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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—Os engañáis, entonces; no soy quien vos creéis.<br />

—Ya lo creo, señor cardenal; no lo neguéis, aunque es lógico, por otro lado; aun cuando<br />

yo no os conociera, la dama a la cual sirvo de caballero me encarga que os diga que ella<br />

os ha reconocido en el acto.<br />

Se inclinó hacia mademoiselle Olive y le dijo en voz baja:<br />

—Haced señal de que sí. Hacedla cada vez que yo os apriete el brazo.<br />

Ella asintió con los ojos.<br />

—Me asombráis —repuso el cardenal, desorientado—. ¿Quién es la dama que os<br />

acompaña?<br />

—Yo creía que vos la habíais reconocido ya. Ella sí os ha conocido. Claro que los<br />

celos...<br />

—¿La dama está celosa de mí?<br />

—No diríamos eso —dijo el desconocido con cierta altivez.<br />

—¿Qué es lo que os están diciendo? —preguntó vivamente Juana de la Motte, a la cual<br />

el diálogo en alemán, ininteligible para ella, estaba contrariando.<br />

—Nada, nada.<br />

—Madame —dijo entonces el cardenal a Olive—, decidme una palabra, os lo ruego, y<br />

prometo adivinar quién sois con esa sola palabra.<br />

Monseñor de Rohan había hablado en alemán, pero ella no comprendió una palabra, y<br />

se inclinó hacia el dominó azul, quien le dijo:<br />

—Os ruego que no habláis.<br />

Este misterio avivó la curiosidad del cardenal.<br />

—Una palabra en alemán no compromete, madame.<br />

El dominó azul, que fingía recibir órdenes de Olive, repuso:<br />

—Señor cardenal, he aquí las palabras exactas de madame: «Ese que no vela siempre el<br />

pensamiento, ese cuya imaginación no reemplaza la presencia del objeto amado, ése no<br />

ama; se equivocaría al decirlo.»<br />

El cardenal pareció como si el sentido de estas palabras le hubiese golpeado. Su actitud<br />

expresó la mayor sorpresa, respeto, exaltación, devoción; después, los brazos le cayeron<br />

a lo largo del cuerpo.<br />

—Es imposible —murmuró en francés.<br />

—¿Qué es imposible? —preguntó Juana de la Motte, que acababa de comprender estas<br />

únicas palabras de la conversación.<br />

—Nada, madame, nada.<br />

—Monseñor, creo que me hacéis jugar un triste papel —dijo con acritud.<br />

Y soltó el brazo del cardenal, sin que éste se diese cuenta debido a lo que le intrigaba la<br />

dama alemana.<br />

—Madame, estas palabras que vuestro compañero me ha dicho en nombre vuestro...<br />

¿Son versos alemanes que yo he leído en una casa conocida de vos, quizá?<br />

El desconocido apretó el brazo de Olive.<br />

Ella afirmó con la cabeza.<br />

El cardenal se estremeció.<br />

—Esa casa, ¿no se llama Schoenbrunn?<br />

—Sí —repitió Olive con un gesto.<br />

—¿Fueron escritas en una tabla de cerezo con un punzón de oro por una mano augusta?<br />

—Sí —volvió a afirmar Olive.<br />

El cardenal se detuvo. Una especie de convulsión le agitaba. Vaciló y tendió la mano<br />

para buscar un punto de apoyo.<br />

Juana de la Motte acechaba a dos pasos el resultado de la extraña escena. El brazo del<br />

cardenal se apoyó en el del dominó azul, diciendo:

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