EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848 El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

bibliotecarepolido
from bibliotecarepolido More from this publisher
26.01.2019 Views

ciertos momentos, que casi me asustáis. Pero sois tan adorablemente femenina en otros, que bendigo al cielo lo mismo que os bendigo a vos. Y el galante cardenal selló su galantería con un beso, diciendo después: —Y no hablemos más de eso. —Conforme —murmuró Juana, y se dijo para sí: «Me parece que ha mordido el anzuelo.» En efecto, aunque había dicho: «No hablemos más de eso», el cardenal preguntó: —¿Y vos creéis que es Boehmer el que ha vuelto a presionar? —Con Bossange, sí —repuso inocentemente Juana de la Motte. —Bossange... Esperad —dijo el cardenal, como si tratara de recordar—. ¿Bossange es su socio? —Sí, un sujeto flacucho. —Es ése, sí... ¿sabéis dónde vive? —Quizá por el distrito de la Ferraille, de l'Ecole; no sé, pero seguro que por los alrededores del Pont-Neuf. —Del Pont-Neuf, tenéis razón. Me parece haber leído esos nombres en una puerta al pasar en mi carroza. «El pez sigue mordiendo el anzuelo.» Juana tenía razón: el anzuelo se había clavado en el gaznate de la presa. A la mañana siguiente, al salir del nido del arrabal Saint-Antoine, el cardenal se hizo llevar a casa de Boehmer. Fiaba en guardar el incógnito, pero Boehmer y Bossange eran los joyeros de la corte, y a las primeras palabras que pronunció le llamaron monseñor. —Sí, soy monseñor —dijo el cardenal—, pero puesto que me habéis reconocido, sed discretos para que los demás no me reconozcan. —Monseñor puede estar tranquilo. Nosotros atenderemos las instrucciones de monseñor. —Vengo para comprar el collar de diamantes que habéis enseñado a la reina. —Estamos desesperados, pues monseñor llega tarde. —¿Cómo es eso? —Está vendido. —Es imposible, puesto que ayer lo ofrecisteis de nuevo a Su Majestad. —Que volvió a rechazarlo, monseñor, y de ahí que respetamos un anterior compromiso. —¿Y con quién se ha concluido esa venta? —preguntó el cardenal. —Es un secreto, monseñor. —Demasiados secretos, monsieur Boehmer. —Pero, monseñor... —Yo creía, monsieur —continuó el cardenal—, que un joyero de la corona de Francia se enorgullecía de que quedase en Francia esa bella pedrería, pero vos preferís Portugal. —Monseñor lo sabe todo —gruñó el joyero. —¿Por qué os extraña? —Si monseñor lo sabe todo, no puede ser más que por confidencia de la reina. —¿Y cuándo se cumple ese trato? —preguntó el cardenal sin recoger la halagadora suposición. —Esto cambiaría las cosas, monseñor. —Explicaos, pues no os comprendo. —¿Monseñor me permite que hable con toda libertad? —Hablad. —La reina desea nuestro collar. —¿Lo creéis así? —Estamos seguros.

—Y entonces, ¿por qué no lo ha comprado? —Porque se lo rechazó al rey, y volverse atrás de una decisión que le ha valido tantos elogios a Su Majestad, sería demostrar que es caprichosa. —La reina está por encima del qué dirán. —Sí, cuando es el pueblo, o cuando son los cortesanos los que hablan, pero no cuando se trata del rey. —¿No sabéis que el rey quiso regalar el collar a la reina? —Sí, pero también le agradeció que no lo quisiera. —¿Y cuál es vuestra conclusión? —Que a la reina le gustaría tener el collar, sin que pareciese que era ella quien lo compraba. —Os engañáis, monsieur Boehmer. No hay nada de eso. —Entonces es lamentable, monseñor, porque habría sido la más poderosa razón que tendríamos para faltar a nuestra palabra con el embajador de Portugal. El cardenal estaba pensativo. Por muy sutil que sea la diplomacia de los diplomáticos, la de los comerciantes tiene mayor solidez. La diplomacia negocia casi siempre valores que no posee, y el mercader tiene entre sus garras el objeto que excita la curiosidad. Viendo que estaba a merced del vendedor, dijo el cardenal: —Monsieur, suponed que la reina desea vuestro collar. —Esto lo cambiaría todo, monseñor. Puedo romper cualquier compromiso cuando se trata de dar la preferencia a la reina. —¿En cuánto lo vendéis? —En seiscientas mil libras. —¿Cómo condicionáis el pago? —El portugués me hacía un anticipo y yo llevaría el collar a Lisboa, donde se me abonaría la totalidad. —Este modo de pago no es viable con nosotros, monsieur Boehmer; un anticipo sí lo tendréis, si es razonable. —Cien mil libras. —Se pueden encontrar. ¿Y el resto? —¿Su Eminencia necesita tiempo? Con la garantía de Su Eminencia, la operación se simplifica. Únicamente que la tardanza implica una pérdida, porque, fijaos, monseñor, que en un acuerdo comercial de esta importancia las cifras crecen, ilógicamente si se quiere. Los intereses de seiscientas mil libras, con una garantía de un cinco por ciento, se elevan a setenta y cinco mil libras, y la ganancia de un cinco es una ruina para los comerciantes. El diez por ciento es regularmente la tasa aceptable. —Significaría ciento cincuenta mil libras, según vuestra cuenta. —Exacto, monseñor. —Pongamos que vos vendéis el collar en setecientas mil libras, monsieur Boehmer, y dividís el pago de ciento cincuenta mil libras que quedan en tres plazos a satisfacer en un año. ¿Estáis de acuerdo? —Monseñor, perdemos cincuenta mil libras en la operación. —Creo que no. Si obtuvieseis mañana las ciento cincuenta mil libras os sería algo embarazoso, pues un joyero no compra tierras de ese precio. —Somos dos, monseñor; mi socio y yo. —Ya lo sé, pero no importa, y quedaréis mucho más satisfechos cuando cobréis las quinientas mil libras, o sea doscientas cincuenta mil cada uno. —Monseñor olvida que estos diamantes no nos pertenecen. Si fuesen nuestros, seríamos lo bastante ricos para no tener que inquietarnos por las condiciones de pago ni por el sitio donde estuviesen los fondos.

