EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848 El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—Excelente, monsieur —contestó De Charny, quitándose la casaca. Felipe se quitó igualmente la suya, la dejó a un lado junto con el sombrero y desenvainó. —Monsieur —dijo De Charny, con la espada todavía en la vaina—, a cualquier otro que no fuerais vos, le diría: «Caballero, una palabra, no de excusa, sino de cortesía, ofreciéndole incluso una reconciliación...», pero a un valiente que viene de América, de un país donde el batirse está a la orden del día, no me es posible... —También a cualquier otro, yo le diría: «Monsieur, quizá he cometido un error», pero al valiente marino que la otra noche fue la admiración de la corte por un glorioso hecho de armas, yo no puedo, monsieur de Charny, decirle más que esto: «Señor conde, hacedme el honor de poneros en guardia.» El conde saludó y desenvainó. —Monsieur —dijo De Charny—, creo que ninguno de los dos ha tenido el valor de precisar el verdadero motivo de nuestra rivalidad. —No os comprendo, conde. —Bah, me comprendéis perfectamente, y como venís de un país en el que no se sabe qué es la mentira, habéis enrojecido al decir que no me comprendéis. —En guardia —repitió Felipe. Cruzaron los aceros, y desde el primer momento Felipe advirtió que tenía sobre su adversario una notable superioridad, y esa ventaja, en lugar de estimularle, pareció que le frenase, sintiendo como si en vez de combatir en duelo se ejercitase en una sala de armas y tuviera en la punta de la espada el botón de los floretes. Y como se limitaba a parar, sin atacar una sola vez cuando ya llevaban más de un minuto cruzándose las espadas. De Charny levantó la suya sobre su cabeza, interrumpiendo momentáneamente el ataque y exclamó: —Según veo, no me consideráis digno adversario. ¿Podéis decirme qué os proponéis? Al silencio de Felipe, De Charny, con una ágil finta, se tiró a fondo sobre él, pero De Taverney desvió la espada adversaria con un contraataque todavía más rápido que la finta, sin que, no obstante, se aprovechase de su ventaja al dejarle al descubierto. De Charny era más joven, y más fogoso sobre todo; se sentía avergonzado, la sangre le bullía ante la calma de su enemigo, y trató con palabras, puesto que no podía con la espada, de humillar aquella calma. —Os decía que ni vos ni yo hemos precisado la verdadera causa de este duelo. Felipe no contestó. —Y voy a decírosla: me habéis provocado intencionadamente, sin otra razón que los celos que sufrís. Felipe le oyó sin pestañear. —Decidme —dijo De Charny, más acalorado cuanto mayor la frialdad de Felipe—, ¿qué juego es el vuestro, monsieur de Taverney? ¿Tenéis la intención de fatigarme? Sería un procedimiento indigno de vos. Matadme si podéis, pero matadme atacando. Felipe contestó ahora: —Sí, vuestra acusación es justa. Planeé el duelo, pero me he equivocado. —Eso ya no importa, monsieur; tenéis la espada en la mano; servíos de ella para algo más que parar, y si no queréis atacar, defendeos al menos. —Monsieur —repuso Felipe—, tengo el honor de deciros por segunda vez que me he equivocado y que me arrepiento. Cegado por la ira, De Charny no podía comprender la generosidad de su adversario, y lo tomó a ofensa.

—Ya, ya, comprendo; queréis alardear de magnanimidad. ¿No es eso, caballero? Y pensáis que esta noche o mañana podréis decir a algunas damas que me habéis vencido en duelo y que me habéis perdonado la vida. —Señor conde —dijo Felipe—, temo que os estáis volviendo loco. —Vos queréis matar al conde de Cagliostro para complacer a la reina. Y para satisfacerla más, deseo que también me matéis a mí, pero no por medio del ridículo. —¡Basta ya! Habéis hablado demasiado —rugió Felipe—, y para demostrarme que vuestro corazón no es tan generoso como yo creía. —¡Atravesad, pues, este corazón! —dijo De Charny, descubriéndose en el momento en que Felipe paraba un ataque rápido y se tiraba a fondo. La espada resbaló sobre un costado de De Charny, abriendo un surco de sangre bajo la fina camisa. —¡Por fin! —exclamó De Charny, gozoso—. ¡Estoy herido! Si ahora os mato, habré jugado un hermoso papel. —Decididamente —dijo Felipe—, os habéis vuelto loco; no me mataréis, y habréis desempeñado un vulgar papel, porque habréis sido herido sin motivo ni provecho, pues nadie sabe por qué nos hemos batido. De Charny atacó con un golpe recto tan rápido que esta vez Felipe sólo tuvo tiempo de pararlo, pero en el acto, con una agilidad felina, simultáneas casi, lanzó dos estocadas, y la espada de De Charny voló y cayó a diez pasos de su adversario. Y antes de que De Charny pudiera recogerla, Felipe la rompió en dos partes. —Monsieur de Charny, ya no tenéis que probarme que sois valiente. ¿Tanto me detestáis que sólo habéis deseado batiros conmigo? De Charny no respondió, y se le veía extremadamente pálido. Felipe le miró durante unos segundos, esperando una confesión o una negativa. —Está bien, señor conde —dijo—. Veo que seguimos enemistados. De Charny vaciló. Felipe se acercó para sostenerle, pero el conde rechazó su mano. —Gracias —dijo—, espero poder andar hasta el coche. —Tomad este pañuelo para contener la sangre. —Gracias. —Y mi brazo, monsieur, pues un tronco o un bache bastaría para que cayeseis, lo que podría agravar vuestra herida. —La espada ha entrado en la carne, pero no ha llegado al pecho. —Mejor, monsieur. —Espero curar pronto. —Mejor, mejor... si soñáis curaros pronto para reanudar el duelo, os anuncio que ya no encontraréis en mí al adversario. De Charny quiso responder, pero las palabras murieron en sus labios, y Felipe, al verle vacilar, sólo tuvo tiempo de recogerlo en sus brazos. Lo levantó como si fuese un niño y medio desvanecido lo llevó hasta su carroza, pero Delfín, habiendo visto a través de los árboles lo que pasaba, abrevió el camino, yendo al encuentro de su amo. Ya en el coche, De Charny miró a Felipe con una expresión de gratitud. —Id al paso, cochero. —¿Y vos, monsieur? —murmuró el herido. —No os inquietéis por mí. Le saludó y cerró la portezuela, sin moverse hasta que el coche desapareció por una de las curvas de la avenida; luego siguió el camino que le llevaría directamente a París. Antes, sin embargo, al mirar una vez más hacia la dirección que llevaba el coche, vio que en lugar de volver, como él, a París, tomaba el camino de Versalles. Felipe se quedó

