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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—Vuestra Majestad es demasiado buena conmigo —dijo mademoiselle de Taverney<br />

tras un gentil saludo.<br />

Y vio a Juana, quien reconociendo a la segunda dama alemana de la Oficina de Caridad,<br />

adoptó una actitud de timidez y humildad totalmente fingida.<br />

La princesa de Lamballe aprovechó aquel refuerzo que le llegaba a la reina para regresar<br />

a Sceaux, al palacio del duque de Penthievre. Andrea, después de expresar su gratitud a<br />

María Antonieta, observó a Juana de la Motte.<br />

—Ved, Andrea —dijo la reina—, esta dama es la que fuimos a ver el día de la última<br />

nevada.<br />

—La he reconocido —repuso Andrea, inclinándose.<br />

Juana trató de adivinar en la expresión de Andrea un síntoma de celos, y no vio más que<br />

una serena indiferencia.<br />

Andrea, con las mismas pasiones que la reina, y mujer superior en bondad, en espíritu,<br />

en generosidad, acostumbrada a encerrarse en una impenetrable discreción que la corte<br />

traducía por un indomable pudor de Diana virginal.<br />

—¿Sabéis —le preguntó la reina— lo que se le ha dicho de mí al rey?<br />

—Le habrán dicho precisamente todo lo que de malo hayan inventado, porque no sabrán<br />

decir todo lo que hay en vos de bueno.<br />

—Esta —dijo Juana— es la más bella frase que he oído. Y digo que es bella porque<br />

expresa el sentimiento que llena mi vida y que mi pobre inteligencia no hubiera<br />

encontrado palabras para expresarlo.<br />

—Ya os contaré lo que ocurre, Andrea.<br />

—Lo sé, Majestad. El conde de Provenza lo ha contado hace un momento y una amiga<br />

mía le ha oído.<br />

—Es un bonito medio —dijo la reina, con indignación— de propagar la mentira<br />

después de haber rendido homenaje a la verdad. Dejemos eso. Estaba hablando con la<br />

condesa sobre su situación. ¿Quién os protege, condesa?<br />

—Vos, madame —dijo atrevidamente Juana—; vos, que me permitís venir a besaros la<br />

mano.<br />

—Tiene valor —dijo María Antonieta a Andrea—, y me gustan sus arranques.<br />

Andrea no respondió.<br />

—Madame —continuó Juana—, pocas personas me han protegido cuando me<br />

encontraba en la miseria y en la oscuridad, pero ahora que se me ha visto una vez en<br />

Versalles, todo el mundo querrá serle grato a la reina, demostrando interés por una<br />

persona a la que Su Majestad se ha dignado honrar con una mirada.<br />

—Entonces —dijo la reina, sentándose—, ¿ninguno ha sido lo bastante valiente, o lo<br />

bastante corrompido, para protegeros por sí mismo?<br />

—Yo tuve primero a madame de Boulainvilliers —repuso Juana—, una dama valerosa;<br />

más tarde a monsieur de Boulainvilliers, un protector corrompido... Pero después de mi<br />

matrimonio, nadie, ¡oh, nadie! —dijo, con un hábil temblor—. No; perdón, Majestad.<br />

Me olvidaba de un hombre galante, un príncipe generoso...<br />

—¿Un príncipe, condesa? ¿Quién?<br />

—El cardenal de Rohan.<br />

La reina hizo un movimiento brusco, y dijo, sonriendo:<br />

—Mi enemigo.<br />

—¿Enemigo de Vuestra Majestad? ¿El cardenal? ¡Oh, madame...!<br />

—Parece que eso os asombra, condesa. ¿No creéis que una reina tenga enemigos?<br />

Cómo se ve que no habéis vivido en la corte.<br />

—Madame, el cardenal está en adoración ante Vuestra Majestad; y si yo no me he<br />

engañado, su respeto hacia la augusta esposa del rey es igual que su devoción.

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