EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848 El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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La carroza se detuvo delante de un palacio de la mejor apariencia, en la calle de la Jussienne. En la puerta de ese palacio esperaban dos hombres; uno de ellos, con una postura un poco teatral, para anunciar la ceremonia, y el otro con una vulgar librea, como la que en todos los tiempos han llevado los oficiales de las diferentes administraciones parisienses. La carroza entró en el palacio, cuyas puertas se cerraron en el acto, desilusionando a los curiosos que se habían agrupado. El sujeto en traje de ceremonia se aproximó respetuosamente a la portezuela, y con una voz un poco temblona, soltó una arenga en un portugués que ni él comprendía. —¿Quién sois vos? —preguntó, saliendo de la carroza, una voz bronca, en portugués también, pero con acento castizo. —El indigno canciller de la embajada, Excelencia. —¿Por qué habláis tan mal nuestra lengua, querido canciller? A ver, señalad el camino. —Por aquí, monseñor, por aquí. —¡Qué pobre recepción! —dijo don Manoel, que se hacía el hombre importante, apoyándose en su ayuda de cámara y en su secretario. —Vuestra Excelencia se dignará perdonarme —pidió el canciller en su pobre portugués—. Hasta las dos de hoy no ha llegado a la embajada el correo de Su Excelencia anunciando su llegada. Yo estaba fuera, monseñor, por asuntos del cargo, y al volver he encontrado la carta de Vuestra Excelencia. Sólo he tenido tiempo de abrir los apartamentos para que se aireasen. —Bien, bien. —Es para mí una gran alegría ver a tan ilustre personaje como es nuestro nuevo embajador. —¡Silencio! No divulguéis nada hasta que las nuevas disposiciones no hayan llegado de Lisboa. Hacedme guiar a mi cámara, pues me siento muy fatigado. Os entenderéis con mi secretario y él os transmitirá mis órdenes. El canciller se inclinó respetuosamente ante Beausire, quien le devolvió un saludo afectuoso y le dijo, con un aire cortésmente irónico: —Hablad francés, querido monsieur; os sentiréis más cómodo y yo también. —Sí, sí —murmuró el canciller—; será mejor, pues os confieso, señor secretario, que mi pronunciación... —Ya lo veo —repuso Beausire, con aplomo. —Aprovecharé esta ocasión, señor secretario, ya que os veo tan amable —se apresuró a decir el canciller—, para preguntaros si creéis que monsieur de Souza no querrá oírme destrozar el portugués. —No lo creo, pero habláis el francés con una gran pureza... —Sí, es lógico —dijo el canciller, con empaque—, pues soy un parisién de la calle Saint-Honoré. —Vaya... —dijo Beausire—. ¿Cómo os llamáis? ¿Ducorneau? —Ducorneau, sí, señor secretario; un nombre que tiene una terminación española, si no yerro. El señor secretario sabía mi nombre, y eso es muy halagüeño. —Sí, vos sois bien considerado en Lisboa, y por el prestigio de que gozáis no creímos necesario traer otro canciller. —¡Cuánto os lo agradezco, señor secretario! Qué suerte para mí el nombramiento de monsieur de Souza. —Me parece que el embajador llama. —Corramos.

Y corrieron. El señor embajador, gracias a la experiencia de su ayuda de cámara, en un santiamén se quitó el traje de viaje y se puso uno del mejor corte. Un barbero llamado a toda prisa le dejó como nuevo. Algunas cajas y objetos de viaje, aparentemente valiosos, llenaban unas mesas y dos consolas, reflejándose en ellas el fuego de la chimenea. —Entrad, entrad, señor canciller —dijo el embajador, que acababa de acomodarse en un sillón lleno de cojines delante del fuego. —¿El señor embajador se molestará si le contesto en francés? —le preguntó el canciller a Beausire. —No; habladle siempre en vuestro idioma. Ducorneau presentó sus cumplimientos en francés. —Esto es sorprendente; habláis admirablemente el francés, monsieur Ducorneau. «Me cree portugués», pensó el canciller, con alegría, y estrechó la mano de don Manoel. —Bien —dijo Manoel—, ¿podríamos cenar? —Ciertamente, sí, Excelencia. El Palais-Royal está a dos pasos de aquí y puede servir una exquisita cena a Vuestra Excelencia. —Como si fuera para vos, monsieur Ducorneau. —Sí, monseñor... y yo, si Su Excelencia lo permite, me tomaré la licencia de ofrecerle alguna botella de un vino del país como Su Excelencia no lo encontraría ni en Oporto. —¿Nuestro canciller tiene una buena bodega? —preguntó Beausire. —Es mi único lujo —repuso humildemente el buen hombre, en el cual, por primera vez y a la luz de las bujías, Beausire y don Manoel observaron la viveza de su mirada, sus carnosas mejillas y su rojiza nariz. —Haced lo que creáis mejor, monsieur Ducorneau —dijo el embajador—. Traed vuestro vino y venid a cenar con nosotros. —Tanto honor... —Sin etiqueta; hoy soy todavía un viajero. No seré embajador hasta mañana, y entonces hablaremos de negocios. —Monseñor me permitirá que me arregle un poco. —Estáis soberbio —dijo Beausire. —Quedaos como estáis, señor canciller, y dedicad a los preparativos el tiempo que os tomaríais para poneros el traje de gala... Encantado, Ducorneau abandonó al embajador y echó a correr para beneficiar diez minutos el apetito de Su Excelencia. Durante este tiempo los tres granujas pasaban revista al mobiliario y a su nuevo reino. —¿Duerme en el palacio el canciller? —preguntó don Manoel. —No; el tipo tiene una buena bodega y debe tener en alguna parte una linda modistilla. Es un buen pájaro. —¿El suizo? —Habrá que desembarazarse de él. —Yo me encargo. —¿Los demás criados del palacio? —Criados alquilados, que nuestros socios sustituirán mañana. —¿Qué hay de la cocina? —Nada. El antiguo embajador no paraba jamás en el palacio. Tenía su casa en la ciudad. —¿Qué ocurre con la caja fuerte? —Para la caja fuerte hay que consultar al canciller; eso es delicado. —Yo me encargo —dijo Beausire—. Somos ya los mejores amigos del mundo. —Silencio. Aquí viene.

