EL COLLAR DE LA REINA
El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848 El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848
—¿Que adoraríais si...? —Si vos lo permitieseis —se apresuró a responder el cardenal. —Monseñor, yo os lo permitiré, quizá cuando la fortuna me haya sonreído lo bastante como para que vos os ahorréis el caer a mis pies y besar mis manos demasiado pronto. —¿Cómo? —Sí; cuando yo haya recibido todos vuestros favores, entonces no supondréis que me mueve al recibiros ningún interés. Entonces vuestra protección se ennoblecerá, ganando yo y no perdiendo vos. —Condesa, me estáis imponiendo condiciones inaceptables. —¿Cómo? —Me impedís que os haga la corte. —¡Qué error! ¿Es que para hacer la corte a una mujer no hay más medio que la genuflexión y la rendición? —Decidme, condesa: ¿qué es lo que me está permitido? —Todo lo que sea compatible con mis gustos y mis deberes. —Habéis acotado los dos terrenos más imprecisos que hay en el mundo. —Os habéis precipitado al interrumpirme, monseñor; tengo que agregar todavía un tercero. —Dios mío, ¿cuál? —El de mis caprichos. —Estoy perdido. —¿Retrocedéis ahora? Al cardenal le angustiaban menos sus propias consideraciones que la seducción que reconocía en su provocativa asociada. —No, no retrocederé. —¿Ni ante mis deberes? —Ni ante vuestros deberes ni ante vuestros caprichos. —¿La prueba? —Pedid. —Quiero ir esta noche al baile de la Ópera. —Eso es asunto vuestro, condesa; sois libre como el aire, y yo no veo nada que os pueda impedir ir al baile de la Ópera. —Vos no veis más que la mitad de mi deseo. La otra mitad es que vos vayáis conmigo. —¿Yo a la Ópera? ¡Condesa...! Y el cardenal retrocedió un paso, luego otro, mirando a Juana de la Motte como si no creyese que ella era ella. —¿Veis como ya no queréis complacerme? —Un cardenal no va al baile de la Ópera, condesa; es como si yo os propusiera que entrásemos en... en un fumadero. —Un cardenal no baila, ¿es eso? —Sí. —¿Y cómo he leído que el cardenal de Richelieu había bailado una zarabanda? —Delante de Ana de Austria, sí. —Delante de una reina. Muy bien. Vos lo haríais quizá por una reina... El príncipe enrojeció, a pesar de su aplomo y su facilidad para salir airoso de cualquier dificultad. Ya fuera porque la perversa criatura le tuviera piedad o porque él no quiso insistir en el fastidioso tema, ella lo resolvió con la más graciosa sonrisa, diciéndole:
—Sería lógico que me sintiese herida al ver que no haríais por mí lo que haríais por una reina, pero lo comprendo, aunque creo que un dominó y un antifaz... Pero si vos lo rehusáis, ni un reproche, ni uno, mi estimado cardenal. El cardenal no cabía en sí de satisfacción ante la victoria que Juana le proporcionaba con su extraordinario tacto, diciéndose que era una mujer maravillosa, e inesperadamente le cogió con un fervor sospechoso las manos, diciéndole: —Por vos, todo; si digo todo, quiero decir hasta lo imposible. —Gracias, monseñor. El hombre que se dispone a hacer ese sacrificio por mí es mi amigo más preciado, pero os dispenso de ese compromiso ahora que lo habéis aceptado. —No, no; ya no se puede retroceder. Lo que se ofreció, se cumple. Condesa, os pertenezco... en dominó. —Pues vamos a la calle Saint-Denis, cerca de la Ópera; sin quitarme el antifaz, compraré en una tienda una máscara y un dominó para vos; podréis vestiros en la carroza. —Condesa, es una aventura encantadora, ¿lo sabéis? —Monseñor, sois para mí de una bondad que me confunde, pero... pienso que quizá en el palacio de Rohan Vuestra Excelencia habría encontrado un dominó más a su gusto que el que conseguiremos ahora. —Veo una malicia imperdonable, condesa. Si voy al baile de la Ópera, creed una cosa... —¿Cuál, monseñor? —Me sorprenderá tanto verme allí como a vos el cenar con un hombre que no es vuestro marido. Juana pensó que no debía contestar, y le agradeció que él no insistiera en la alusión a la reciente cena. Poco después, una carroza sin armas se detuvo frente a la puerta de la casa, e inmediatamente arrancó a trote largo, en dirección hacia los bulevares. XXII ALGUNAS PALABRAS SOBRE LA OPERA La