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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—Y a la cual vos no trataréis de resistir, según espero, monseñor, por muy príncipe que<br />

seáis.<br />

El príncipe se le acercó, y en el acto se hincó a los pies de Juana de la Motte.<br />

—¿Estáis pidiendo limosna?<br />

—Y espero que vos me la daréis.<br />

—Hoy es día de prodigalidad —repuso Juana—. La condesa de Valois ha adquirido<br />

importancia, es una mujer de la corte; antes no existía para las mujeres más orgullosas<br />

de Versalles. Ahora puede abrir su mano y tendérsela a quien le parezca bien.<br />

—¿Incluso a un príncipe? —preguntó el prelado.<br />

—Incluso a un cardenal.<br />

El cardenal imprimió un largo y ardiente beso sobre la bella y traviesa mano; y después<br />

de consultar con los ojos la mirada y la sonrisa de la dama, se levantó. Al pasar a la<br />

antecámara, le dijo unas palabras a su criado. Dos minutos después se oyó el ruido de la<br />

carroza que se alejaba. La condesa levantó la cabeza.<br />

—Confieso, condesa —dijo el cardenal—, que he quemado mis naves.<br />

—No tiene ningún mérito, puesto que estáis en el puerto.<br />

XLII<br />

DON<strong>DE</strong> SE COMIENZAN A VER LOS ROSTROS BAJO <strong>LA</strong>S MASCARAS<br />

Las largas charlas son el privilegio feliz de las gentes que no tienen nada que decirse.<br />

Después, la felicidad de callarse u omitir un deseo con una palabra aislada y sin<br />

respuesta es un momento inefable.<br />

Dos horas después de despedir su carroza, el cardenal y la condesa se encontraban en el<br />

punto que describimos. La condesa había cedido y el cardenal había vencido; sin<br />

embargo, el cardenal era el esclavo y la condesa la triunfadora.<br />

Dos hombres se engañan el uno al otro dándose la mano. Un hombre y una mujer se<br />

traicionan en un beso. Pero aquí el uno no engañaba al otro más que lo que el otro<br />

quería ser engañado.<br />

Cada uno tenía su fin particular, y para ese fin la intimidad era necesaria. Cada uno,<br />

pues, había atendido a su propio fin.<br />

Tampoco el cardenal se concedió el lujo de disimular su impaciencia. Se contentó con<br />

dar un pequeño rodeo, y volviendo a llevar la conversación hacia Versalles y hacia los<br />

honores que esperaban allí a la nueva favorita de la reina, dijo:<br />

—Ella es generosa. Nada le parece bastante caro para las personas a quienes quiere.<br />

Tiene el raro espíritu de dar un poco a todo el mundo y de dar mucho a muy pocos.<br />

—¿Creéis, pues, que es rica? —preguntó Juana.<br />

—Ella sabe tener recursos con una palabra, un gesto, una sonrisa. Nunca un ministro,<br />

excepto Turgot9, ha tenido el valor de negar a la reina lo que ella ha pedido.<br />

—Pues yo la encuentro menos rica de lo que vos suponéis. ¡Pobre reina, o mejor, pobre<br />

mujer!<br />

—¿Cómo es eso?<br />

—¿Acaso se es rico cuando uno se ve obligado a imponerse privaciones?<br />

—¿Privaciones? Explicaos, querida Juana.<br />

—Dios mío, os diré lo que he visto, nada más y nada menos.<br />

—Os escucho.<br />

—Figuraos dos suplicios que esa desgraciada reina ha sufrido.<br />

—¿Dos suplicios? ¿Cuáles?<br />

—¿Sabéis lo que es el deseo de una mujer, querido príncipe?<br />

—No, pero pienso que vos podéis informarme, condesa.

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