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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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Y decidieron encerrarle en el sótano, pues gritaba demasiado. Pero en el mismo<br />

momento tres golpes dados solemnemente en la puerta hicieron estremecer a los<br />

asociados, quienes enmudecieron.<br />

Y los tres golpes se repitieron.<br />

Después una voz aguda ordenó en portugués:<br />

—Abrid en nombre del señor embajador de Portugal.<br />

—¡El embajador! —exclamaron aquellos granujas, dispersándose por el palacio. Y<br />

durante algunos minutos, por los jardines, por los muros vecinos, por los tejados... Fue<br />

un sálvese quien pueda, el poner los pies en polvorosa.<br />

El verdadero embajador, que acababa efectivamente de llegar, no pudo entrar en su casa<br />

más que por medio de los arqueros de la policía, quienes derribaron la puerta a la vista<br />

del gentío, atraído por un inesperado espectáculo.<br />

Desde aquel instante ya no se dio cuartel a nadie, y detuvieron a Ducorneau,<br />

llevándoselo al Chátelet, donde pasó la noche.<br />

Este fue el final de la aventura de la falsa embajada de Portugal.<br />

XLIV<br />

ILUSIONES Y REALIDA<strong>DE</strong>S<br />

Si el suizo de la embajada hubiera corrido detrás de Beausire, como le había mandado<br />

monsieur de Souza, convengamos que habría tenido que hacer un gran esfuerzo.<br />

Beausire, apenas fuera del antro, había llegado al trote a la calle Coquilliere y a galope a<br />

la calle de Saint-Honoré.<br />

Siempre con el recelo de que le perseguían, había atravesado las tortuosas calles que<br />

rodean el mercado del trigo, y al cabo de algunos minutos estaba casi seguro de que<br />

nadie le había seguido; también estaba seguro de una cosa, y era la de que sus fuerzas se<br />

habían agotado y que ni un buen caballo lo habría hecho mejor.<br />

Beausire se sentó sobre un saco de trigo, en la calle de Viarmes, a la espalda del<br />

mercado y fingió que consideraba con la más viva atención la columna de los Médicis,<br />

que Bachaumont había comprado para arrancarla a la piqueta de los demoledores y<br />

ofrecerla a la ciudad.<br />

El caso es que Beausire no miraba ni la columna de Philibert Delorne, ni el cuadrante<br />

solar con que Pingré la había decorado. Jadeaba como si le saliera de los pulmones el<br />

ronco silbido de una fragua. Durante algunos instantes le pareció que el aire no<br />

circulaba. Pero al final consiguió respirar a todo pulmón, y lanzó un suspiro que lo<br />

habrían oído los vecinos de la calle de Viarmes, si no hubiesen estado ocupados en<br />

vender y en pesar su mercancía.<br />

«Ahora, ahora —pensó Beausire—, mi sueño se ha realizado. Tengo una fortuna. —Y<br />

respiró una vez más—. Ahora podré ser un hombre íntegro, honrado; me parece que<br />

engordaré.»<br />

De momento si no engordaba, se hinchaba.<br />

«Ahora podré hacer de Olive una mujer tan honesta como yo.»<br />

¡Desgraciado!<br />

«Ella no deseará más que una vida retirada en provincias, en una bonita alquería que<br />

llamaremos "nuestra tierra", cerca de una pequeña ciudad donde pasaremos fácilmente<br />

por señores. Ella es buena, y no tiene más que dos defectos: la pereza y el orgullo.»<br />

Nada más. ¡Pobre Beausire! Dos pecados mortales.<br />

«Y con estos defectos que yo corregiré, yo, el equívoco Beausire, lograré convertirla en<br />

una cabal mujer.»<br />

No fue más lejos; ahora ya respiraba como era de ley.

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