Ópera, ese templo del placer de París, se incendió en el mes de junio del año 1781. Veinte personas murieron en la catástrofe, y como dieciocho años después se repitió el mismo fatídico acontecimiento, el emplazamiento habitual de la Ópera pareció como una fatalidad que truncaba las alegrías parisienses, y el rey ordenó que se construyese el nuevo edificio en un distrito menos céntrico. Para los vecinos fue una constante preocupación que esta ciudad de tela y de madera, de cartón y de pinturas, no corriese ningún riesgo. La Ópera indemne consolaba el corazón de los financieros y de las gentes de calidad e igualaba los rangos y las fortunas. La Ópera ardiendo podía destruir un distrito, la ciudad entera. No se necesitaba más que un viento caprichoso. El emplazamiento elegido fue la puerta de Saint-Martin. El rey, apenado al ver que su ciudad de París iba a quedarse sin Ópera durante mucho tiempo, se entristeció como cuando la llegada del grano se retrasaba o el pan sobrepasaba en siete soles las cuatro libras. Habría que ver a la vieja nobleza, a la abogacía, al ejército y a la finanza desorientados por ese vacío; era penoso ver errar por los paseos a las divinidades sin asilo, desde el director de danza hasta la ilustre cantatriz. Para consolar al rey, y también a la reina, se presentó a Sus Majestades un arquitecto, Lenoir, que prometía montes y montañas. El insigne caballero tenía proyectos inéditos, y un sistema de circulación tan perfecto que, incluso en caso de incendio, nadie se
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—¿Que adoraríais si...?<br />
—Si vos lo permitieseis —se apresuró a responder el cardenal.<br />
—Monseñor, yo os lo permitiré, quizá cuando la fortuna me haya sonreído lo bastante<br />
como para que vos os ahorréis el caer a mis pies y besar mis manos demasiado pronto.<br />
—¿Cómo?<br />
—Sí; cuando yo haya recibido todos vuestros favores, entonces no supondréis que me<br />
mueve al recibiros ningún interés. Entonces vuestra protección se ennoblecerá, ganando<br />
yo y no perdiendo vos.<br />
—Condesa, me estáis imponiendo condiciones inaceptables.<br />
—¿Cómo?<br />
—Me impedís que os haga la corte.<br />
—¡Qué error! ¿Es que para hacer la corte a una mujer no hay más medio que la<br />
genuflexión y la rendición?<br />
—Decidme, condesa: ¿qué es lo que me está permitido?<br />
—Todo lo que sea compatible con mis gustos y mis deberes.<br />
—Habéis acotado los dos terrenos más imprecisos que hay en el mundo.<br />
—Os habéis precipitado al interrumpirme, monseñor; tengo que agregar todavía un<br />
tercero.<br />
—Dios mío, ¿cuál?<br />
—El de mis caprichos.<br />
—Estoy perdido.<br />
—¿Retrocedéis ahora?<br />
Al cardenal le angustiaban menos sus propias consideraciones que la seducción que<br />
reconocía en su provocativa asociada.<br />
—No, no retrocederé.<br />
—¿Ni ante mis deberes?<br />
—Ni ante vuestros deberes ni ante vuestros caprichos.<br />
—¿La prueba?<br />
—Pedid.<br />
—Quiero ir esta noche al baile de la Ópera.<br />
—Eso es asunto vuestro, condesa; sois libre como el aire, y yo no veo nada que os<br />
pueda impedir ir al baile de la Ópera.<br />
—Vos no veis más que la mitad de mi deseo. La otra mitad es que vos vayáis conmigo.<br />
—¿Yo a la Ópera? ¡Condesa...!<br />
Y el cardenal retrocedió un paso, luego otro, mirando a Juana de la Motte como si no<br />
creyese que ella era ella.<br />
—¿Veis como ya no queréis complacerme?<br />
—Un cardenal no va al baile de la Ópera, condesa; es como si yo os propusiera que<br />
entrásemos en... en un fumadero.<br />
—Un cardenal no baila, ¿es eso?<br />
—Sí.<br />
—¿Y cómo he leído que el cardenal de Richelieu había bailado una zarabanda?<br />
—Delante de Ana de Austria, sí.<br />
—Delante de una reina. Muy bien. Vos lo haríais quizá por una reina...<br />
El príncipe enrojeció, a pesar de su aplomo y su facilidad para salir airoso de cualquier<br />
dificultad.<br />
Ya fuera porque la perversa criatura le tuviera piedad o porque él no quiso insistir en el<br />
fastidioso tema, ella lo resolvió con la más graciosa sonrisa, diciéndole: