EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848 El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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El cardenal, mujeriego impenitente, le había dicho a Luis XV, quien también era de un erotismo desenfrenado, que la delfina era una mujer incompleta. No se ignoran las intencionadas frases de Luis XV, cuando el matrimonio de su nieto y las preguntas que le hizo a cierto ingenuo embajador. Juana, mujer completa como la que más; Juana, mujer de la cabeza a los pies; Juana, vanidosa hasta del más insignificante de sus cabellos; Juana, que sentía la necesidad de agradar y de vencer y que confiaba en sus encantos, no podía comprender que otra mujer no pensara lo mismo que ella sobre materias tan delicadas. «Hay despecho en la reina —se dijo—. Entonces, si hay despecho es porque hay algo más.» Y diciéndose que el choque engendra la luz, se puso a defender al príncipe de Rohan con toda su inteligencia y con la agudeza con que la naturaleza la había dotado. La reina la escuchaba y Juana se dijo: «Me escucha». Y la condesa, equivocada debido a su descarriada naturaleza, no se daba cuenta de que la reina le prestaba atención por simple generosidad, ignorando que una escuela cortesana es no hablar nunca bien de aquellos de quienes monsieur piensa mal. Esta infracción, tan nueva en los hábitos de la casa real; esta derogación de las costumbres palaciegas, por lo que había en ella de insólito, más que contrariar a la reina, le producía cierta satisfacción. María Antonieta veía un corazón allí donde Dios había puesto una esponja. La conversación continuaba bondadosamente admitida por parte de la reina, pero Juana iba perdiendo su inicial aplomo, reflejándose en la confusión que se advertía en sus palabras y en sus gestos, sintiendo el deseo de pedir licencia para irse, cuando un momento antes se había apropiado el bello papel de la extraña que se siente en el mejor de los mundos codiciados... De pronto se oyó una voz joven, alegre y optimista en el gabinete vecino. —El conde de Artois —dijo la reina. Andrea se levantó inmediatamente y Juana se dispuso a retirarse, pero el príncipe entró tan inesperadamente y con tan risueña expresión que Juana de la Motte vio más difícil la posibilidad de irse. No obstante su presencia, se inclinó ante la reina con el ademán de despedirse, interrumpiéndola el príncipe, quien se quedó mirándola como embobado. —La señora condesa de la Motte —dijo la reina, presentándola al príncipe. —Ah... —dijo, riendo, el conde de Artois—. Tened cuidado que no os cace, señora condesa. Mi afición es la caza. La reina hizo una señal a Andrea, la cual retuvo a Juana, entendiendo muy bien lo que quería decir Su Majestad. «Tengo que hacerle un favor a madame de la Motte y no he tenido tiempo; dejémoslo para más tarde.» —Así que ya habéis vuelto de la caza del lobo —dijo la reina, dando la mano a su hermano, una moda inglesa que comenzaba a tener éxito. —Sí, hermana. Y he hecho muy buena caza, porque he matado siete y uno de ellos muy grande —repuso el príncipe. —¿Los habéis matado vos? —No estoy muy seguro —dijo, riendo—, pero se me ha dicho que sí. Y mientras se pone en claro, os preguntaré si sabéis que he ganado setecientas libras. —¿Y cómo? —¿No sabíais que se pagan cien libras por cada cabeza de esos animales? Es caro, pero yo daría de corazón doscientas por cada cabeza de gacetillero. ¿Y vos? —Entonces —dijo la reina—, ya sabéis la historia. —Me la ha contado el conde de Provenza.

—Sois el tercero —repuso María Antonieta—. Monsieur es un narrador muy ameno. Contadnos, pues, qué versión os ha contado. —De la manera mejor para haceros aparecer más blanca que el armiño, más blanca que Venus Afrodita. Hay todavía otro nombre que termina en «a»; los sabios podrían decíroslo. Mi hermano el de Provenza, por ejemplo. —¿Y no os ha contado otra aventura? —Del gacetillero, sí. Pero Vuestra Majestad ha salido en defensa de su honor. Se podría decir, si se hiciera un juego de palabras, como De Bievre hace cada día: «El asunto de la cubeta ha sido lavado». —¡Espantoso juego de palabras! —Hermana mía, no maltratéis a un paladín que venía a ponerse a vuestra disposición con su lanza y su brazo. Felizmente, no tenéis necesidad de nadie. Querida hermana, ¡qué suerte habéis tenido! —¿Vos llamáis suerte a esto? ¿Lo entendéis, Andrea? Juana rió al oírles. El conde, que no cesaba de mirarla, le daba valor. —Habéis tenido suerte —repitió el conde de Artois—, porque habría podido ocurrir, mi querida hermana, que la princesa de Lamballe no hubiera ido con vos. —¿Y que fuese yo sola? —Y que madame de la Motte no estuviese allí para evitar que entraseis. —Ah... ¿Sabéis que la condesa estaba allí? —Cuando el conde de Provenza cuenta algo, lo cuenta todo. Podía haber ocurrido que madame de la Motte no hubiese estado en Versalles en el momento oportuno para testimoniar. Vais a decirme que la virtud y la inocencia son como la violeta, que no tiene necesidad de ser vista para ser reconocida; pero con la violeta se hace un ramillete cuando se la ve y se la tira cuando se ha aspirado su perfume. He aquí mi moraleja. —Muy bella. —Yo la tomo como la encuentro y vos habéis demostrado que tenéis mucha suerte. —Mal probado. —¿Es preciso probarlo mejor? —No sería superfluo. —Cometéis una injusticia acusando a la fortuna —dijo el conde, cruzando la estancia para sentarse en el sofá, al lado de la reina—, porque salvada de la famosa escapada del cabriolé... —Una —dijo la reina, contando con los dedos. —Salvada de la cubeta... —Dos. ¿Y después? —Y salvada del asunto del baile —le dijo al oído. —¿Qué baile? —El baile de la Ópera. —¿Qué decís? —Digo el baile de la Ópera. —No os comprendo. —¡Qué tonto soy! —exclamó él, riendo—. Venir aquí a hablaros de un secreto. —¿Un secreto? De verdad, querido hermano, he comprendido, que habláis del baile de la Ópera, y por eso estoy intrigada. Las palabras «baile» y «Ópera» se clavaron en el oído de Juana. Y puso mayor atención. —¡Mutis! —dijo el príncipe. —De ninguna manera, de ninguna manera —replicó la reina—. Vos habláis de algo de la Ópera. ¿Qué es eso? —Imploro vuestra piedad.

