían y empezarían por ir a registrar el domicilio del ladrón. Y aquí estaba el mayor peligro. Su domicilio era el de Olive. La atemorizarían o quizá la maltratarían, ¿quién sabe? No ahorrarían crueldad, y tal vez la convirtieran en un rehén. Aquellos bribones sabían que Olive era su pasión. ¿Y no especularían con su pasión? Beausire sentía que se iba a volver loco ante esos dos mortales peligros. Pero triunfó el amor. El no admitía que nadie atormentase a la dama de sus pensamientos. Y corrió como un loco a la casa de la calle Dauphine. Tenía una confianza ilimitada en sus piernas, y sus compinches, por agudos que fueran no podían haberlo previsto todo. Pero para ganar tiempo se metió en un coche de alquiler, dando al cochero un escudo de seis libras y diciéndole: —A Pont-Neuf. Los caballos no corrieron, volaron. Anochecía ya, y Beausire se hizo conducir al terraplén del puente, detrás de la estatua de Enrique IV. Después, sacando la cabeza por la portezuela, hundió su mirada en la calle Dauphine. El estaba habituado a tratar con la policía; había pasado diez años relacionándose con algunos agentes, precisamente para evitarles siempre que le conviniese. En la bajada del puente, del lado de la calle Dauphine, vio a dos hombres que vigilaban esa calle para averiguar no se sabía qué. Eran espías. Ver espías en el Pont-Neuf no era raro, porque el proverbio decía que en aquella época para ver a un prelado, a una mujer alegre y a un caballo blanco no había más que pasar por el Pont- Neuf. Porque los caballos blancos, los hábitos de los sacerdotes y las mujeres de vida airada siempre han sido objeto de observación para los hombres de la policía. Beausire más que contrariado se sentía torturado; se encorvó un poco, y cojeando para que no se le reconociera, atravesó el gentío y llegó a la calle Dauphine. No vio nada que pudiese alarmarle, ni en la casa a cuyas ventanas se asomaba frecuentemente la bella Olive, su estrella. Pero de pronto le pareció ver el casco de un soldado en la avenida de enfrente, y en seguida otro en una ventanilla. Beausire sudaba por todos sus poros, y comprendía que no podía retroceder, que tenía que pasar por delante de la casa, y se atrevió a hacerlo. ¡Qué espectáculo! Una avenida bloqueada por soldados de infantería de la guardia de París, y al frente de ellos un comisario del Gran Chátelet, todos de negro. ¡Esas gentes...! Una mirada le bastó a Beausire para comprender su temor y su desorientación. Habituado como estaba a leer en el rostro de los individuos de la policía, no tenía necesidad de pasar por delante de ella dos veces para adivinar si el golpe les había fallado. Entonces se dijo que De Crosne, prevenido sin duda por alguien, trató de darle caza a él y sólo había encontrado a Olive. Inde irae. Estaba bien clara la desorientación. Ciertamente, si Beausire se hubiese encontrado en circunstancias ordinarias, si no hubiera tenido cien mil libras en su bolsillo, se habría arrojado sobre los del orden, gritando, como Nisos: «¡Aquí estoy, aquí estoy! Soy yo quien lo ha hecho todo.» Pero la idea de que le registrarían, encontrándole el dinero, y le encerrarían para toda la vida; la idea de que el audaz golpe de mano llevado a cabo por él, sólo aprovecharía a los agentes del lugarteniente, triunfó sobre todos sus escrúpulos y relegó incluso sus angustias amorosas.
«Lógico —se dijo—. Yo me haré prender, devolveré las cien mil libras, pero no le servirá de nada a Olive. Me arruinaré, le demostraré que la amo como un insensato, pero mereceré que ella me diga: "Has sido un bruto; tienes que quererme menos y salvarme." Nada, lo que hay que hacer es asegurar el dinero, que es la fuente de la libertad, de la felicidad y la filosofía.» Seguidamente, Beausire se apretó los billetes sobre el corazón y a zancada de galgo se fue hacia el Luxemburgo, adonde no iba más que por instinto hacía una hora y adonde había ido cien veces a buscar a Olive, y por lo tanto dejó que sus piernas le llevasen allá. Para un hombre tan aferrado a lógica era un pobre razonamiento. En efecto, los arqueros, que sabían las costumbres de los ladrones como Beausire sabía las de los arqueros, habrían ido a buscar a Beausire al Luxemburgo. Pero el cielo, o el diablo, había resuelto que De Crosne fracasase esa vez contra Beausire. Cuando el amante de Nicolasa daba la vuelta por la calle Saint-Germain-des-Prés estuvo a punto de ser atropellado por una lujosa carroza cuyos briosos caballos corrían hacia la calle Dauphine. Pero gracias a esa agilidad muy parisiense, Beausire tuvo tiempo de esquivar el golpe, aunque no pudo evitar el latigazo del cochero, pero un propietario de cien mil libras no se detiene por un miserable vergajazo, sobre todo cuando las compañías de la Etoile y los esbirros de De Crosne le siguen el rastro. Y lo que hizo Beausire fue pegar un brinco para salvarse de los cascos y de otra caricia del cochero, pero lo que vio al recobrar el equilibrio fue a Olive en la carroza y hablando muy animadamente con un sujeto elegantemente vestido. Beausire soltó un rugido que casi azuzó a los caballos, y habría seguido al carruaje, pero se dirigía a la calle Dauphine, la única de París por la que él no estaba dispuesto a meterse por nada del mundo en aquel momento. Y por otro lado pensaba que la aparición de Olive en aquel carruaje era un producto de su imaginación; visiones absurdas, fantasmas entrevistos en estado de embriaguez, algo que no podía ser verdad. Había, además, una razón que lo corroboraba, y era que Olive no podía estar en la carroza toda vez que los arqueros la habían detenido en su casa de la calle Dauphine. El pobre Beausire, agotado moral y físicamente, se lanzó por la calle de Fosses- Monsieur-le-Prince, llegó al Luxemburgo, atravesó el distrito ya desierto y terminó fuera de las puertas de la ciudad, refugiándose en un sórdido edificio cuya dueña tenía para él toda clase de atenciones. Se instaló en este cuchitril, escondió los billetes bajo una baldosa, arrastró hasta la baldosa un pie de la cama y se acostó, sudoroso, y soltando juramentos, pero amenizándolos con expresiones de gratitud a Mercurio, y sus náuseas febriles las atenuó con una infusión de vino azucarado con canela, un brebaje muy propio para reactivar la transpiración de la piel y la confianza del corazón. Estaba seguro de que la policía no le encontraría; estaba seguro de que nadie le quitaría su dinero; estaba seguro de que Nicolasa, aunque la hubiesen detenido, no era culpable de nada, por lo que sería la suya una reclusión sin motivo. En fin, él estaba seguro de que las cien mil libras le servirían incluso para sacar de la prisión, si esto sucediera, a Olive, su inseparable compañera. Quedaban los compañeros de la embajada; con ellos la cuenta era más difícil de arreglar. Pero Beausire había previsto todas las dificultades. Se quedarían en Francia y él se iría a Suiza, a la espera de que Olive recobrase la libertad. Nada de lo que pensaba Beausire, mientras bebía el vino caliente, sucedería según sus previsiones; estaba escrito. El hombre comete casi siempre la equivocación de figurarse que ve las cosas cuando no las ve, y comete todavía el error de figurarse que no las ha visto cuando realmente las ha visto.
