EL COLLAR DE LA REINA
El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848 El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848
—Sire, tenéis razón diciendo «al entrar allí», porque casi no entramos. —¿Juntas? —Juntas, y apenas abríamos la puerta del primer salón, donde nadie habría podido reconocernos debido al apasionamiento con que seguían los experimentos magnéticos, una mujer se acercó a Su Majestad, le ofreció una máscara y le suplicó que no pasara adelante. —¿Y os detuvisteis? —preguntó vivamente el conde de Provenza. —Sí, monsieur. —¿Y no entrasteis en el primer salón? —preguntó De Crosne. —No, monsieur. —¿Y no dejasteis el brazo de la reina? —interrogó el rey con un resto de ansiedad. —Ni un segundo; el brazo de Su Majestad siguió en el mío. —Muy bien —exclamó el rey—. ¿Qué pensáis de todo eso, monsieur de Crosne? Y vos, hermano, ¿qué decís? —Es extraordinario, es sobrenatural —dijo el conde fingiendo una alegría que denunciaba su despecho más de lo que lo había demostrado con sus dudas. —No hay nada de sobrenatural en ello —contestó en el acto De Crosne, a quien la satisfacción del rey producía una especie de remordimiento—. Lo que la princesa ha dicho no puede ser más que la verdad. —¿Entonces? —preguntó el conde. —Entonces, monseñor, mis agentes se equivocaron. —¿Lo decís en serio? —preguntó nerviosamente el conde de Provenza. —Claro que sí, monseñor; mis agentes se engañaron. Su Majestad sólo hizo lo que acaba de decir la princesa y en cuanto a ese gacetillero, hoy mismo firmaré la orden para que se le detenga inmediatamente. —Un momento —dijo el rey—, un momento; siempre habrá tiempo para que se ahorque a ese gacetillero. Vos, princesa, habéis hablado de una mujer que detuvo a la reina al ir a entrar en el salón. ¿Podéis decirnos quién era esa mujer? —Parecía que Su Majestad la conocía, Sire; yo diría que la conocía bastante. —Es necesario que yo hable con esa mujer. En ella está la clave del misterio. —Soy de la misma opinión que Su Majestad —dijo De Crosne, a quien el rey se había dirigido. —Conforme —murmuró el conde de Provenza—. Esa mujer me hace el efecto del dios de los desenlaces. ¿La reina os confesó que la conocía? —Su Majestad no me confesó nada, monseñor; me lo dijo. —Sí, sí, perdón. —Mi hermano quiere decir —precisó el rey— que si la reina conocía a esa mujer, vos también debéis saber su nombre. —Se llama Juana de la Motte-Valois. —¡Esa intrigante! —exclamó el rey con indignación. —¡Esa mendiga! —dijo el conde—. Será difícil hacerla hablar. Es una mujer muy astuta. —Nosotros seremos tan astutos como ella —dijo De Crosne—. Además, no hay astucia que valga después de la declaración de madame de Lamballe. Y bastará una palabra del rey... —No, no —dijo Luis XVI con descorazonamiento—. Estoy cansado de ver esta mezquina sociedad alrededor de la reina, a la cual su innata bondad la impulsa a querer remediar miseria sin advertir a veces que la rodea gente equívoca, cuando no se codea con títulos de dudosa raigambre. —Madame de la Motte es una Valois —dijo la princesa.
—Sea lo que quiera, no quiero que ponga los pies aquí. Prefiero privarme de la alegría que me habría proporcionado la absolución de la reina; sí, prefiero renunciar a esa alegría antes que sufrir la presencia de esa mujer. —Sin embargo, vos la veréis —exclamó la reina, pálida de cólera, quien apareció en el gabinete, noblemente altiva y mirando fijamente al conde de Provenza, el cual rehuyó su mirada y la saludó inclinando servilmente la cabeza. —Sí, Sire —continuó la reina—. No es cuestión de temer o no querer ver a esa mujer a quien la agudeza de mis acusadores... —y otra vez miró desdeñosamente a su cuñado el conde de Provenza— y la franqueza de mis jueces... —dirigiéndose ahora al rey y a De Crosne— conseguirán, por el respeto que se debe a sí misma, que diga la verdad, sólo la verdad. Y yo, la acusada, pido que se oiga a esa mujer. —Madame —se apresuró a decir el rey—, habéis oído que no se irá a buscar a madame de la Motte para hacerle el honor de que declare ni a favor ni en contra de vos. Yo no coloco vuestro honor en una balanza cuyo platillo dependa del testimonio de esa mujer. —No se enviará a buscar a madame de la Motte, porque ella está aquí. —¡Aquí! —exclamó el rey, retrocediendo como si hubiera pisado un reptil—. ¡Aquí! —Sire, sabéis que visité a una desgraciada mujer que lleva un nombre ilustre. Después de mi visita se han dicho tantas vilezas, que vos no ignoráis... —y de nuevo miró al conde de Provenza, con fría agresividad, quien en aquel instante hubiera querido estar a mil leguas, limitándose a mirar a la reina con gestos de aprobación. —¿Y bien? —dijo Luis XVI. —Ese día, Sire, olvidé en casa de madame de la Motte un estuche con un retrato, y ella acaba de traérmelo; está aquí. —No, no; no hace ninguna falta. Estoy convencido —dijo el rey—. Y prefiero que las cosas queden así. —Pero yo no estoy satisfecha —objetó la reina—, y la haré pasar. Además, ¿por