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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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atendiendo cada uno la función que le correspondía en la residencia del nuevo<br />

embajador.<br />

Importa decir que los socios, repartiéndose los papeles que desempeñaban<br />

admirablemente bien, con un sigilo digno de la mejor causa, vigilaban por sí mismos<br />

sus intereses sin distraerse un instante, sin olvidar las consecuencias que podía traer un<br />

error.<br />

Ducorneau, encantado de la inteligencia de todos los servidores, admiraba al mismo<br />

tiempo que el embajador fuese poco cuidadoso del prejuicio nacional, admitiendo que<br />

desde el primer secretario hasta el tercer ayuda de cámara fuesen franceses, refiriéndose<br />

a esa grata singularidad, al hablar con Beausire, deshaciéndose en elogios hacia el jefe<br />

de la embajada.<br />

—Los De Souza, como podéis ver —decía Beausire—, no son como esos portugueses<br />

conservadores que todavía viven apegados al siglo xiv, tan abundantes en nuestras<br />

provincias. No, son gentileshombres viajeros, millonarios, que serían reyes en cualquier<br />

parte si se les antojase.<br />

—Pero no sienten ese deseo —dijo Ducorneau.<br />

—¿Para qué, señor canciller? Con varios millones y un nombre de príncipe, ¿no vale<br />

uno lo que vale un rey?<br />

—Sabia doctrina filosófica, señor secretario —dijo Ducorneau—. No esperaba escuchar<br />

estas máximas de igualdad de la boca de un diplomático.<br />

—Nosotros somos una excepción —repuso Beausire, un poco contrariado de su<br />

anacronismo—. Sin ser un volteriano o un armenio a la manera de Rousseau, se conoce<br />

el mundo filosófico, se conocen las teorías naturales de la desigualdad de las<br />

condiciones y de las fuerzas.<br />

—¿Sabéis —exclamó con fervor el canciller— que es una suerte que Portugal sea un<br />

pequeño Estado?<br />

—¿Por qué?<br />

—Porque con hombres así en su cumbre, se engrandecería rápidamente.<br />

—Nos lisonjeáis, querido canciller. No, nosotros no hacemos política filosófica. No es<br />

aplicable. Olvidémosla. Hay, pues, cien mil libras en la caja fuerte, según decís.<br />

—Sí, señor secretario; ciento ocho mil libras.<br />

—¿Y deudas?<br />

—Ninguna.<br />

—Es ejemplar. Dadme la nota del registro, por favor.<br />

—Aquí está. ¿Cuándo será la presentación, señor secretario? Quiero deciros que en el<br />

distrito esto es objeto de curiosidad, de comentarios, casi de inquietudes diría.<br />

—Sí, ¿eh?<br />

—De vez en cuando circulan alrededor del palacio gentes que quisieran que la puerta<br />

fuese de vidrio.<br />

—¿Gentes? —exclamó Beausire—. ¿Gentes del distrito?<br />

—Y otras. Siendo la misión del señor embajador secreta, comprended que la policía se<br />

ocupará bien pronto de saber los motivos.<br />

—Pienso como vos —dijo Beausire con cierta inquietud.<br />

—Ved, señor secretario —dijo Ducorneau, llevando a Beausire a la ventana de una<br />

esquina del pabellón—. ¿No veis en la calle a un hombre con abrigo oscuro y sucio?<br />

—Sí.<br />

—¿Veis cómo mira hacia acá?<br />

—¿Quién creéis que es ese hombre?<br />

—Qué sé yo... Quizá un espía de De Crosne.<br />

—Es probable.

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