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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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con sus propios placeres. Preparando el reinado efímero de estos favoritos que se<br />

llamaron irónicamente los Doce Césares, Potemkin convertía su reinado en eterno e<br />

indestructible.<br />

«¡Qué de infamias incomprensibles!», se dijo el infeliz Felipe, mirando a su padre con<br />

estupor mientras el viejo proseguía en el mismo tono.<br />

—Según el sistema de Potemkin, tú has cometido un ligero error. El no abandonaba<br />

nunca la vigilancia, y tú te descuidas. Ten en cuenta que la política francesa no es la<br />

política rusa.<br />

Una vez pronunciadas estas palabras con una afectada delicadeza que hubiera<br />

desconcertado a la más acreditada cabeza diplomática, Felipe, que creyó que su padre<br />

deliraba, no respondió más que con un encogimiento de hombros poco respetuoso.<br />

—Sí, sí; ¿crees que yo no te he adivinado? Lo vas a ver.<br />

—Vos diréis, monsieur —dijo Felipe, mirándole fríamente.<br />

—¿Me dirás que no estás criando como a un pajarito a tu sucesor?<br />

—¿A mi sucesor? —preguntó Felipe, palideciendo.<br />

—¿Me dirás que no sabes lo que hay de firme en las ideas amorosas de la reina cuando<br />

está dominada por la pasión? Pero en previsión de un cambio suyo, tú no quieres ser<br />

sacrificado, que es lo que ocurre siempre con la reina, porque ella no puede amar el<br />

presente y sufrir al mismo tiempo el pasado.<br />

—Estáis hablando en hebreo, señor barón.<br />

El viejo soltó una risotada estridente y diabólica que estremeció a Felipe.<br />

—¿Me harás creer ahora que tu táctica no es la de manejar a De Charny?<br />

—¿De Charny?<br />

—Sí, tu sucesor. El hombre que cuando reine quizá te expulse de Francia, lo mismo que<br />

tú puedes desterrar a De Coigny, a Vaudreuil y a los demás.<br />

La sangre se agolpó en los ojos de Felipe.<br />

—¡Basta! —gritó de nuevo—. ¡Basta, monsieur! Me avergüenza haberos escuchado<br />

tanto tiempo. Quien diga que la reina de Francia es una Mesalina, ése, monsieur, es un<br />

infame calumniador.<br />

—Bien, muy bien —replicó el viejo—. Tienes razón. Ese es tu papel; pero te aseguro<br />

que en este momento nadie nos escucha.<br />

—¡Oh!<br />

—En cuanto a De Charny, ya ves que te he descubierto. Por muy hábil que sea tu plan,<br />

adivinar está en la sangre de los De Taverney. Continúa, Felipe, continúa. Lisonjea,<br />

halaga, consuela a De Charny, ayúdale a pasar dulcemente y sin amargura del estado de<br />

hierba al estado de flor, y puedes estar seguro de que, siendo un gentilhombre, cuando<br />

más tarde alcance el favor de la reina, te valdrá de algo lo que tú habrás hecho por él.<br />

Después de estas palabras, monsieur de Taverney, envanecido con su alarde de<br />

perspicacia, se levantó con una agilidad que le recordó a sí mismo su juventud, una<br />

juventud insolente, más insolente cuanto más próspera.<br />

Enfurecido, Felipe le cogió por la manga y le detuvo.<br />

—¿Eso es lo que teníais que decirme? Vuestra lógica es admirable.<br />

—¿Te he descubierto, y por eso me odias? Bah, ya me perdonarás. Por otro lado, yo<br />

también quiero a De Charny y estoy muy tranquilo porque sé que en este asunto<br />

procedes con él acertadamente.<br />

—Vuestro De Charny es de tal suerte mi favorito, el pájaro criado en mi mano, que hace<br />

un momento le he clavado en un costado dos centímetros de esta espada.<br />

—¡Cómo! —exclamó De Taverney, espantado ante aquellos ojos que centelleaban y la<br />

belicosidad que descubrían—. ¿No querrás decir que has tenido un duelo con De<br />

Charny?

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