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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—Tres horas —repitió el cardenal sonriendo—. Cuántas cosas una mujer tan espiritual<br />

como vos puede decir en tres horas...<br />

—Os aseguro, monseñor, que no he perdido el tiempo.<br />

—Me parece que durante esas tres horas no habéis pensado en mí ni un solo minuto.<br />

—¡Ingrato!<br />

—¿De verdad? —exclamó el cardenal.<br />

—He hecho más que pensar en vos.<br />

—¿Qué habéis hecho?<br />

—Hablar de vos.<br />

—¿Hablar de mí? ¿Y a quién? —preguntó el prelado, cuyo corazón comenzaba a latir,<br />

con voz que, a pesar de su dominio sobre sí, no disimuló su emoción.<br />

—¿A quién si no a la reina?<br />

Y diciendo estas palabras tan halagüeñas para el cardenal, Juana tuvo el tacto de no<br />

mirar al príncipe, como si la inquietase un poco el efecto que debían producirle.<br />

—Veamos, querida condesa. Me interesa tanto lo vuestro que no quiero que me ahorréis<br />

el más pequeño detalle.<br />

Juana sonrió; sabía qué era lo que interesaba al cardenal. Pero como si hubiera pensado<br />

guardar para sí el recuerdo de cuanto había ocurrido, y el cardenal no le hubiera rogado<br />

que se lo confiase, comenzó lentamente, tirando una sílaba de otra, a contar la<br />

entrevista, la conversación, dando a cada palabra la sensación de que, por uno de esos<br />

felices azares que hacen la fortuna de los cortesanos, había caído en Versalles en una de<br />

las circunstancias que en un día hacen de una extraña una amiga casi indispensable. En<br />

efecto, en un día, Juana de la Motte había sido iniciada en las adversidades de la reina y<br />

en las impotencias de la realeza.<br />

No parecía que el cardenal retuviese del relato más que lo que la reina había dicho en<br />

favor de Juana, quien sólo destacaba lo que la reina había dicho del príncipe de Rohan.<br />

Relatados los acontecimientos, entró el lacayo anunciando que la cena estaba servida.<br />

Juana invitó al cardenal con una mirada, y el cardenal aceptó con un gesto afirmativo,<br />

dando el brazo a la dueña de la casa, la cual pronto se habituó a hacer los honores de su<br />

nuevo hogar.<br />

Al terminar la cena, y cuando el prelado hubo bebido a largos tragos la esperanza y el<br />

amor en el relato, veinte veces repetido y veinte veces interrumpido, de aquella<br />

hechicera, tuvo forzosamente que contar con una mujer que tenía el corazón de los<br />

poderosos en su mano. Porque notaba, con una sorpresa que casi rayaba en temor que,<br />

en lugar de hacerse valer, como toda mujer a la que se busca y de la cual se tiene<br />

necesidad, ella se anticipaba a los deseos de su interlocutor con una gracia bien<br />

diferente de aquel orgullo leonino de la última cena, que había tenido lugar en la misma<br />

casa.<br />

Ahora, Juana hacía los honores de su hogar no sólo dueña de sí misma, sino dueña<br />

también de los demás. Ninguna duda en su mirada, ninguna cautela en su voz. ¿No<br />

había aprendido altas lecciones de aristocracia al arrimarse a la flor de la nobleza<br />

francesa? Una reina sin rival, ¿no la había llamado «mi querida condesa»?<br />

Y el cardenal, sometido a esta superioridad, como hombre superior él mismo, no intentó<br />

resistirse.<br />

—Condesa —dijo tomándole una mano—, hay dos mujeres en vos.<br />

—¿Cómo es eso?<br />

—La de ayer y la de hoy.<br />

—¿Y cuál prefiere Vuestra Eminencia?<br />

—No sé. La de esta noche es una Circe, una Armida, alguien irresistible.

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