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Se enjugó la frente, se aseguró de que las cien mil libras estaban todavía en el bolsillo, y<br />
tan libre de cuerpo como de espíritu, volvió a meditar.<br />
No le buscarían en la calle de Viarmes, pero le buscarían. Los señores de la embajada<br />
no eran gentes que perdieran con alegría la parte que les tocaba del botín. Se dividirían<br />
y empezarían por ir a registrar el domicilio del ladrón. Y aquí estaba el mayor peligro.<br />
Su domicilio era el de Olive. La atemorizarían o quizá la maltratarían, ¿quién sabe? No<br />
ahorrarían crueldad, y tal vez la convirtieran en un rehén. Aquellos bribones sabían que<br />
Olive era su pasión. ¿Y no especularían con su pasión?<br />
Beausire sentía que se iba a volver loco ante esos dos mortales peligros. Pero triunfó el<br />
amor.<br />
El no admitía que nadie atormentase a la dama de sus pensamientos. Y corrió como un<br />
loco a la casa de la calle Dauphine. Tenía una confianza ilimitada en sus piernas, y sus<br />
compinches, por agudos que fueran no podían haberlo previsto todo. Pero para ganar<br />
tiempo se metió en un coche de alquiler, dando al cochero un escudo de seis libras y<br />
diciéndole:<br />
—A Pont-Neuf.<br />
Los caballos no corrieron, volaron.<br />
Anochecía ya, y Beausire se hizo conducir al terraplén del puente, detrás de la estatua<br />
de Enrique IV. Después, sacando la cabeza por la portezuela, hundió su mirada en la<br />
calle Dauphine. El estaba habituado a tratar con la policía; había pasado diez años<br />
relacionándose con algunos agentes, precisamente para evitarles siempre que le<br />
conviniese. En la bajada del puente, del lado de la calle Dauphine, vio a dos hombres<br />
que vigilaban esa calle para averiguar no se sabía qué. Eran espías. Ver espías en el<br />
Pont-Neuf no era raro, porque el proverbio decía que en aquella época para ver a un<br />
prelado, a una mujer alegre y a un caballo blanco no había más que pasar por el Pont-<br />
Neuf. Porque los caballos blancos, los hábitos de los sacerdotes y las mujeres de vida<br />
airada siempre han sido objeto de observación para los hombres de la policía.<br />
Beausire más que contrariado se sentía torturado; se encorvó un poco, y cojeando para<br />
que no se le reconociera, atravesó el gentío y llegó a la calle Dauphine. No vio nada que<br />
pudiese alarmarle, ni en la casa a cuyas ventanas se asomaba frecuentemente la bella<br />
Olive, su estrella. Pero de pronto le pareció ver el casco de un soldado en la avenida de<br />
enfrente, y en seguida otro en una ventanilla. Beausire sudaba por todos sus poros, y<br />
comprendía que no podía retroceder, que tenía que pasar por delante de la casa, y se<br />
atrevió a hacerlo.<br />
¡Qué espectáculo!<br />
Una avenida bloqueada por soldados de infantería de la guardia de París, y al frente de<br />
ellos un comisario del Gran Chátelet, todos de negro. ¡Esas gentes...! Una mirada le<br />
bastó a Beausire para comprender su temor y su desorientación. Habituado como estaba<br />
a leer en el rostro de los individuos de la policía, no tenía necesidad de pasar por delante<br />
de ella dos veces para adivinar si el golpe les había fallado. Entonces se dijo que De<br />
Crosne, prevenido sin duda por alguien, trató de darle caza a él y sólo había encontrado<br />
a Olive. Inde irae. Estaba bien clara la desorientación. Ciertamente, si Beausire se<br />
hubiese encontrado en circunstancias ordinarias, si no hubiera tenido cien mil libras en<br />
su bolsillo, se habría arrojado sobre los del orden, gritando, como Nisos: «¡Aquí estoy,<br />
aquí estoy! Soy yo quien lo ha hecho todo.»<br />
Pero la idea de que le registrarían, encontrándole el dinero, y le encerrarían para toda la<br />
vida; la idea de que el audaz golpe de mano llevado a cabo por él, sólo aprovecharía a<br />
los agentes del lugarteniente, triunfó sobre todos sus escrúpulos y relegó incluso sus<br />
angustias amorosas.