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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—¿Queda alguien en la casa?<br />

—No, madame, nadie, pero es imposible que madame se quede sola; convendría que se<br />

quedase una camarera por si madame necesitase algo.<br />

—No necesito nada. Tomad, para que os divirtáis.<br />

Un murmullo jubiloso de todos y unas palabras de gratitud de unos criados muy<br />

educados fue su respuesta, y una reverencia de la mejor escuela doméstica.<br />

Juana los oía más allá de la puerta, diciéndose que la suerte les acababa de proteger con<br />

una dueña como no había otra. Cuando ya no los oyó, corrió los cerrojos y exclamó con<br />

acento de triunfo:<br />

—¡Sola! Estoy sola aquí, en mi casa.<br />

Encendió un candelabro de tres brazos en el vestíbulo y cerró la puerta de la antesala.<br />

Entonces comenzó una escena muda y singular que hubiera interesado vivamente a uno<br />

de esos espectadores nocturnos que las ficciones del poeta han hecho planear por<br />

encima de las ciudades y de los palacios. Juana recorría sus estados; admiraba una<br />

habitación tras otra, donde el menor detalle adquiría a sus ojos un inmenso valor desde<br />

el momento en que el egoísmo del propietario había reemplazado la curiosidad del<br />

espectador.<br />

El apartamento tenía el suelo de tabla y estaba regiamente amueblado, lo mismo los dos<br />

comedores que los salones y el gabinete de recepción.<br />

El mobiliario no era tan ostentoso como el de la Guimard, ni tan coquetón como el de<br />

los amigos de monsieur de Soubise, pero tenía distinción, aunque nada era nuevo. La<br />

casa le había gustado menos a Juana si se hubiera amueblado la víspera expresamente<br />

para ella.<br />

Estas riquezas antiguas, desdeñadas por las damas esclavas de la moda; estos<br />

maravillosos muebles de ébano tallado; estas arañas y girándulas de cristal, cuyos<br />

dorados brazos despedían brillantes lirios de fuego; estos relojes góticos, obras maestras<br />

de orfebrería y de esmalte; estos biombos bordados con figuras chinescas; estos<br />

enormes jarrones del Japón llenos de flores exóticas; estas puertas en grisaille, o en<br />

color de Boucher, o de Watteau, proporcionaban a la nueva propietaria un indecible<br />

éxtasis.<br />

Aquí, sobre una chimenea, dos tritones dorados surgían de los haces de coral, a cuyas<br />

ramas se enroscaban como los frutos de todas las fantasías de la joyería de la época.<br />

Más lejos, en una consola de madera dorada y sobre un blanco mármol, un elefante de<br />

un verde claro, con las orejas adornadas con unas arracadas de zafiro, tenía en el lomo<br />

una torre llena de perfumes y de pomos de esencias.<br />

Libros femeninos dorados y con arabescos de oro en los ángulos, brillaban en la librería<br />

de palo de rosa.<br />

Un mueble de finas tapicerías de los gobelinos, obra maestra de paciencia que había<br />

costado cien mil libras sólo en manufactura, llenaba un pequeño salón gris y oro, donde<br />

cada panel era una tela oblonga pintada por Vernet o por Greuze. En el gabinete de<br />

trabajo había los mejores retratos de Chardin y las mejores terracotas de Clodion.<br />

Todo atestiguaba no el apresuramiento que un nuevo rico pone en satisfacer su fantasía<br />

o la de su dueña, sino el largo y paciente trabajo de aquellos ricos de otros tiempos que<br />

a los tesoros heredados agregaban los tesoros que heredarían sus hijos.<br />

Juana examinó primero el conjunto, y luego se detuvo en cada habitación, fijándose en<br />

todos los detalles. Y como el dominó la estorbaba y el corsé la oprimía, entró en su<br />

dormitorio, se desnudó y se puso un peinador de seda acolchada, una prenda que<br />

nuestras madres, poco escrupulosas cuando se trataba de poner un nombre a la ropa<br />

íntima, le pusieron uno que no nos decidimos a escribir.

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