EL COLLAR DE LA REINA
El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848 El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848
La reina se sentó en un sillón, sin mirarla, para no influir en ella con la mirada. ¡Qué papel para Juana, cuya perspicacia había adivinado que su soberana tenía necesidad de ella! Para ella, que intuía que María Antonieta era víctima de infundadas sospechas y que podía justificarlas sin apartarse de la verdad. Otra mujer cualquiera hubiera cedido, teniendo esta convicción al placer de justificar a la reina, exagerando sus pruebas. Juana de la Motte era de una naturaleza tan sutil y tan fuerte, que se concretó a un relato cabal y veraz de los hechos. —Sire —dijo—, yo había ido a casa de Mesmer por curiosidad, como va todo París. El espectáculo me pareció un poco grosero. Iba a retirarme cuando de pronto vi en la puerta de entrada a Su Majestad, a la cual había tenido el honor de ver la antevíspera, sin saber quién era, pues su generosidad fue anónima. Cuando me fijé en sus augustos rasgos, que jamás se borrarán de mi memoria, me pareció que la presencia de la reina era impropia de aquel lugar, donde muchos sufrimientos y ridículas curaciones se realizan como un espectáculo. Suplico humildemente perdón a Su Majestad, por haberme atrevido a pensar tan libremente acerca de su conducta, pero eso fue como un relámpago, un instinto de mujer, y pido perdón de rodillas si traspaso la línea de respeto que debo a los menores movimientos de Su Majestad. Y se detuvo emocionada, bajando la cabeza y llegando, gracias a un arte inesperado, al sofoco que precede al llanto. De Crosne se sintió impresionado y madame de Lamballe miraba enternecida a aquella mujer, que parecía delicada, tímida, espiritual y buena. El conde de Provenza estaba aturdido. La reina miró a Juana con expresión de gratitud, acaso correspondiendo a la mirada que Juana esperaba de ella. —Muy bien... —dijo la reina—. ¿Habéis oído, Sire? —Yo no he necesitado —contestó Luis XVI— el testimonio de madame. —Se me ha ordenado que hablase —repuso tímidamente Juana—, y he tenido que obedecer. —Basta —dijo secamente el rey—. Cuando la reina dice una cosa no necesita testigos que confirmen sus palabras. Cuando la reina tiene mi aprobación, está por encima de las maledicencias de nadie. Y se levantó, acabando con estas palabras de aplastar al conde de Provenza, y a las cuales la reina agregó una desdeñosa sonrisa. El rey volvió la espalda a su hermano, besando la mano de María Antonieta y la de la princesa de Lamballe, despidiendo a ésta y pidiéndole perdón por haberla retenido «para nada». No dirigió una palabra ni una mirada a Juana de la Motte, pero como tenía que pasar por delante de ella para volver a su sillón, y como temía ofender a la reina con una falta de cortesía hacia la mujer que ella había recibido, dirigió a Juana un sobrio saludo, al cual ella respondió con una profunda reverencia. La princesa de Lamballe salió la primera, después Juana de la Motte, que la reina hizo pasar delante, y luego la reina, que salió mirando amorosamente al rey. En el acto se oyó en el corredor un rumor de voces femeninas que se alejaban cuchicheando. —Querido hermano —dijo entonces Luis XVI al conde de Provenza—, no os retengo más. Tengo que terminar el trabajo de la semana con el lugarteniente de policía. Os agradezco que hayáis concedido vuestra atención a esta plena, entera y completa justificación de vuestra hermana. Me complazco en ver que estáis tan contento como yo, lo que no es decir poco. Ahora nos toca a nosotros, monsieur de Crosne. Sentaos, os lo ruego.
El conde de Provenza saludó, siempre sonriente, y salió del gabinete cuando ya no oía aquellas voces femeninas, diciéndose que así podía evitar una mirada intencionadamente acusadora, un gesto hostil, una palabra agresiva... XXXVII EN LAS HABITACIONES DE LA REINA La reina, en cuanto salió del gabinete de Luis XVI, midió en toda su extensión el peligro que acababa de correr. Apreció lo que Juana había puesto de delicadeza y de reserva en su improvisada declaración, y el tacto verdaderamente notable con que después continuaba en la sombra. En efecto, Juana, que por una inesperada suerte acababa de iniciarse en los íntimos secretos que los cortesanos más hábiles acechan durante años sin conseguirlo, y comprendiendo que había desempeñado un importante papel en una delicada jornada de la reina, no pretendía obtener ninguna ventaja, ni quería que un gesto suyo pusiera en guardia el susceptible orgullo de los grandes, tan quisquillosos cuando advierten sentimientos del más noble linaje en sus inferiores. Sin embargo, la reina, en lugar de aceptar la intención de Juana, que era ofrecerle sus respetos y retirarse, la retuvo con una amable sonrisa, diciéndole: —Fue una gran fortuna, condesa, que me impidieseis entrar en casa de Mesmer con la princesa de Lamballe. Ved cómo todo se ha falseado, y aún no habiendo pasado yo más allá de la puerta, ha sido suficiente para aseguraros que yo había estado dentro, en lo que llaman la sala de las crisis. ¿No es ése el nombre que le dan? —La sala de las crisis, sí, madame. —Pero —preguntó la princesa de Lamballe—, ¿cómo es posible que los asistentes supieran que la reina estaba allí, y que los agentes de monsieur de Crosne se hayan engañado también? Ahí está el misterio, según creo; los agentes del lugarteniente de policía afirman que la reina se encontraba en la sala de las crisis. —Es verdad —dijo la reina pensativa—. Y no hay ningún interés por parte de De Crosne, que es un hombre honrado y que me quiere, pero los agentes pueden haber sido sobornados, querida princesa. Tengo enemigos, y vos lo sabéis. Forzosamente ese rumor se apoya en algo. Decidnos todos los detalles, condesa. Primero, el infame libelo me presenta embriagada, fascinada, magnetizada de tal forma que perdí toda dignidad femenina. ¿Qué hay de verdad en eso? ¿Hubo ese día una mujer? Juana enrojeció. El secreto todavía era suyo; el secreto sobre el cual una sola palabra podía destruir su funesta influencia sobre el destino de la reina. Si ella lo revelaba, perdía ocasión de ser útil, incluso indispensable a Su Majestad. Esa situación arruinaría su porvenir, y siguió reservada como la primera vez. —Madame —dijo—, había en efecto una mujer muy agitada y que llamó la atención por sus contorsiones y su delirio. Pero me parece que... —¿Os parece —dijo vivamente la reina— que esa mujer sería cualquier mujerzuela, quizá lo que se entiende por una mujer de vida airada, y no la reina de Francia? —Ciertamente, madame. —Condesa, habéis respondido muy bien al rey, y ahora es a mí a quien toca hablar de vos. Decidme, ¿cómo van vuestros asuntos? ¿Qué probabilidades veis para hacer reconocer vuestros derechos? En ese momento entró madame de Misery. —¿Vuestra Majestad quiere recibir a mademoiselle de Taverney? —Claro que sí. ¡Qué ceremoniosa es! Nunca faltará a la etiqueta. Andrea, Andrea, venid aquí.