qué esa repugnancia? ¿Qué es lo que ella ha hecho? ¿Qué es ella, pues? Si no lo sé, instruidme. Monsieur de Crosne, vos que lo sabéis todo, decidme... —Yo no sé nada que sea desfavorable a dicha madame —respondió el magistrado. —¿De verdad? —Seguro. Es pobre; he aquí todo. Un poco ambiciosa quizá. —La ambición es la voz de la sangre. Si no tenéis contra ella más que eso, el rey puede admitir su testimonio. —No sé —repuso Luis XVI— si es por instinto, pero presiento que esa mujer será causa de una desgracia, de un infortunio en mi vida... —¡Oh, Sire, qué superstición! Id a buscarla —dijo la reina a la princesa de Lamballe. Cinco minutos después, Juana, humilde y turbada, pero distinguida en su actitud y en su aspecto, entraba en el gabinete del rey, quien, sin disimular su hostilidad, estaba de espalda a la puerta, con los codos apoyados en el escritorio y la cabeza en las manos, pareciendo un extraño en medio de los presentes. El conde de Provenza asaeteaba a Juana con miradas tan impertinentes por inquisitivas, que si la modestia de Juana hubiera sido real, difícilmente habría podido superar aquel momento, difícilmente hubiera podido decir nada, pero se necesitaba algo más para desconcertar a Juana de la Motte. Ni rey, ni emperador con su cetro, ni papa con su tiara, ni potencias celestes, ni los poderes de las tinieblas habrían hecho mella en ese espíritu de hierro, ni por medio del temor ni demostrándole afecto. —Madame —dijo la reina, llevándola delante del rey—, tened la bondad de decir lo que hicisteis el día de mi visita a la consulta de Mesmer. Tratad de recordarlo fielmente. Nada de evasivas ni de rodeos. Sólo la verdad, tal como sigue viva en vuestra memoria.
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—Sire, tenéis razón diciendo «al entrar allí», porque casi no entramos.<br />
—¿Juntas?<br />
—Juntas, y apenas abríamos la puerta del primer salón, donde nadie habría podido<br />
reconocernos debido al apasionamiento con que seguían los experimentos magnéticos,<br />
una mujer se acercó a Su Majestad, le ofreció una máscara y le suplicó que no pasara<br />
adelante.<br />
—¿Y os detuvisteis? —preguntó vivamente el conde de Provenza.<br />
—Sí, monsieur.<br />
—¿Y no entrasteis en el primer salón? —preguntó De Crosne.<br />
—No, monsieur.<br />
—¿Y no dejasteis el brazo de la reina? —interrogó el rey con un resto de ansiedad.<br />
—Ni un segundo; el brazo de Su Majestad siguió en el mío.<br />
—Muy bien —exclamó el rey—. ¿Qué pensáis de todo eso, monsieur de Crosne? Y vos,<br />
hermano, ¿qué decís?<br />
—Es extraordinario, es sobrenatural —dijo el conde fingiendo una alegría que<br />
denunciaba su despecho más de lo que lo había demostrado con sus dudas.<br />
—No hay nada de sobrenatural en ello —contestó en el acto De Crosne, a quien la<br />
satisfacción del rey producía una especie de remordimiento—. Lo que la princesa ha<br />
dicho no puede ser más que la verdad.<br />
—¿Entonces? —preguntó el conde.<br />
—Entonces, monseñor, mis agentes se equivocaron.<br />
—¿Lo decís en serio? —preguntó nerviosamente el conde de Provenza.<br />
—Claro que sí, monseñor; mis agentes se engañaron. Su Majestad sólo hizo lo que<br />
acaba de decir la princesa y en cuanto a ese gacetillero, hoy mismo firmaré la orden<br />
para que se le detenga inmediatamente.<br />
—Un momento —dijo el rey—, un momento; siempre habrá tiempo para que se<br />
ahorque a ese gacetillero. Vos, princesa, habéis hablado de una mujer que detuvo a la<br />
reina al ir a entrar en el salón. ¿Podéis decirnos quién era esa mujer?<br />
—Parecía que Su Majestad la conocía, Sire; yo diría que la conocía bastante.<br />
—Es necesario que yo hable con esa mujer. En ella está la clave del misterio.<br />
—Soy de la misma opinión que Su Majestad —dijo De Crosne, a quien el rey se había<br />
dirigido.<br />
—Conforme —murmuró el conde de Provenza—. Esa mujer me hace el efecto del dios<br />
de los desenlaces. ¿La reina os confesó que la conocía?<br />
—Su Majestad no me confesó nada, monseñor; me lo dijo.<br />
—Sí, sí, perdón.<br />
—Mi hermano quiere decir —precisó el rey— que si la reina conocía a esa mujer, vos<br />
también debéis saber su nombre.<br />
—Se llama Juana de la Motte-Valois.<br />
—¡Esa intrigante! —exclamó el rey con indignación.<br />
—¡Esa mendiga! —dijo el conde—. Será difícil hacerla hablar. Es una mujer muy<br />
astuta.<br />
—Nosotros seremos tan astutos como ella —dijo De Crosne—. Además, no hay astucia<br />
que valga después de la declaración de madame de Lamballe. Y bastará una palabra del<br />
rey...<br />
—No, no —dijo Luis XVI con descorazonamiento—. Estoy cansado de ver esta<br />
mezquina sociedad alrededor de la reina, a la cual su innata bondad la impulsa a querer<br />
remediar miseria sin advertir a veces que la rodea gente equívoca, cuando no se codea<br />
con títulos de dudosa raigambre.<br />
—Madame de la Motte es una Valois —dijo la princesa.