EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848 El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—No estáis todavía lo bastante cerca de mí, para que os trate como la primera vez — replicó el conde—. Y no me expondré a ser herido por vos, y ni menos muerto, como ese pobre Gilberto. —¡Gilberto! —exclamó Felipe, con voz trémula—. ¿Qué nombre habéis pronunciado? —Felizmente no tenéis un fusil esta vez, sino una espada. —Monsieur, habéis pronunciado un nombre... —¿Verdad que ha despertado un terrible eco en vuestros recuerdos? —Monsieur... —Un nombre que creíais que no oiríais nunca más porque estabais solo con el pobre muchacho en aquella gruta de las Azores cuando lo asesinasteis. —¡Oh...! —gritó—. ¡Defendeos, defendeos! —Si vos supierais qué fácil me sería haceros caer la espada de las manos. —¿Con la vuestra? —Sí, primero con mi espada, si yo quisiera. —¡Veámoslo, pues! —No, yo no me arriesgaría así. Tengo un medio más seguro. —La espada en la mano, por última vez, o moriréis —rugió Felipe, saltando hacia el conde, pero De Cagliostro, amenazado ahora por la punta de la espada, a tres pulgadas de su pecho, se sacó de un bolsillo un frasquito y arrojó el líquido que contenía al rostro de Felipe. En el mismo instante, Felipe vaciló, se le cayó la espada, giró sobre sí mismo y cayendo de rodillas, como si sus piernas careciesen de fuerza, se quedó durante unos segundos desvanecido. Sin embargo, De Cagliostro evitó que llegase al suelo, sosteniéndole, y después de devolver su espada a la vaina le sentó en un sillón, esperando que volviese en sí, diciéndole: —A vuestra edad, caballero, no se hacen locuras. Dejaos, pues, de locuras propias de un niño y escuchadme. Felipe se sacudió, se enderezó, dominó el terror que le invadía y dijo en voz baja: —¿Estas son las armas que vos llamáis de gentilhombre? De Cagliostro se encogió de hombros. —Vos repetís siempre la misma frase, cuando nosotros, los caballeros de la nobleza, si pronunciamos la palabra «gentilhombre», ya se ha dicho todo. ¿Qué es lo que vos llamáis un arma de gentilhombre? ¿Es vuestra espada, que os ha servido tan mal contra mí? ¿Es vuestro fusil, que os sirvió tan bien contra Gilberto? ¿Qué es lo que hace superiores a los hombres, caballero? ¿Creéis que es esta sonora palabra «gentilhombre»? No. Es la razón primero, la fuerza después y la ciencia finalmente. Yo he empleado todo eso con vos. Con la razón he combatido vuestras injurias, obligándoos a escucharme; con la fuerza he combatido vuestra fuerza; con mi ciencia he anulado vuestro vigor moral, y me falta ahora probaros que habéis cometido dos errores viniendo aquí con amenazas. ¿Queréis hacerme el honor de escucharme? —Me habéis aniquilado y no puedo ni siquiera moverme; os habéis adueñado de mis músculos, de mi pensamiento, y me pedís que os escuche cuando no puedo hacer otra cosa. Entonces, De Cagliostro tomó un frasquito de oro que estaba sobre la chimenea. En las manos tenía un esculapio de bronce. —Aspirad este frasco, caballero —dijo con noble dulzura. Felipe obedeció; los vapores que oscurecían su cerebro se disiparon, y le pareció que el sol, metiéndosele en la cabeza, iluminaba sus ideas. —Oh, renazco —dijo él. —¿Os encontráis mejor con fuerzas nuevas?

—Sí. —¿Con la memoria del pasado? —Sí, sí... —Y como estoy tratando con un hombre de corazón y espíritu, la memoria que recobráis me da mayor ventaja sobre lo que acaba de ocurrir. —No —dijo Felipe—, porque yo obraba en virtud de un principio sagrado. —¿Qué hacíais, pues? —Defender la monarquía. —¿Vos defendéis la monarquía? —Sí. —¿Vos, un hombre que ha ido a América a defender la república? Por Dios... Sed franco: o no es la república lo que defendíais allí, o no es la monarquía lo que defendéis aquí. Felipe bajó los ojos; un gran sollozo le atenazaba el corazón. —Amad —continuó De Cagliostro— a los que os desprecian, amad a los que os olvidan, amad a los que os engañan; es propio de las grandes almas ser traicionadas en sus grandes afectos; es la ley de Jesús, devolver bien por mal. ¿Vos sois cristiano, monsieur de Taverney? —Monsieur —exclamó Felipe, anonadado al ver que De Cagliostro leía en el presente y en el pasado—, ni una palabra más, porque si yo no defendía la realeza, defendía a la reina, a una mujer respetable e inocente; respetable, aun cuando no lo fuera, pues una ley divina ordena defender a los débiles. —¿Los débiles? ¿A una reina la llamáis vos un ser débil, ante la cual veintiocho millones de seres vivos y responsables doblan la rodilla y la cabeza? ¡Por Dios, caballero! —Monsieur, se la calumnia. —¿Qué sabéis vos? —Quiero creerlo. —¿Pensáis que es vuestro derecho? —Sin duda. —Pues en mi derecho está el creer lo contrario. —Vos obráis sin nobleza. —¿Quién os lo ha dicho? —replicó De Cagliostro, cuyos ojos centellearon sobre Felipe—. ¿De dónde os viene esa temeridad de creer que tenéis razón y que yo estoy equivocado? ¿De dónde os viene la audacia de preferir vuestro principio al mío? ¿Vos defendéis la realeza? ¿Y si yo defendiera a la humanidad? Vos decís: «Dad al César lo que es del César», y yo os digo: «Dad a Dios lo que es de Dios.» ¿Republicano de América? ¿Caballero de la orden de los Cincinatus? Yo os recuerdo el amor a los hombres, el amor a la igualdad. Vos marcháis sobre los pueblos para besar la mano de la reina y yo coloco a las reinas a los pies de los pueblos para elevarlos siquiera un grado. Yo no os molesto en vuestra adoración, pero no me molestéis vos en mis preferencias. Yo os dejo el pleno día: el sol de los cielos y el sol de las cortes; dejadme mi sombra y mi soledad. Vos comprendéis la fuerza de mis palabras, ¿no es así? ¡Como habéis comprendido hace un momento la fuerza de mi individualismo! Vos me decís: «Muere, ya que has ofendido el objeto de mi culto.» Yo os digo: «Vive tú que combates lo que yo adoro», y si os digo esto es porque me siento tan fuerte con mi principio que ni vos ni los demás, hagáis los esfuerzos que queráis, retardaréis mi marcha un solo instante. —Monsieur, me asustáis —dijo Felipe—. Quizá es la primera vez que acierto a ver, gracias a vos, el fondo del abismo a donde corre la realeza. —Sed prudente, entonces, si habéis visto el precipicio.

