EL COLLAR DE LA REINA
El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848 El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848
—Ha venido expresamente, madame. —¿A visitaros..., y de incógnito? —Sí, madame. —¿Quién es? —Monsieur de Souza. La reina no replicó. Movió un poco la cabeza, y después, tomada su decisión, dijo: —Muy bien. Mejor para Su Majestad la reina de Portugal; los diamantes son bellos. No hablemos más del asunto. —Madame, si Vuestra Majestad se dignara permitirme hablar de ello. —Permitirnos —dijo Boehmer, mirando a su socio. —¿Habéis visto esos diamantes, condesa? —preguntó la reina, dirigiendo la mirada a Juana. —No, madame. —¡Son tan hermosos!... Es una lástima que estos señores no los hayan traído. —Están aquí —dijo Bossange. Y sacó del fondo de su sombrero, que llevaba bajo el brazo, el pequeño estuche que guardaba el collar. —Ved, ved, condesa; vos sois mujer y esto os encantará —dijo la reina. Y se apartó un poco del velador de Sevres, en el cual Boehmer acababa de colocar con arte el collar, de forma que el día, hiriendo las piedras, hizo brillar la luz en casi todas sus facetas. Juana dio un grito de admiración. Realmente, nada era más bello; se hubiera dicho una lengua de fuego cuyas pequeñas llamas tan pronto eran verdes como rojas o blancas, como la luz misma. Boehmer hacía oscilar el estuche y rielar las maravillas de aquellas llamas líquidas. —¡Admirable, admirable! —exclamó Juana, con una cálida admiración. —Seiscientas mil libras que caben en el hueco de la mano —repuso la reina con una afectación de un matiz filosófico que Rousseau, el de Génova, habría adoptado en parecidas circunstancias. Pero Juana advirtió en ese desdén algo muy distinto del desdén en sí, porque no perdía la esperanza de convencer a la reina, y después de un detenido examen, dijo: —El señor joyero tiene razón; no hay en el mundo más que una reina que sea digna de llevar este collar, y es Vuestra Majestad. —Sin embargo, Mi Majestad no lo llevará —repuso María Antonieta. —Nosotros no podíamos dejarlo salir de Francia, madame, sin venir a rendir a los pies de Vuestra Majestad nuestro disgusto. Es una joya que toda Europa conoce ahora y que se disputa. Que tal o cual soberana se beneficie de lo que la reina de Francia ha rehusado, nuestro orgullo nacional lo permitirá cuando vos, madame, nos hayáis dado una vez más vuestra irrevocable negativa. —Mi negativa ya fue dada —respondió la reina— y hoy es pública. Y se me ha elogiado demasiado por ella para que ahora me arrepienta. —Madame —dijo Boehmer—, si el pueblo ha agradecido que Vuestra Majestad haya preferido un barco a un collar, a la nobleza, que también es francesa, no le extrañará que la reina de Francia compre un collar después de comprar un barco. —No hablemos más de eso —dijo María Antonieta, mirando por última vez el cofrecillo. Juana suspiró para adherirse al suspiro de la reina. —Ah, vos suspiráis, condesa, pero si estuvieseis en mi lugar haríais lo mismo que yo. —No sé —murmuró Juana. —¿Lo habéis visto bien? —preguntó la reina.
—No me cansaría de mirarlo, madame. —Permitidle esta curiosidad, señores; quiere admirarlo más. Esto no les resta calidad a los diamantes; desdichadamente, siguen valiendo seiscientas mil libras. Estas palabras le parecieron oportunas para sus fines a Juana de la Motte. Si la reina veía como una desdicha el precio del collar, quería decir que lo había deseado, y el no haber satisfecho ese deseo significaba que el deseo persistía. Su lógica la estimuló para decir: —Seiscientas mil libras, madame, en vuestro cuello harán morir de envidia a todas las mujeres, aunque fuesen Cleopatra o Venus. Y sacando del cofrecillo el regio collar, lo cerró tan hábilmente en el cuello de María Antonieta, que en un instante la reina sintió como si de la piel de seda de su pecho brotasen gotas de luz que deslumbraban. —¡Oh! Vuestra Majestad se ennoblece todavía más —dijo Juana. María Antonieta se miró en un espejo, y enmudeció de asombro. Su cuello, fino y esbelto como el de Jane Grey, ese cuello magnífico como el tallo de un lirio y destinado, lo mismo que la flor de Virgilio, a caer bajo el hierro, aparecía, con sus bucles dorados y sus rizos, tan bello como la garganta de un cisne acariciado por el sol. Juana se había atrevido a descubrir los hombros de la reina, y las últimas vueltas del collar caían sobre su pecho de nácar. La reina estaba radiante y la mujer soberbia. Enamorados y súbditos se prosternarían ante una belleza realzada con la joya más egregia. María Antonieta se olvidó de todo lo que la rodeaba mientras se contemplaba. Después, invadida por el escrúpulo ante un derroche al que se había negado, hizo ademán de quitarse el collar, exclamando: —¡Basta, basta! —El collar ya conoce el cuello de Vuestra Majestad —repuso Boehmer—, y no puede ser de nadie que no sea la reina de Francia. —¡Imposible! —replicó firmemente la reina—. Señores, ya he jugado un poco con estos diamantes, pero prolongar el juego sería un imperdonable error. —Vuestra Majestad tiene el tiempo necesario para acostumbrarse a esta idea —le susurró Boehmer a la reina—. Mañana volveremos. —Pagar tarde, siempre es pagar. ¿Y con qué objeto pagar tarde? Vos tenéis prisa. Cobrar cuanto antes es la primera máxima del vendedor. —Cierto, cierto, Majestad —admitió el mercader. —Tomadlo, tomadlo —exclamó la reina—. Poned en seguida los diamantes en el cofrecillo. —Vuestra Majestad —dijo Juana de la Motte— olvida quizá que dentro de cien años el collar valdrá más aún de lo que vale hoy. —Dadme seiscientas mil libras, condesa —contestó, sonriendo forzadamente la reina—, y entonces lo pensaré. —Si yo las tuviera... Y se calló. Las frases largas valen siempre menos que una breve y oportuna sugerencia. Boehmer y Bossange emplearon casi un cuarto de hora en encajar las vueltas del collar en el estuche y en asegurarse del funcionamiento de la llave que protegía tanta riqueza. Mientras, la reina seguía impasible. Sin embargo, en su inmovilidad y en su silencio se advertía la lucha que sostenía consigo misma. Según acostumbraba en los momentos difíciles, cogió un libro y fue pasando, sin leerlas, algunas páginas. Los joyeros le pidieron su venia para irse, preguntando todavía: —¿Vuestra Majestad lo rehúsa? —Sí... y sí —suspiró la reina, dejando esta vez que todos se diesen cuenta de su suspiro.