El cardenal, mujeriego impenitente, le había dicho a Luis XV, quien también era de un<br />

erotismo desenfrenado, que la delfina era una mujer incompleta. No se ignoran las<br />

intencionadas frases de Luis XV, cuando el matrimonio de su nieto y las preguntas que<br />

le hizo a cierto ingenuo embajador.<br />

Juana, mujer completa como la que más; Juana, mujer de la cabeza a los pies; Juana,<br />

vanidosa hasta del más insignificante de sus cabellos; Juana, que sentía la necesidad de<br />

agradar y de vencer y que confiaba en sus encantos, no podía comprender que otra<br />

mujer no pensara lo mismo que ella sobre materias tan delicadas.<br />

«Hay despecho en la reina —se dijo—. Entonces, si hay despecho es porque hay algo<br />

más.»<br />

Y diciéndose que el choque engendra la luz, se puso a defender al príncipe de Rohan<br />

con toda su inteligencia y con la agudeza con que la naturaleza la había dotado. La reina<br />

la escuchaba y Juana se dijo: «Me escucha».<br />

Y la condesa, equivocada debido a su descarriada naturaleza, no se daba cuenta de que<br />

la reina le prestaba atención por simple generosidad, ignorando que una escuela<br />

cortesana es no hablar nunca bien de aquellos de quienes monsieur piensa mal.<br />

Esta infracción, tan nueva en los hábitos de la casa real; esta derogación de las<br />

costumbres palaciegas, por lo que había en ella de insólito, más que contrariar a la reina,<br />

le producía cierta satisfacción. María Antonieta veía un corazón allí donde Dios había<br />

puesto una esponja.<br />

La conversación continuaba bondadosamente admitida por parte de la reina, pero Juana<br />

iba perdiendo su inicial aplomo, reflejándose en la confusión que se advertía en sus<br />

palabras y en sus gestos, sintiendo el deseo de pedir licencia para irse, cuando un<br />

momento antes se había apropiado el bello papel de la extraña que se siente en el mejor<br />

de los mundos codiciados... De pronto se oyó una voz joven, alegre y optimista en el<br />

gabinete vecino.<br />

—El conde de Artois —dijo la reina.<br />

Andrea se levantó inmediatamente y Juana se dispuso a retirarse, pero el príncipe entró<br />

tan inesperadamente y con tan risueña expresión que Juana de la Motte vio más difícil la<br />

posibilidad de irse. No obstante su presencia, se inclinó ante la reina con el ademán de<br />

despedirse, interrumpiéndola el príncipe, quien se quedó mirándola como embobado.<br />

—La señora condesa de la Motte —dijo la reina, presentándola al príncipe.<br />

—Ah... —dijo, riendo, el conde de Artois—. Tened cuidado que no os cace, señora<br />

condesa. Mi afición es la caza.<br />

La reina hizo una señal a Andrea, la cual retuvo a Juana, entendiendo muy bien lo que<br />

quería decir Su Majestad. «Tengo que hacerle un favor a madame de la Motte y no he<br />

tenido tiempo; dejémoslo para más tarde.»<br />

—Así que ya habéis vuelto de la caza del lobo —dijo la reina, dando la mano a su<br />

hermano, una moda inglesa que comenzaba a tener éxito.<br />

—Sí, hermana. Y he hecho muy buena caza, porque he matado siete y uno de ellos muy<br />

grande —repuso el príncipe.<br />

—¿Los habéis matado vos?<br />

—No estoy muy seguro —dijo, riendo—, pero se me ha dicho que sí. Y mientras se<br />

pone en claro, os preguntaré si sabéis que he ganado setecientas libras.<br />

—¿Y cómo?<br />

—¿No sabíais que se pagan cien libras por cada cabeza de esos animales? Es caro, pero<br />

yo daría de corazón doscientas por cada cabeza de gacetillero. ¿Y vos?<br />

—Entonces —dijo la reina—, ya sabéis la historia.<br />

—Me la ha contado el conde de Provenza.

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