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La reina se sentó en un sillón, sin mirarla, para no influir en ella con la mirada.<br />
¡Qué papel para Juana, cuya perspicacia había adivinado que su soberana tenía<br />
necesidad de ella! Para ella, que intuía que María Antonieta era víctima de infundadas<br />
sospechas y que podía justificarlas sin apartarse de la verdad. Otra mujer cualquiera<br />
hubiera cedido, teniendo esta convicción al placer de justificar a la reina, exagerando<br />
sus pruebas. Juana de la Motte era de una naturaleza tan sutil y tan fuerte, que se<br />
concretó a un relato cabal y veraz de los hechos.<br />
—Sire —dijo—, yo había ido a casa de Mesmer por curiosidad, como va todo París. El<br />
espectáculo me pareció un poco grosero. Iba a retirarme cuando de pronto vi en la<br />
puerta de entrada a Su Majestad, a la cual había tenido el honor de ver la antevíspera,<br />
sin saber quién era, pues su generosidad fue anónima. Cuando me fijé en sus augustos<br />
rasgos, que jamás se borrarán de mi memoria, me pareció que la presencia de la reina<br />
era impropia de aquel lugar, donde muchos sufrimientos y ridículas curaciones se<br />
realizan como un espectáculo. Suplico humildemente perdón a Su Majestad, por<br />
haberme atrevido a pensar tan libremente acerca de su conducta, pero eso fue como un<br />
relámpago, un instinto de mujer, y pido perdón de rodillas si traspaso la línea de respeto<br />
que debo a los menores movimientos de Su Majestad.<br />
Y se detuvo emocionada, bajando la cabeza y llegando, gracias a un arte inesperado, al<br />
sofoco que precede al llanto.<br />
De Crosne se sintió impresionado y madame de Lamballe miraba enternecida a aquella<br />
mujer, que parecía delicada, tímida, espiritual y buena.<br />
El conde de Provenza estaba aturdido.<br />
La reina miró a Juana con expresión de gratitud, acaso correspondiendo a la mirada que<br />
Juana esperaba de ella.<br />
—Muy bien... —dijo la reina—. ¿Habéis oído, Sire?<br />
—Yo no he necesitado —contestó Luis XVI— el testimonio de madame.<br />
—Se me ha ordenado que hablase —repuso tímidamente Juana—, y he tenido que<br />
obedecer.<br />
—Basta —dijo secamente el rey—. Cuando la reina dice una cosa no necesita testigos<br />
que confirmen sus palabras. Cuando la reina tiene mi aprobación, está por encima de las<br />
maledicencias de nadie.<br />
Y se levantó, acabando con estas palabras de aplastar al conde de Provenza, y a las<br />
cuales la reina agregó una desdeñosa sonrisa. El rey volvió la espalda a su hermano,<br />
besando la mano de María Antonieta y la de la princesa de Lamballe, despidiendo a ésta<br />
y pidiéndole perdón por haberla retenido «para nada».<br />
No dirigió una palabra ni una mirada a Juana de la Motte, pero como tenía que pasar por<br />
delante de ella para volver a su sillón, y como temía ofender a la reina con una falta de<br />
cortesía hacia la mujer que ella había recibido, dirigió a Juana un sobrio saludo, al cual<br />
ella respondió con una profunda reverencia.<br />
La princesa de Lamballe salió la primera, después Juana de la Motte, que la reina hizo<br />
pasar delante, y luego la reina, que salió mirando amorosamente al rey. En el acto se<br />
oyó en el corredor un rumor de voces femeninas que se alejaban cuchicheando.<br />
—Querido hermano —dijo entonces Luis XVI al conde de Provenza—, no os retengo<br />
más. Tengo que terminar el trabajo de la semana con el lugarteniente de policía. Os<br />
agradezco que hayáis concedido vuestra atención a esta plena, entera y completa<br />
justificación de vuestra hermana. Me complazco en ver que estáis tan contento como yo,<br />
lo que no es decir poco. Ahora nos toca a nosotros, monsieur de Crosne. Sentaos, os lo<br />
ruego.