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—Permitidle esta curiosidad, señores; quiere admirarlo más. Esto no les resta calidad a<br />
los diamantes; desdichadamente, siguen valiendo seiscientas mil libras.<br />
Estas palabras le parecieron oportunas para sus fines a Juana de la Motte.<br />
Si la reina veía como una desdicha el precio del collar, quería decir que lo había<br />
deseado, y el no haber satisfecho ese deseo significaba que el deseo persistía. Su lógica<br />
la estimuló para decir:<br />
—Seiscientas mil libras, madame, en vuestro cuello harán morir de envidia a todas las<br />
mujeres, aunque fuesen Cleopatra o Venus.<br />
Y sacando del cofrecillo el regio collar, lo cerró tan hábilmente en el cuello de María<br />
Antonieta, que en un instante la reina sintió como si de la piel de seda de su pecho<br />
brotasen gotas de luz que deslumbraban.<br />
—¡Oh! Vuestra Majestad se ennoblece todavía más —dijo Juana.<br />
María Antonieta se miró en un espejo, y enmudeció de asombro. Su cuello, fino y<br />
esbelto como el de Jane Grey, ese cuello magnífico como el tallo de un lirio y<br />
destinado, lo mismo que la flor de Virgilio, a caer bajo el hierro, aparecía, con sus<br />
bucles dorados y sus rizos, tan bello como la garganta de un cisne acariciado por el sol.<br />
Juana se había atrevido a descubrir los hombros de la reina, y las últimas vueltas del<br />
collar caían sobre su pecho de nácar. La reina estaba radiante y la mujer soberbia.<br />
Enamorados y súbditos se prosternarían ante una belleza realzada con la joya más<br />
egregia.<br />
María Antonieta se olvidó de todo lo que la rodeaba mientras se contemplaba. Después,<br />
invadida por el escrúpulo ante un derroche al que se había negado, hizo ademán de<br />
quitarse el collar, exclamando:<br />
—¡Basta, basta!<br />
—El collar ya conoce el cuello de Vuestra Majestad —repuso Boehmer—, y no puede<br />
ser de nadie que no sea la reina de Francia.<br />
—¡Imposible! —replicó firmemente la reina—. Señores, ya he jugado un poco con<br />
estos diamantes, pero prolongar el juego sería un imperdonable error.<br />
—Vuestra Majestad tiene el tiempo necesario para acostumbrarse a esta idea —le<br />
susurró Boehmer a la reina—. Mañana volveremos.<br />
—Pagar tarde, siempre es pagar. ¿Y con qué objeto pagar tarde? Vos tenéis prisa.<br />
Cobrar cuanto antes es la primera máxima del vendedor.<br />
—Cierto, cierto, Majestad —admitió el mercader.<br />
—Tomadlo, tomadlo —exclamó la reina—. Poned en seguida los diamantes en el<br />
cofrecillo.<br />
—Vuestra Majestad —dijo Juana de la Motte— olvida quizá que dentro de cien años el<br />
collar valdrá más aún de lo que vale hoy.<br />
—Dadme seiscientas mil libras, condesa —contestó, sonriendo forzadamente la reina—,<br />
y entonces lo pensaré.<br />
—Si yo las tuviera...<br />
Y se calló. Las frases largas valen siempre menos que una breve y oportuna sugerencia.<br />
Boehmer y Bossange emplearon casi un cuarto de hora en encajar las vueltas del collar<br />
en el estuche y en asegurarse del funcionamiento de la llave que protegía tanta riqueza.<br />
Mientras, la reina seguía impasible. Sin embargo, en su inmovilidad y en su silencio se<br />
advertía la lucha que sostenía consigo misma. Según acostumbraba en los momentos<br />
difíciles, cogió un libro y fue pasando, sin leerlas, algunas páginas.<br />
Los joyeros le pidieron su venia para irse, preguntando todavía:<br />
—¿Vuestra Majestad lo rehúsa?<br />
—Sí... y sí —suspiró la reina, dejando esta vez que todos se diesen cuenta de su suspiro.