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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—Sea lo que quiera, no quiero que ponga los pies aquí. Prefiero privarme de la alegría<br />

que me habría proporcionado la absolución de la reina; sí, prefiero renunciar a esa<br />

alegría antes que sufrir la presencia de esa mujer.<br />

—Sin embargo, vos la veréis —exclamó la reina, pálida de cólera, quien apareció en el<br />

gabinete, noblemente altiva y mirando fijamente al conde de Provenza, el cual rehuyó<br />

su mirada y la saludó inclinando servilmente la cabeza.<br />

—Sí, Sire —continuó la reina—. No es cuestión de temer o no querer ver a esa mujer a<br />

quien la agudeza de mis acusadores... —y otra vez miró desdeñosamente a su cuñado el<br />

conde de Provenza— y la franqueza de mis jueces... —dirigiéndose ahora al rey y a De<br />

Crosne— conseguirán, por el respeto que se debe a sí misma, que diga la verdad, sólo la<br />

verdad. Y yo, la acusada, pido que se oiga a esa mujer.<br />

—Madame —se apresuró a decir el rey—, habéis oído que no se irá a buscar a madame<br />

de la Motte para hacerle el honor de que declare ni a favor ni en contra de vos. Yo no<br />

coloco vuestro honor en una balanza cuyo platillo dependa del testimonio de esa mujer.<br />

—No se enviará a buscar a madame de la Motte, porque ella está aquí.<br />

—¡Aquí! —exclamó el rey, retrocediendo como si hubiera pisado un reptil—. ¡Aquí!<br />

—Sire, sabéis que visité a una desgraciada mujer que lleva un nombre ilustre. Después<br />

de mi visita se han dicho tantas vilezas, que vos no ignoráis... —y de nuevo miró al<br />

conde de Provenza, con fría agresividad, quien en aquel instante hubiera querido estar a<br />

mil leguas, limitándose a mirar a la reina con gestos de aprobación.<br />

—¿Y bien? —dijo Luis XVI.<br />

—Ese día, Sire, olvidé en casa de madame de la Motte un estuche con un retrato, y ella<br />

acaba de traérmelo; está aquí.<br />

—No, no; no hace ninguna falta. Estoy convencido —dijo el rey—. Y prefiero que las<br />

cosas queden así.<br />

—Pero yo no estoy satisfecha —objetó la reina—, y la haré pasar. Además, ¿por qué esa<br />

repugnancia? ¿Qué es lo que ella ha hecho? ¿Qué es ella, pues? Si no lo sé, instruidme.<br />

Monsieur de Crosne, vos que lo sabéis todo, decidme...<br />

—Yo no sé nada que sea desfavorable a dicha madame —respondió el magistrado.<br />

—¿De verdad?<br />

—Seguro. Es pobre; he aquí todo. Un poco ambiciosa quizá.<br />

—La ambición es la voz de la sangre. Si no tenéis contra ella más que eso, el rey puede<br />

admitir su testimonio.<br />

—No sé —repuso Luis XVI— si es por instinto, pero presiento que esa mujer será<br />

causa de una desgracia, de un infortunio en mi vida...<br />

—¡Oh, Sire, qué superstición! Id a buscarla —dijo la reina a la princesa de Lamballe.<br />

Cinco minutos después, Juana, humilde y turbada, pero distinguida en su actitud y en su<br />

aspecto, entraba en el gabinete del rey, quien, sin disimular su hostilidad, estaba de<br />

espalda a la puerta, con los codos apoyados en el escritorio y la cabeza en las manos,<br />

pareciendo un extraño en medio de los presentes.<br />

El conde de Provenza asaeteaba a Juana con miradas tan impertinentes por inquisitivas,<br />

que si la modestia de Juana hubiera sido real, difícilmente habría podido superar aquel<br />

momento, difícilmente hubiera podido decir nada, pero se necesitaba algo más para<br />

desconcertar a Juana de la Motte. Ni rey, ni emperador con su cetro, ni papa con su<br />

tiara, ni potencias celestes, ni los poderes de las tinieblas habrían hecho mella en ese<br />

espíritu de hierro, ni por medio del temor ni demostrándole afecto.<br />

—Madame —dijo la reina, llevándola delante del rey—, tened la bondad de decir lo que<br />

hicisteis el día de mi visita a la consulta de Mesmer. Tratad de recordarlo fielmente.<br />

Nada de evasivas ni de rodeos. Sólo la verdad, tal como sigue viva en vuestra memoria.

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