EL COLLAR DE LA REINA
El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848 El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848
—Porque no es muy corriente ver un retrato de madre (notad que ese retrato es de madre y no de emperatriz) en otras manos que no sean... —Acabad. —Que no sean las de una hija... —¡La reina! —exclamó Louis de Rohan, en tono tan sincero que hizo dudar a Juana—. La reina. Su Majestad, ha venido a vuestra casa. —¿Vos no habíais adivinado quién era ella, monseñor? —Pues no —dijo el cardenal, con sencillez—. En Hungría es costumbre que los retratos de los príncipes reinantes pasen de familia en familia. Yo, por ejemplo, que no soy ni hijo, ni hermano, ni pariente de María Teresa, tengo un retrato de ella conmigo. —¿Con vos, monseñor? —Mirad —dijo fríamente el cardenal, y se sacó de un bolsillo una tabaquera que enseñó a Juana, la cual estaba desconcertada. »Pensad —agregó él— que si yo tengo este retrato, a pesar de no tener el honor de pertenecer a la familia imperial, también otro puede haber olvidado en vuestra casa ese retrato, sin que tenga que ser de la augusta casa de Austria. Juana se calló. Ella tenía los instintos de la diplomacia, pero le faltaba todavía la práctica. —Entonces, según vos —continuó el príncipe Louis—, es la reina María Antonieta quien os hizo una visita. —La reina acompañada de otra dama. —¿Madame de Polignac? —No lo sé. —¿Madame de Lamballe? —Una mujer joven, muy bella y muy discreta. —¿Mademoiselle de Taverney quizá? —Es posible; no la conozco. —Entonces, si Su Majestad os ha visitado, estáis bajo la protección de la reina. Es un gran paso a favor vuestro. —Eso creo, monseñor. —Su Majestad, y perdonadme esta pregunta, ¿fue generosa con vos? —Me dio cien luises. —Su Majestad no es rica, sobre todo en este momento. —Por eso es doble mi reconocimiento. —¿Y vos le habéis demostrado algún interés particular? —Uno muy importante. —Entonces —dijo el prelado, muy pensativo y olvidando a la protegida para pensar en la protectora—, no tendréis que hacer más que una cosa. —¿Cuál? —Entrar en Versalles. La condesa sonrió. —No queramos ignorar, condesa, que ésa es la verdadera dificultad. La condesa sonrió otra vez, más intencionadamente que antes. El cardenal también sonrió, diciendo: —Vos, como otras provincianas, nunca dudáis. Porque habéis visto Versalles con sus verjas que se abren y las escaleras que se suben, creéis que todo el mundo abre verjas y sube esas escaleras. ¿Habéis visto los monstruos de bronce, de mármol o de plomo que adornan el parque y las terrazas de Versalles? —Sí, monseñor.
—Hipogrifos, quimeras, gorgonas y otras bestias malignas por centenares; pues figuraos diez veces más bestias vivientes entre los príncipes y sus séquitos, a los que hay que temer. —Vuestra Eminencia me ayudará entonces a atravesar las filas de esos monstruos, si me cierran el paso. —Bien o mal, lo procuraré. Pero, si pronunciáis mi nombre, si descubrís vuestro talismán, bastarán dos visitas para que todo sea inútil. —Felizmente —dijo la condesa—, estoy guardada por este lado por la protección de la reina, y si entro en Versalles, será con el pie derecho. —¿Cómo, condesa? —Señor cardenal, es mi secreto..., pero no, ya no lo es, porque no quiero tener secretos para mi más generoso protector. —¿Hay más, entonces? —Sí, monseñor; hay más, pero a vos os bastará con saber... —¿Qué? —Que mañana iré a Versalles, y espero que seré bien recibida. Al cardenal el aplomo de Juana le pareció una consecuencia directa de los primeros vapores de la cena. —Condesa —dijo, riéndose—, veremos si entráis. —¿Tendríais tanta curiosidad como para hacerme seguir? —La tendría. —Pues insisto en lo que he dicho. —Desde mañana desconfiad, condesa, aunque ya anuncié vuestro interés en entrar en Versalles. —En los pequeños apartamentos, sí, monseñor. —Os aseguro, condesa, que sois un enigma. —¿Uno de esos pequeños monstruos del parque de Versalles? —Me creéis un hombre de gusto, ¿verdad? —Ciertamente, monseñor. —Pues como me encuentro a vuestras plantas y tomo y beso vuestra mano, no podéis hacerme creer que pongo mis labios en una garra o una mano en la cola de un pez. —Os suplico, monseñor, que recordéis —dijo fríamente Juana— que no soy ni una modistilla ni una suripanta de la Ópera. Me pertenezco a mí misma, aun cuando no perteneciese a mi marido, y me siento igual que todo ser humano en este reino libre para elegir espontáneamente el día en que me plazca al hombre que haya sabido complacerme. Así, monseñor, respetadme un poco y respetad también la nobleza a la cual pertenecemos los dos. El cardenal se levantó, diciendo: —Vos queréis que yo os ame seriamente. —Yo no digo esto, señor cardenal, pero yo quiero amaros. Creedme, cuando el momento llegue, lo adivinaréis fácilmente. Yo os lo haré saber si no lo advertís, porque me sentiré bastante joven y bastante aceptable para no temer insinuarme a vos. —Condesa —dijo el cardenal—, yo os aseguro que si no dependiese más que de mí, vos me amaríais. —Veremos. —Sentís ya amistad por mí, ¿no es eso? —Más. —¿De verdad? Entonces estamos ya a mitad del camino. —No midamos el camino con ninguna vara. —Condesa, sois una mujer que yo adoraría...
