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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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Medio desnuda, con sólo la falda de satén que acariciaba su seno y su talle, sus finas y<br />

nerviosas piernas envueltas, subió ágilmente las escaleras con la luz en la mano.<br />

Familiarizada con la soledad, segura de que no la esperaba la impertinente mirada de un<br />

criado, iba de una habitación a otra, dejando flotar al viento que se escurría por debajo<br />

de las puertas su fino peinador de seda, que se levantaba diez veces en diez minutos<br />

sobre su bien torneada rodilla.<br />

Y cuando al abrir un armario levantaba los brazos, cuando el vestido, resbalando, dejaba<br />

ver la blanca turgencia del hombro hasta el nacimiento del brazo, que doraba un<br />

rutilante reflejo de luz familiar a los pinceles de Rubens, entonces los espíritus<br />

invisibles, ocultos tras las tapicerías, o detrás de los paneles, debían de regocijarse por<br />

tener en su posesión una seductora huésped que creía poseerles.<br />

Después de ese ir y volver, agotada, rendida, con las tres cuartas partes de su bujía<br />

consumidas, volvió a entrar en su dormitorio, cuyas paredes estaban formadas de un<br />

satén azul con encajes.<br />

Ya lo había visto todo, contado todo, acariciado todo con la mirada y con el tacto; no le<br />

quedaba más que admirarse a sí misma.<br />

Dejó ir la bujía sobre un velador de Sevres en la galería, y de pronto sus ojos se<br />

detuvieron en un Endimión de mármol, delicada y voluptuosa figura de Bouchardon que<br />

se inclinaba ebrio de amor sobre un pedestal de púrpura, de un rojo oscuro.<br />

Juana cerró la puerta y los postigos de su cámara, corrió los cortinajes y volvió a la<br />

estatua, devorando con los ojos ese hermoso amante de Diana que, dándole el último<br />

beso, se remontaba hacia el cielo con él.<br />

El fuego, reducido a brasa, caldeaba esta cámara donde todo vivía, excepto el placer.<br />

Juana sentía sus pies hundirse dulcemente en la blanda alfombra; sus piernas vacilaban<br />

y se le doblaban; una languidez que no era fatiga ni sueño invadía su pecho y sus<br />

párpados con la delicadeza de una caricia amante, mientras que un fuego que no era el<br />

calor del hogar subía desde sus pies a su cuerpo e inyectaba en sus venas la viva<br />

electricidad que en la bestia se llama placer y en el hombre amor.<br />

En este momento de extrañas sensaciones, Juana se vio a sí misma en un espejo que<br />

había en un panel, detrás de Endimión. Su vestido se había deslizado de sus hombros<br />

sobre la alfombra. La seda, arrastrada por el satén, había descendido hasta la mitad de<br />

los brazos blancos y redondos.<br />

Dos ojos negros, dulces y voluptuosos, brillantes de deseo, los ojos de Juana, golpearon<br />

a Juana en lo más profundo del corazón. Se veía bella, joven y ardiente, y se confesaba<br />

que en todo lo que la rodeaba, nada, ni siquiera el mismo Endimión, era digno de ser<br />

amado. Se acercó al mármol para ver si Endimión se animaba y si antes la criatura<br />

mortal desdeñaría a la diosa.<br />

Este transporte la embriagó; inclinó la cabeza hacia un lado con estremecimientos<br />

desconocidos; apoyó los labios sobre su propia carne palpitante, y como no había<br />

dejado de mirar ávidamente los ojos que la llamaban desde el cristal, su languidez se fue<br />

acentuando, un hondo suspiro pareció que le vaciase el pecho, y terminó cayendo casi<br />

inerte en el lecho...<br />

XXVI<br />

<strong>LA</strong> «ACA<strong>DE</strong>MIA» <strong>DE</strong> BEAUSIRE<br />

Beausire había seguido al pie de la letra el consejo del dominó azul, y regresó a lo que<br />

llamaba su academia.<br />

El digno amigo de Olive, impresionado por la enorme cifra de dos millones,<br />

consideraba todavía la exclusión que sus colegas habían hecho de él en la velada, no

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