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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—No.<br />

—¿Nadie lo conoce?<br />

—No.<br />

—Pues bien: la muerte comenzará por él. Ya no lo veo.<br />

Un murmullo de espanto se escapó del pecho de los asistentes.<br />

—¿Pero él..., él..., De la Perouse? —preguntaron muchas voces angustiadas.<br />

—Navega, desembarca, vuelve a embarcar...; un año..., dos años de navegación feliz. Se<br />

reciben noticias. Y después...<br />

—¿Y después?<br />

—Los años pasan.<br />

—¿Y qué?<br />

—El océano es grande, el cielo está sombrío. Aquí y allá aparecen tierras inexploradas;<br />

acá y allá figuras espantosas, como los monstruos del archipiélago griego, acechan al<br />

navío, que huye perdido en las nieblas por entre los arrecifes, llevado por la corriente, y<br />

al fin la tempestad: la tempestad es más hospitalaria que la costa; después fuegos<br />

siniestros. ¡Oh, De la Perouse, De la Perouse! Si tú pudieras oírme, yo te diría: «Tú<br />

partes, como Cristóbal Colón, para descubrir un mundo. De la Perouse: ¡desconfía de<br />

las islas desconocidas!»<br />

De Cagliostro enmudeció. Un escalofrío glacial se apoderó de la asamblea mientras en<br />

el ambiente vibraban todavía las últimas palabras.<br />

—¿Pero por qué no le ha advertido? —preguntó, apenado, el conde de Haga, sufriendo<br />

como los demás la influencia de este hombre extraordinario que trastornaba los<br />

corazones a voluntad.<br />

—Sí, sí —dijo madame du Barry—. ¿Por qué no correr, por qué no alcanzarle? La vida<br />

de un hombre como De la Perouse bien vale un correo, mi querido mariscal.<br />

El mariscal comprendió y se levantó un poco para tocar la campanilla. De Cagliostro<br />

extendió el brazo y el mariscal volvió a caer en su sillón.<br />

—¡Ay! —continuó De Cagliostro—. Todo aviso sería inútil; el hombre aunque prevea<br />

su destino, no lo cambia. De la Perouse se habría reído si hubiese oído mis palabras,<br />

como rieron los hijos de Príamo cuando profetizaba Casandra; pero ved cómo vos<br />

mismo os reiréis, señor conde de Haga, y la risa se contagiará a vuestros compañeros.<br />

No, no os contengáis, monsieur de Favras; nunca he encontrado un auditorio crédulo.<br />

—¡Nosotros creemos! —gritaron madame du Barry y el anciano duque de Richelieu.<br />

—Yo creo —murmuró De Taverney.<br />

—Yo también —dijo cortésmente el conde de Haga.<br />

—Sí —repuso De Cagliostro—, vos creéis, pero creéis porque se trata de monsieur de<br />

La Perouse, pero si se tratase de vos no creeríais.<br />

—¡Oh...!<br />

—Estoy seguro.<br />

—Confieso que lo que me haría creer —dijo el conde de Haga— sería que monsieur de<br />

Cagliostro hubiera dicho a De la Perouse: «Guardaos de las islas desconocidas.» Y<br />

quizá se guardaría de ellas. Siempre sería un aviso.<br />

—Yo os aseguro que no, señor conde, y si me hubiera creído, ved lo que esta revelación<br />

habría tenido de horrible para él. Entonces, en medio del peligro y ante el aspecto de<br />

estas islas desconocidas, que deberán serle fatales, el desgraciado, convencido de mi<br />

profecía, hubiera sentido aproximársele la muerte que le amenaza, sin poderla evitar.<br />

Entonces no sería una muerte; serían mil muertes las que él habría sufrido, porque es<br />

sufrir mil muertes marchar en la sombra con la desesperación como única compañera.<br />

La esperanza que le hubiera arrancado, y pensadlo bien, es el último consuelo que<br />

cualquier desgraciado guarda bajo el cuchillo, incluso cuando el cuchillo le toca, cuando

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