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—Hipogrifos, quimeras, gorgonas y otras bestias malignas por centenares; pues figuraos<br />
diez veces más bestias vivientes entre los príncipes y sus séquitos, a los que hay que<br />
temer.<br />
—Vuestra Eminencia me ayudará entonces a atravesar las filas de esos monstruos, si me<br />
cierran el paso.<br />
—Bien o mal, lo procuraré. Pero, si pronunciáis mi nombre, si descubrís vuestro<br />
talismán, bastarán dos visitas para que todo sea inútil.<br />
—Felizmente —dijo la condesa—, estoy guardada por este lado por la protección de la<br />
reina, y si entro en Versalles, será con el pie derecho.<br />
—¿Cómo, condesa?<br />
—Señor cardenal, es mi secreto..., pero no, ya no lo es, porque no quiero tener secretos<br />
para mi más generoso protector.<br />
—¿Hay más, entonces?<br />
—Sí, monseñor; hay más, pero a vos os bastará con saber...<br />
—¿Qué?<br />
—Que mañana iré a Versalles, y espero que seré bien recibida.<br />
Al cardenal el aplomo de Juana le pareció una consecuencia directa de los primeros<br />
vapores de la cena.<br />
—Condesa —dijo, riéndose—, veremos si entráis.<br />
—¿Tendríais tanta curiosidad como para hacerme seguir?<br />
—La tendría.<br />
—Pues insisto en lo que he dicho.<br />
—Desde mañana desconfiad, condesa, aunque ya anuncié vuestro interés en entrar en<br />
Versalles.<br />
—En los pequeños apartamentos, sí, monseñor.<br />
—Os aseguro, condesa, que sois un enigma.<br />
—¿Uno de esos pequeños monstruos del parque de Versalles?<br />
—Me creéis un hombre de gusto, ¿verdad?<br />
—Ciertamente, monseñor.<br />
—Pues como me encuentro a vuestras plantas y tomo y beso vuestra mano, no podéis<br />
hacerme creer que pongo mis labios en una garra o una mano en la cola de un pez.<br />
—Os suplico, monseñor, que recordéis —dijo fríamente Juana— que no soy ni una<br />
modistilla ni una suripanta de la Ópera. Me pertenezco a mí misma, aun cuando no<br />
perteneciese a mi marido, y me siento igual que todo ser humano en este reino libre para<br />
elegir espontáneamente el día en que me plazca al hombre que haya sabido<br />
complacerme. Así, monseñor, respetadme un poco y respetad también la nobleza a la<br />
cual pertenecemos los dos.<br />
El cardenal se levantó, diciendo:<br />
—Vos queréis que yo os ame seriamente.<br />
—Yo no digo esto, señor cardenal, pero yo quiero amaros. Creedme, cuando el<br />
momento llegue, lo adivinaréis fácilmente. Yo os lo haré saber si no lo advertís, porque<br />
me sentiré bastante joven y bastante aceptable para no temer insinuarme a vos.<br />
—Condesa —dijo el cardenal—, yo os aseguro que si no dependiese más que de mí, vos<br />
me amaríais.<br />
—Veremos.<br />
—Sentís ya amistad por mí, ¿no es eso?<br />
—Más.<br />
—¿De verdad? Entonces estamos ya a mitad del camino.<br />
—No midamos el camino con ninguna vara.<br />
—Condesa, sois una mujer que yo adoraría...