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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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Beausire lo comprendió, pero ya estaba lanzado; los falsos valientes se detienen más<br />

difícilmente que los hombres de valor acreditado.<br />

—Yo creía tener amigos aquí —dijo.<br />

—¿Y qué? —le preguntó uno.<br />

—Pues que me he engañado.<br />

—¿En qué?<br />

—En que muchas cosas se hacen sin mí.<br />

Nuevo gesto del banquero y nuevas protestas de los asociados.<br />

—Basta lo que yo sé para que los falsos amigos sean castigados.<br />

Y buscó el puño de su espada, no encontrando nada más que su bolsillo, lleno de luises<br />

y cuyo sonido fue una revelación.<br />

—¡Oh...! —chilló una dama—. A monsieur Beausire no lo han desplumado esta noche.<br />

—Claro —convino el banquero—. Me parece que si ha perdido, no lo ha perdido todo,<br />

y que si ha traicionado a los verdaderos amigos, no es una felonía irreparable. A ver,<br />

apostad, querido caballero.<br />

—Gracias —repuso secamente Beausire—. Puesto que cada uno guarda lo que tiene, yo<br />

también lo guardo.<br />

—¿Qué diablos queráis decir? —le dijo al oído uno de los jugadores.<br />

—Dentro de un instante ya nos explicaremos.<br />

—Jugad, pues —avisó el banquero.<br />

—Un simple luis —dijo una dama, acariciando el hombro de Beausire para acercarse lo<br />

más posible a su bolsillo.<br />

—Yo no juego más que millones —fanfarroneó Beausire—, y no entiendo cómo sólo se<br />

crucen unos miserables luises. ¡Millones! Vamos, señores del Pot-de-Fer, puesto que se<br />

trata de millones, fuera las apuestas de un luis. ¡Millones, millonarios!<br />

Beausire estaba en ese grado de exaltación que coloca al hombre más allá de los límites<br />

del sentido común. Una embriaguez más peligrosa que la del vino le animaba. De<br />

pronto recibió por detrás, en las piernas, un violento golpe que le hizo volver el rostro, y<br />

vio a su lado una cara verdosa, variolosa y con dos ojos que parecían alquitranados y<br />

encendidos.<br />

A la mueca de cólera de Beausire, el extraño personaje le hizo un saludo ceremonioso<br />

seguido de una mirada afilada como un puñal.<br />

—¡El portugués! —exclamó Beausire estupefacto ante el saludo del hombre que le<br />

acababa de golpear.<br />

—¡El portugués! —repitieron las damas, que abandonaron a Beausire para ir a<br />

mariposear alrededor del extranjero.<br />

Ese portugués era el niño mimado de las damas, a las cuales, con pretexto de que no<br />

hablaba francés, les llevaba constantemente golosinas, algunas veces envueltas en<br />

billetes de Banco de cincuenta o de sesenta libras.<br />

Beausire sabía que el portugués era uno de los asociados. El portugués perdía siempre<br />

con los parroquianos habituales del garito. Fijaba su apuestas en una centena de luises<br />

por semana, y regularmente los jugadores le ganaban sus cien luises.<br />

Era el cebo de la sociedad. Mientras se dejaba despojar de cien plumas doradas, los<br />

demás cofrades concienzudamente despojaban a los jugadores engolosinados.<br />

También el portugués era considerado por los asociados como el hombre útil, y para los<br />

habituales como el hombre agradable. Beausire tema para él la consideración tácita que<br />

se aplica siempre a lo desconocido, aun cuando la desconfianza influyera en cierto<br />

modo.<br />

Beausire, pues, soportó el puntapié que el portugués le acababa de pegar en las corvas<br />

en silencio y se sentó. El portugués intervino en el juego, puso veinte luises sobre la

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