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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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Los joyeros abandonaron la cámara.<br />

Juana vio que el pie de María Antonieta se agitaba sobre el almohadón que había bajo el<br />

sofá. «Sufre», se dijo.<br />

De pronto, la reina se levantó, dio una vuelta por el gabinete, y deteniéndose ante Juana,<br />

cuya mirada la atraía, dijo:<br />

—Condesa, parece que el rey ya no vendrá. Dejaremos nuestro pequeño ruego para una<br />

próxima audiencia.<br />

Juana saludó respetuosamente y retrocedió hasta la puerta.<br />

—Pero yo me acordaré de vos —agregó bondadosamente la reina.<br />

Juana besó la mano de la reina como si en sus labios estuviese su corazón, y salió,<br />

dejando a María Antonieta vencida por la tristeza y el desencanto.<br />

«La tristeza de la impotencia y el desencanto del deseo frustrado —se dijo Juana—. Y<br />

ella es la reina... Pero no. ¡Ella es mujer!»<br />

La reina se quedó sola.<br />

XLI<br />

DOS AMBICIOSOS QUE QUIEREN PASAR POR AMANTES<br />

Juana, que no era reina, también era mujer.<br />

Lógico, pues, que una vez se vio en su carroza comparase el bello palacio de Versalles y<br />

su suntuoso interior con su cuarto piso de la calle Neuve-Saint-Gilles; a un lado,<br />

soberbios lacayos, y en el suyo, una vieja sirvienta.<br />

En seguida, sin embargo, la humilde vivienda y la vieja criada las desechó de la<br />

memoria, como una realidad imprecisa, viendo únicamente su nueva morada del arrabal<br />

Saint-Antoine, tan magnífica, tan graciosa y tan acogedora con sus criados, menos<br />

engalanados que los lacayos de Versalles, pero respetuosos y serviciales como ellos.<br />

Esa casa y esos domésticos eran su Versalles; reina entre sus paredes, no era menos<br />

reina que María Antonieta, sin el tormento de los deseos insatisfechos, toda vez que<br />

sabía limitarlos, no a lo superfluo, sino a lo razonable, y cualquier deseo que se le<br />

antojara podía satisfacerlo como si fuera otra reina.<br />

Fue, pues, con la frente serena y la sonrisa en los labios que Juana llegó a su casa,<br />

temprano todavía. Seguidamente escribió algunas líneas, metió el billete en un sobrecito<br />

perfumado, escribió la dirección y llamó. Aún se oía la vibración de la campanilla<br />

cuando se abrió la puerta y un lacayo esperaba en el umbral. «Tenía razón —se dijo<br />

Juana—. La reina no está mejor servida».<br />

—Esta carta es para monseñor el cardenal de Rohan.<br />

El lacayo tomó el billete y salió sin decir una palabra, con la muda obediencia de los<br />

servidores de la mejor escuela.<br />

La condesa dejó que retrocediera su pensamiento, encadenándolo con los pensamientos<br />

que llenaron su mente durante el camino de regreso.<br />

No habían transcurrido cinco minutos cuando llamaron a la puerta.<br />

—Adelante.<br />

Era el mismo lacayo.<br />

—¿Vos? —preguntó Juana, con un ligero movimiento de impaciencia.<br />

—Al salir para cumplir la orden de la señora condesa, la carroza de monseñor se paraba<br />

ante la puerta. Le he dicho que iba a su palacio. Ha cogido la carta, la ha leído, se ha<br />

apeado y ha entrado diciendo: «Anunciadme». Monseñor espera que madame dé<br />

instrucciones.<br />

Una ligera sonrisa cruzó por los labios de la condesa, y después de unos segundos, dijo:<br />

—Hacedle entrar.

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