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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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mesa, y en veinte golpes, que tardaron un cuarto de hora, fue desembarazado de sus<br />

veinte luises por seis puntos hambrientos que se olvidaron de las garras del banquero y<br />

de los otros compadres.<br />

El reloj dio las tres en el momento en que Beausire acababa su jarra de cerveza. Dos<br />

criados entraron, el banquero dejó caer el dinero en el doble fondo de la mesa, porque<br />

los estatutos de la asociación se habían redactado con tanta confianza en los miembros<br />

que nunca se le entregaba a ninguno la libre custodia de los fondos de la sociedad.<br />

El dinero, pues, caía al final de cada sesión por una pequeña rendija de doble fondo,<br />

habiendo un post-scriptum al artículo de los estatutos que decía que jamás el banquero<br />

podría usar mangas largas ni llevar dinero encima.<br />

Lo que significaba que se le prohibía meterse luises en las mangas y que la dirección se<br />

reservaba el derecho de registrarle para recuperar los luises que hubiese conseguido<br />

escamotear. Los lacayos entregaron a los miembros del círculo las hopalandas, los<br />

mantos y las espadas; varios de los jugadores afortunados dieron el brazo a las damas;<br />

los perdedores se hundieron en su silla de manos, todavía de moda en aquellos distritos,<br />

y se apagaron las luces del salón.<br />

Beausire también pareció envolverse en su dominó como para irse, pero no pasó del<br />

primer piso, cuya puerta se había cerrado, y mientras los coches de alquiler y las literas<br />

desaparecían, volvió al salón donde doce de los asociados acababan de entrar. —<br />

Aguardo una explicación —dijo por fin Beausire. —Encended esa lámpara y no habléis<br />

tan alto —dijo fríamente en buen francés el portugués, que encendía una bujía que había<br />

en la mesa.<br />

Beausire gruñó algunas palabras sin que nadie le hiciera caso; el portugués se quedó en<br />

el sillón del banquero, se aseguraron de que los postigos y las puertas estaban bien<br />

cerrados, y todos se sentaron en silencio, dos sobre el tapete, y con una avidez febril.<br />

—Tengo algo que comunicaros —dijo el portugués—. Felizmente he llegado a tiempo,<br />

porque Beausire ha incurrido en excesos verbales.<br />

Beausire iba a replicar, pero el portugués le atajó.<br />

—Silencio, y nada de palabras que no vienen a cuento. Habéis pronunciado frases más<br />

que imprudentes. Teníais conocimiento de mi proyecto, y como sois inteligente podíais<br />

haberlo adivinado, pero me parece que el amor propio no debe ser lo primero en estos<br />

asuntos.<br />

—No os comprendo —replicó Beausire.<br />

—No comprendemos —dijo la respetable asamblea.<br />

—Monsieur Beausire ha querido demostrar que era el primero en conocer el asunto.<br />

—¿Qué asunto? —dijeron los interesados.<br />

—El asunto de los dos millones —gritó Beausire con énfasis.<br />

—¡Dos millones! —exclamaron los asociados.<br />

—Afirmo —advirtió el portugués— que vos exageráis; es imposible que el asunto<br />

alcance esa cantidad. Y voy a probarlo en un instante.<br />

—Nadie sabe lo que queréis decir —repuso el banquero.<br />

—Sí, pero nosotros somos todo oídos —agregó otro.<br />

—Hablad el primero —dijo Beausire.<br />

—Es lo que voy a hacer.<br />

Y el portugués se bebió primero un gran vaso de refresco de cebada, sin importarle la<br />

impaciencia con que esperaban sus explicaciones.<br />

—Sabed —dijo—, y no sólo se lo digo a Beausire, que el collar no valdrá más de<br />

seiscientas mil libras.<br />

—Ah, se trata de un collar —dijo Beausire.<br />

—Sí, monsieur, ¿no es ése vuestro asunto?

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