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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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nosotros hemos emitido sobre su buena apariencia. Sólo veía en él una mirada<br />

amenazadora y un aspecto muy inquietante.<br />

En efecto, la mano derecha la apoyaba en el puño de la espada, y la izquierda en el puño<br />

de un bastón.<br />

—¿Qué puedo hacer en vuestro servicio, monsieur? —preguntó Reteau, con una especie<br />

de temblor que le atacaba en cada ocasión difícil, y como las ocasiones difíciles no eran<br />

raras, Reteau temblaba con frecuencia.<br />

—¿Monsieur Reteau? —preguntó el desconocido.<br />

—Soy yo.<br />

—¿El que se dice De Villette?<br />

—Soy yo, monsieur.<br />

—¿Gacetillero?<br />

—El mismo.<br />

—¿Autor de este artículo? —dijo fríamente el desconocido, sacando de su bolsillo un<br />

ejemplar, fresco todavía, de la gaceta del día.<br />

—Sí, pero no soy precisamente el autor —dijo Reteau—, sino el editor.<br />

—Muy bien; viene a ser exactamente lo mismo, porque si no habéis tenido el valor de<br />

escribir el artículo, habéis tenido la cobardía de dejarlo publicar. Y digo cobardía —<br />

repitió el desconocido fríamente— porque siendo gentilhombre, debo ser comedido en<br />

mis términos, incluso dentro de este tugurio. Pero no es preciso tomar lo que digo al pie<br />

de la letra, porque lo que digo no expresa mi pensamiento. Si lo expresara, diría: «El<br />

que ha escrito este artículo es un infame, y el que lo ha publicado es un miserable».<br />

—Monsieur... —dijo Reteau, palideciendo.<br />

—He aquí un mal asunto, peor que malo —continuó el joven, animándose a medida que<br />

hablaba—, pero escuchadme, monsieur folletista, y cada cosa a su tiempo: hace un<br />

momento que habéis recibido un dinero, y ahora vais a recibir una paliza.<br />

—¡Cómo! —replicó Reteau—. Eso vamos a verlo.<br />

—¿Y qué vamos a ver? —dijo en tono seco y belicoso el joven, quien, tras estas<br />

palabras, avanzó hacia su adversario.<br />

Pero como no era el primer asunto de este género, y el periodista conocía todos los<br />

recursos de su propia casa, no tuvo más que volverse para encontrar una puerta y<br />

franquearla, y, volviendo a cerrarla, servirse de ella como de un escudo y pasar a una<br />

habitación cuya puerta daba a la calle de los Vieux-Augustins.<br />

Una vez allí, estaba a salvo. Había otra pequeña verja que una vuelta de llave (y la llave<br />

estaba siempre puesta) abría, y pudo salvarse valiéndose de las piernas. Pero ese día era<br />

nefasto para el pobre gacetillero, porque en el momento en que ponía la mano en la<br />

llave, apercibió por la claraboya a otro hombre que, agrandado sin duda por su propio<br />

miedo, le pareció un Hércules, el cual, inmóvil, amenazador, parecía esperar, como en<br />

otro tiempo el dragón de las Hespérides aguardaba a los ladrones de las manzanas de<br />

oro.<br />

Reteau hubiera deseado volver sobre sus pasos, pero el joven del bastón, el que primero<br />

se le presentó, había derribado la puerta de una patada, le había seguido, y ahora que<br />

estaba parado ante la aparición del nuevo centinela, armado también de una espada y de<br />

un bastón, no tenía más que tender una mano para cogerle.<br />

Reteau se encontraba entre dos fuegos, entre dos bastones, en una especie de patinillo<br />

oscuro, perdido, sórdido, situado entre las últimas habitaciones del apartamento y la<br />

bienhechora verja que daba a la calle de los Vieux-Augustins, y si el paso hubiese<br />

estado libre, a la salvación y a la libertad.<br />

—Monsieur, dejadme pasar, os lo ruego —dijo Reteau al joven que guardaba la verja.

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