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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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madame du Barry deslizó en su bolsillo alguno de esos exquisitos cordiales que son tan<br />

dulces para el viajero, a los cuales, sin embargo, él no presta nunca atención y que le<br />

recuerdan a los amigos ausentes durante las largas noches de marcha en medio de un<br />

frío glacial.<br />

De la Perouse, siempre riendo, saludó respetuosamente al conde de Haga y tendió la<br />

mano al viejo mariscal.<br />

—Adiós, mi querido De la Perouse —le dijo el duque de Richelieu.<br />

—No, señor duque; hasta la vista —repuso De la Perouse—. En verdad se diría que<br />

parto para la eternidad. Todo el mundo lo hace después de todo. Cuatro o cinco años de<br />

ausencia no son motivo para decirse adiós.<br />

—¡Cuatro o cinco años! —gritó el mariscal—. ¡Eh, señor! ¿Por qué no decís cuatro o<br />

cinco siglos? Los días son años a mi edad; adiós os digo yo.<br />

—Bah... Preguntadle al adivino —dijo De la Perouse, riéndose—; él os prometerá<br />

veinte años todavía. ¿No es así, monsieur de Cagliostro? Ah, señor conde, ¿cómo no me<br />

habéis hablado antes de vuestras mágicas gotas? A cualquier precio que fuera habría<br />

embarcado un tonel en el Astrolabe. Es el nombre de mi navío, señores. Madame,<br />

todavía un beso en vuestra hermosa mano, la más hermosa que, estoy seguro, encontraré<br />

a mi vuelta. Hasta la vista.<br />

Y salió.<br />

De Cagliostro seguía guardando el mismo silencio de mal augurio.<br />

Se oían los recios pasos del capitán en los peldaños de la escalinata exterior, y su voz<br />

siempre alegre en el patio, así como sus últimos cumplidos a las personas reunidas para<br />

verle.<br />

Después se oyó cómo las monturas sacudían las colleras, la portezuela de la silla se<br />

cerró con un ruido seco, y las ruedas rechinaron sobre el pavimento empedrado de la<br />

calle. De la Perouse acababa de dar el primer paso de ese viaje misterioso y del cual no<br />

debía volver.<br />

Cada uno escuchaba, y cuando ya no se oyó nada, todas las miradas se concentraron,<br />

como movidas por una fuerza superior, sobre De Cagliostro. Había en aquel momento,<br />

en los rasgos del hombre, una iluminación profética que hizo sentir escalofríos a los<br />

convidados.<br />

Un silencio extraño se prolongó durante algunos instantes; el conde de Haga lo rompió.<br />

—¿Por qué no le habéis respondido?<br />

Esta pregunta era la expresión de la ansiedad general. De Cagliostro se estremeció como<br />

si, al oírla, le hubiesen arrancado de su contemplación.<br />

—Porque —replicó el conde— habría tenido que decirle una mentira o una crueldad.<br />

—¿Cómo es eso?<br />

—Porque habría tenido que decirle: «Monsieur de La Perouse, el duque de Richelieu ha<br />

tenido razón al deciros adiós y no hasta la vista.»<br />

—¡Diablos! —exclamó Richelieu, palideciendo—. Monsieur de Cagliostro, ¿qué es lo<br />

que decís de monsieur de La Perouse.<br />

—Tranquilizaos, señor mariscal —repuso vivamente De Cagliostro—. No es a vos a<br />

quien concierne este augurio tan triste.<br />

—¿Cómo? —preguntó madame du Barry—. El pobre De la Perouse, que acaba de<br />

besarme la mano...<br />

—No solamente no os la besará más, madame, sino que no volverá a ver a ninguno de<br />

los que se ha despedido esta tarde —dijo De Cagliostro, observando atentamente su<br />

vaso lleno de agua, en el cual, por la forma en que estaba colocado, se juntaban dos<br />

conchas luminosas de un color ópalo, y cortadas transversalmente por las sombras de<br />

los objetos circundantes.

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