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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—Silencio, silencio, Aldegonde. No habléis tan alto de la austriaca; es una injuria que<br />

me valdría la Bastilla que me habéis anunciado.<br />

—¿Y qué? —dijo agriamente la vieja—. ¿Es o no es la austriaca?<br />

—Esa es una palabra que los periodistas hemos puesto en circulación, pero que no se<br />

debe prodigar.<br />

Volvió a sonar de nuevo la campanilla.<br />

—Id a ver, Aldegonde; no creo que vengan a comprar más ejemplares.<br />

—¿Qué es lo que os hace creer eso?<br />

—No sé, pero me parece que veo a un hombre de aspecto lúgubre en la verja.<br />

Aldegonde terminó de bajar y se dispuso a abrir.<br />

Reteau miraba con una atención que se comprenderá después de nuestra descripción del<br />

personaje y de su oficina.<br />

Aldegonde vio a un hombre vestido con sencillez y que preguntó si encontraría en su<br />

casa al redactor de la gaceta.<br />

—¿Qué queréis de él? —preguntó Aldegonde, con cierta desconfianza.<br />

Y entreabrió la puerta, dispuesta a cerrarla al primer síntoma de peligro.<br />

El hombre hizo tintinear unos escudos en su bolsillo, lo que ensanchó el corazón de la<br />

vieja.<br />

—Vengo a pagar los mil ejemplares de la gaceta de hoy, que han venido a buscar de<br />

parte del señor conde de Cagliostro.<br />

—Si es así, entrad.<br />

El hombre cruzó la verja, pero no había tenido tiempo de cerrarla cuando detrás de él<br />

otro visitante, joven y esbelto y de bella apariencia, sujetó la cancela, diciendo:<br />

—Perdón, monsieur.<br />

Y sin pedir permiso, se deslizó detrás del pagador enviado por el conde de Cagliostro.<br />

Aldegonde, entusiasmada por la ganancia, fascinada por el sonido de los escudos,<br />

llegaba entonces adonde estaba su dueño.<br />

—Vamos, vamos; todo va bien. He aquí las quinientas libras del señor de los mil<br />

ejemplares.<br />

—Recibámoslas noblemente —dijo Reteau, parodiando a De Larive en su más reciente<br />

creación.<br />

Y se envolvió en su bata bastante bonita, gracias a la generosidad, o más bien al terror,<br />

de la Dugazon, a la cual, después de su aventura con Astley, el gacetillero arrancaba un<br />

regalo tras otro.<br />

El pagador del conde de Cagliostro se presentó, sacó un saquito de escudos de seis<br />

libras y contó hasta ciento, que dividió en doce pilas.<br />

Reteau contaba también escrupulosamente y miraba si las monedas eran de ley. Una vez<br />

comprobado todo, dio las gracias, firmó el recibo y despidió con una sonrisa agradable<br />

al pagador, a quien pidió servilmente nuevas del señor conde de Cagliostro.<br />

El hombre de los escudos dio las gracias a su vez, como un cumplimiento natural, y se<br />

retiró.<br />

—Decid al señor conde que esperaré su primer deseo —le dijo— y agregadle que esté<br />

tranquilo; sé guardar un secreto.<br />

—Es inútil —repuso el pagador—; el señor conde de Cagliostro es independiente, y no<br />

cree en el magnetismo; lo único que quiere es que se rían de Mesmer y se propague la<br />

aventura de la cubeta como una pequeña diversión.<br />

—Muy bien —dijo en aquel momento una voz en el umbral de la puerta—. Nosotros<br />

trataremos de que se ría también a expensas del señor conde de Cagliostro.<br />

Reteau vio aparecer a un personaje que le pareció tan lúgubre como el primero. Como<br />

hemos dicho, era un hombre joven y vigoroso, pero Reteau no compartía la opinión que

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