La carroza se detuvo delante de un palacio de la mejor apariencia, en la calle de la<br />

Jussienne.<br />

En la puerta de ese palacio esperaban dos hombres; uno de ellos, con una postura un<br />

poco teatral, para anunciar la ceremonia, y el otro con una vulgar librea, como la que en<br />

todos los tiempos han llevado los oficiales de las diferentes administraciones<br />

parisienses.<br />

La carroza entró en el palacio, cuyas puertas se cerraron en el acto, desilusionando a los<br />

curiosos que se habían agrupado. El sujeto en traje de ceremonia se aproximó<br />

respetuosamente a la portezuela, y con una voz un poco temblona, soltó una arenga en<br />

un portugués que ni él comprendía.<br />

—¿Quién sois vos? —preguntó, saliendo de la carroza, una voz bronca, en portugués<br />

también, pero con acento castizo.<br />

—El indigno canciller de la embajada, Excelencia.<br />

—¿Por qué habláis tan mal nuestra lengua, querido canciller? A ver, señalad el camino.<br />

—Por aquí, monseñor, por aquí.<br />

—¡Qué pobre recepción! —dijo don Manoel, que se hacía el hombre importante,<br />

apoyándose en su ayuda de cámara y en su secretario.<br />

—Vuestra Excelencia se dignará perdonarme —pidió el canciller en su pobre<br />

portugués—. Hasta las dos de hoy no ha llegado a la embajada el correo de Su<br />

Excelencia anunciando su llegada. Yo estaba fuera, monseñor, por asuntos del cargo, y<br />

al volver he encontrado la carta de Vuestra Excelencia. Sólo he tenido tiempo de abrir<br />

los apartamentos para que se aireasen.<br />

—Bien, bien.<br />

—Es para mí una gran alegría ver a tan ilustre personaje como es nuestro nuevo<br />

embajador.<br />

—¡Silencio! No divulguéis nada hasta que las nuevas disposiciones no hayan llegado de<br />

Lisboa. Hacedme guiar a mi cámara, pues me siento muy fatigado. Os entenderéis con<br />

mi secretario y él os transmitirá mis órdenes.<br />

El canciller se inclinó respetuosamente ante Beausire, quien le devolvió un saludo<br />

afectuoso y le dijo, con un aire cortésmente irónico:<br />

—Hablad francés, querido monsieur; os sentiréis más cómodo y yo también.<br />

—Sí, sí —murmuró el canciller—; será mejor, pues os confieso, señor secretario, que<br />

mi pronunciación...<br />

—Ya lo veo —repuso Beausire, con aplomo.<br />

—Aprovecharé esta ocasión, señor secretario, ya que os veo tan amable —se apresuró a<br />

decir el canciller—, para preguntaros si creéis que monsieur de Souza no querrá oírme<br />

destrozar el portugués.<br />

—No lo creo, pero habláis el francés con una gran pureza...<br />

—Sí, es lógico —dijo el canciller, con empaque—, pues soy un parisién de la calle<br />

Saint-Honoré.<br />

—Vaya... —dijo Beausire—. ¿Cómo os llamáis? ¿Ducorneau?<br />

—Ducorneau, sí, señor secretario; un nombre que tiene una terminación española, si no<br />

yerro. El señor secretario sabía mi nombre, y eso es muy halagüeño.<br />

—Sí, vos sois bien considerado en Lisboa, y por el prestigio de que gozáis no creímos<br />

necesario traer otro canciller.<br />

—¡Cuánto os lo agradezco, señor secretario! Qué suerte para mí el nombramiento de<br />

monsieur de Souza.<br />

—Me parece que el embajador llama.<br />

—Corramos.

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