ciertos momentos, que casi me asustáis. Pero sois tan adorablemente femenina en otros,<br />

que bendigo al cielo lo mismo que os bendigo a vos.<br />

Y el galante cardenal selló su galantería con un beso, diciendo después:<br />

—Y no hablemos más de eso.<br />

—Conforme —murmuró Juana, y se dijo para sí: «Me parece que ha mordido el<br />

anzuelo.»<br />

En efecto, aunque había dicho: «No hablemos más de eso», el cardenal preguntó:<br />

—¿Y vos creéis que es Boehmer el que ha vuelto a presionar?<br />

—Con Bossange, sí —repuso inocentemente Juana de la Motte.<br />

—Bossange... Esperad —dijo el cardenal, como si tratara de recordar—. ¿Bossange es<br />

su socio?<br />

—Sí, un sujeto flacucho.<br />

—Es ése, sí... ¿sabéis dónde vive?<br />

—Quizá por el distrito de la Ferraille, de l'Ecole; no sé, pero seguro que por los<br />

alrededores del Pont-Neuf.<br />

—Del Pont-Neuf, tenéis razón. Me parece haber leído esos nombres en una puerta al<br />

pasar en mi carroza.<br />

«El pez sigue mordiendo el anzuelo.»<br />

Juana tenía razón: el anzuelo se había clavado en el gaznate de la presa.<br />

A la mañana siguiente, al salir del nido del arrabal Saint-Antoine, el cardenal se hizo<br />

llevar a casa de Boehmer. Fiaba en guardar el incógnito, pero Boehmer y Bossange eran<br />

los joyeros de la corte, y a las primeras palabras que pronunció le llamaron monseñor.<br />

—Sí, soy monseñor —dijo el cardenal—, pero puesto que me habéis reconocido, sed<br />

discretos para que los demás no me reconozcan.<br />

—Monseñor puede estar tranquilo. Nosotros atenderemos las instrucciones de<br />

monseñor.<br />

—Vengo para comprar el collar de diamantes que habéis enseñado a la reina.<br />

—Estamos desesperados, pues monseñor llega tarde.<br />

—¿Cómo es eso?<br />

—Está vendido.<br />

—Es imposible, puesto que ayer lo ofrecisteis de nuevo a Su Majestad.<br />

—Que volvió a rechazarlo, monseñor, y de ahí que respetamos un anterior compromiso.<br />

—¿Y con quién se ha concluido esa venta? —preguntó el cardenal.<br />

—Es un secreto, monseñor.<br />

—Demasiados secretos, monsieur Boehmer.<br />

—Pero, monseñor...<br />

—Yo creía, monsieur —continuó el cardenal—, que un joyero de la corona de Francia<br />

se enorgullecía de que quedase en Francia esa bella pedrería, pero vos preferís Portugal.<br />

—Monseñor lo sabe todo —gruñó el joyero.<br />

—¿Por qué os extraña?<br />

—Si monseñor lo sabe todo, no puede ser más que por confidencia de la reina.<br />

—¿Y cuándo se cumple ese trato? —preguntó el cardenal sin recoger la halagadora<br />

suposición.<br />

—Esto cambiaría las cosas, monseñor.<br />

—Explicaos, pues no os comprendo.<br />

—¿Monseñor me permite que hable con toda libertad?<br />

—Hablad.<br />

—La reina desea nuestro collar.<br />

—¿Lo creéis así?<br />

—Estamos seguros.

Hooray! Your file is uploaded and ready to be published.

Saved successfully!

Ooh no, something went wrong!