—Sí.<br />

—¿Con la memoria del pasado?<br />

—Sí, sí...<br />

—Y como estoy tratando con un hombre de corazón y espíritu, la memoria que<br />

recobráis me da mayor ventaja sobre lo que acaba de ocurrir.<br />

—No —dijo Felipe—, porque yo obraba en virtud de un principio sagrado.<br />

—¿Qué hacíais, pues?<br />

—Defender la monarquía.<br />

—¿Vos defendéis la monarquía?<br />

—Sí.<br />

—¿Vos, un hombre que ha ido a América a defender la república? Por Dios... Sed<br />

franco: o no es la república lo que defendíais allí, o no es la monarquía lo que defendéis<br />

aquí.<br />

Felipe bajó los ojos; un gran sollozo le atenazaba el corazón.<br />

—Amad —continuó De Cagliostro— a los que os desprecian, amad a los que os<br />

olvidan, amad a los que os engañan; es propio de las grandes almas ser traicionadas en<br />

sus grandes afectos; es la ley de Jesús, devolver bien por mal. ¿Vos sois cristiano,<br />

monsieur de Taverney?<br />

—Monsieur —exclamó Felipe, anonadado al ver que De Cagliostro leía en el presente y<br />

en el pasado—, ni una palabra más, porque si yo no defendía la realeza, defendía a la<br />

reina, a una mujer respetable e inocente; respetable, aun cuando no lo fuera, pues una<br />

ley divina ordena defender a los débiles.<br />

—¿Los débiles? ¿A una reina la llamáis vos un ser débil, ante la cual veintiocho<br />

millones de seres vivos y responsables doblan la rodilla y la cabeza? ¡Por Dios,<br />

caballero!<br />

—Monsieur, se la calumnia.<br />

—¿Qué sabéis vos?<br />

—Quiero creerlo.<br />

—¿Pensáis que es vuestro derecho?<br />

—Sin duda.<br />

—Pues en mi derecho está el creer lo contrario.<br />

—Vos obráis sin nobleza.<br />

—¿Quién os lo ha dicho? —replicó De Cagliostro, cuyos ojos centellearon sobre<br />

Felipe—. ¿De dónde os viene esa temeridad de creer que tenéis razón y que yo estoy<br />

equivocado? ¿De dónde os viene la audacia de preferir vuestro principio al mío? ¿Vos<br />

defendéis la realeza? ¿Y si yo defendiera a la humanidad? Vos decís: «Dad al César lo<br />

que es del César», y yo os digo: «Dad a Dios lo que es de Dios.» ¿Republicano de<br />

América? ¿Caballero de la orden de los Cincinatus? Yo os recuerdo el amor a los<br />

hombres, el amor a la igualdad. Vos marcháis sobre los pueblos para besar la mano de la<br />

reina y yo coloco a las reinas a los pies de los pueblos para elevarlos siquiera un grado.<br />

Yo no os molesto en vuestra adoración, pero no me molestéis vos en mis preferencias.<br />

Yo os dejo el pleno día: el sol de los cielos y el sol de las cortes; dejadme mi sombra y<br />

mi soledad. Vos comprendéis la fuerza de mis palabras, ¿no es así? ¡Como habéis<br />

comprendido hace un momento la fuerza de mi individualismo! Vos me decís: «Muere,<br />

ya que has ofendido el objeto de mi culto.» Yo os digo: «Vive tú que combates lo que<br />

yo adoro», y si os digo esto es porque me siento tan fuerte con mi principio que ni vos<br />

ni los demás, hagáis los esfuerzos que queráis, retardaréis mi marcha un solo instante.<br />

—Monsieur, me asustáis —dijo Felipe—. Quizá es la primera vez que acierto a ver,<br />

gracias a vos, el fondo del abismo a donde corre la realeza.<br />

—Sed prudente, entonces, si habéis visto el precipicio.

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