—Ya, ya, comprendo; queréis alardear de magnanimidad. ¿No es eso, caballero? Y<br />

pensáis que esta noche o mañana podréis decir a algunas damas que me habéis vencido<br />

en duelo y que me habéis perdonado la vida.<br />

—Señor conde —dijo Felipe—, temo que os estáis volviendo loco.<br />

—Vos queréis matar al conde de Cagliostro para complacer a la reina. Y para<br />

satisfacerla más, deseo que también me matéis a mí, pero no por medio del ridículo.<br />

—¡Basta ya! Habéis hablado demasiado —rugió Felipe—, y para demostrarme que<br />

vuestro corazón no es tan generoso como yo creía.<br />

—¡Atravesad, pues, este corazón! —dijo De Charny, descubriéndose en el momento en<br />

que Felipe paraba un ataque rápido y se tiraba a fondo.<br />

La espada resbaló sobre un costado de De Charny, abriendo un surco de sangre bajo la<br />

fina camisa.<br />

—¡Por fin! —exclamó De Charny, gozoso—. ¡Estoy herido! Si ahora os mato, habré<br />

jugado un hermoso papel.<br />

—Decididamente —dijo Felipe—, os habéis vuelto loco; no me mataréis, y habréis<br />

desempeñado un vulgar papel, porque habréis sido herido sin motivo ni provecho, pues<br />

nadie sabe por qué nos hemos batido.<br />

De Charny atacó con un golpe recto tan rápido que esta vez Felipe sólo tuvo tiempo de<br />

pararlo, pero en el acto, con una agilidad felina, simultáneas casi, lanzó dos estocadas, y<br />

la espada de De Charny voló y cayó a diez pasos de su adversario.<br />

Y antes de que De Charny pudiera recogerla, Felipe la rompió en dos partes.<br />

—Monsieur de Charny, ya no tenéis que probarme que sois valiente. ¿Tanto me<br />

detestáis que sólo habéis deseado batiros conmigo?<br />

De Charny no respondió, y se le veía extremadamente pálido.<br />

Felipe le miró durante unos segundos, esperando una confesión o una negativa.<br />

—Está bien, señor conde —dijo—. Veo que seguimos enemistados.<br />

De Charny vaciló. Felipe se acercó para sostenerle, pero el conde rechazó su mano.<br />

—Gracias —dijo—, espero poder andar hasta el coche.<br />

—Tomad este pañuelo para contener la sangre.<br />

—Gracias.<br />

—Y mi brazo, monsieur, pues un tronco o un bache bastaría para que cayeseis, lo que<br />

podría agravar vuestra herida.<br />

—La espada ha entrado en la carne, pero no ha llegado al pecho.<br />

—Mejor, monsieur.<br />

—Espero curar pronto.<br />

—Mejor, mejor... si soñáis curaros pronto para reanudar el duelo, os anuncio que ya no<br />

encontraréis en mí al adversario.<br />

De Charny quiso responder, pero las palabras murieron en sus labios, y Felipe, al verle<br />

vacilar, sólo tuvo tiempo de recogerlo en sus brazos. Lo levantó como si fuese un niño y<br />

medio desvanecido lo llevó hasta su carroza, pero Delfín, habiendo visto a través de los<br />

árboles lo que pasaba, abrevió el camino, yendo al encuentro de su amo. Ya en el coche,<br />

De Charny miró a Felipe con una expresión de gratitud.<br />

—Id al paso, cochero.<br />

—¿Y vos, monsieur? —murmuró el herido.<br />

—No os inquietéis por mí.<br />

Le saludó y cerró la portezuela, sin moverse hasta que el coche desapareció por una de<br />

las curvas de la avenida; luego siguió el camino que le llevaría directamente a París.<br />

Antes, sin embargo, al mirar una vez más hacia la dirección que llevaba el coche, vio<br />

que en lugar de volver, como él, a París, tomaba el camino de Versalles. Felipe se quedó

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