EL COLLAR DE LA REINA
El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848 El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848
Después, viendo que se dejaba arrastrar, ante un gesto que hizo el príncipe, dijo, dando un paso atrás: —Monseñor, ruego a Vuestra Eminencia que me invite a cenar. El cardenal se quitó la capa y acercó una silla a la condesa. Vestía un traje civil que le cuadraba muy bien. Al instante comenzó su oficio de maître de hotel. La cena estuvo servida en un momento, pero antes de que apareciese el primer criado, Juana se puso el antifaz. —Soy yo quien debería taparse el rostro —dijo el cardenal—, porque vos estáis en vuestra casa y el extraño aquí soy yo. Juana se echó a reír, pero no se quitó la máscara. Y a pesar del placer y de la sorpresa que la acosaban, hizo honor a la comida. El cardenal, como ya hemos dicho y repetido, era un hombre de gran corazón y de un espíritu magnífico. Su gran conocimiento de las cortes más civilizadas de Europa, gobernadas por reinas; su costumbre de tratar mujeres, que en esta época complicaban más que resolvían todas las cuestiones políticas...; esa experiencia, transmitida por línea sanguínea, y multiplicada por un estudio personal...; todas estas cualidades tan raras hoy y ya raras entonces, hacían del príncipe un hombre extremadamente difícil de analizar por los diplomáticos, sus rivales, y por las mujeres, sus dueñas. Y era que sus buenas maneras y su altiva cortesía se defendían con una coraza que nadie podía atravesar. El cardenal, pues, se creía muy superior a Juana, y ella, provinciana llena de pretensiones y que bajo su falso orgullo no había podido ocultar su avidez, le parecía una fácil conquista, deseable por su belleza, por su espíritu, por lo que había en ella de provocativo y que aún seducía más a los hombres expertos que a los ingenuos. Quizá esta vez el cardenal, más incapaz de penetrar que de ser penetrado, se engañaba; el caso era que Juana, por muy bella que fuese, no le despertaba ningún recelo. Fue lo que perdió a este hombre superior. No se volvió únicamente menos fuerte de lo que era, sino que se empequeñeció. De María Teresa a Juana de la Motte la diferencia era demasiado grande para que un Rohan de su temple se tomase la pena de luchar. Así, una vez empezada la guerra, Juana, que comprendía que él creía aparente su inferioridad, se guardó de dejar ver su superioridad real; ella representaba el papel de la provinciana coqueta, se hizo la ingenua para conservar un adversario confiado en su fuerza y por consiguiente débil en sus ataques. El cardenal, que le había sorprendido en ella todos los movimientos que no pudo reprimir, la creyó embriagada con el regalo que le acababa de hacer, y, efectivamente, ella estaba embriagada porque el regalo estaba no sólo por encima de sus esperanzas, sino por encima de sus pretensiones. Únicamente el hombre olvidaba que era él quien estaba por debajo de la ambición y del orgullo de una mujer como Juana. Lo que por otra parte atenuaba la embriaguez en ella era la sucesión de deseos nuevos inmediatamente sustituidos por otros. —Vamos —dijo el cardenal, sirviendo a la condesa vino de Chipre en una pequeña copa de cristal con borde de oro—, puesto que habéis firmado el contrato conmigo, no me disgustéis más, condesa. —¿Disgustaros? Nunca. —¿Me recibiréis algunas veces aquí sin demasiada repugnancia? —Nunca seré tan ingrata como para olvidar que estáis en vuestra casa. —¿En mi casa? Bah... —Sí, sí; en vuestra casa; en vuestra propia casa. —Puedo incomodarme.
—No lo quisiera. —Os pondré otras condiciones. —Pero id con cuidado. —¿Sobre qué? —Sobre todo. —Vos diréis. —Estoy en mi casa. —Y... —Y si yo encuentro vuestras condiciones poco razonables, llamo a mis agentes. El cardenal se echó a reír. —¿Lo veis? —No veo nada claro —contestó el cardenal. —Sí, acabáis de burlaros de mí. —¿Cómo? —Os estáis riendo. —El momento lo merece, creo. —Sí, el momento lo merece, aunque sabéis bien que si yo llamase a mis agentes, no me obedecerían. —Seguro que sí, o el diablo me confunda. —Monseñor... —¿Qué os ocurre? ¿Qué es lo que yo he hecho? —Habéis jurado, monseñor. —Yo no soy cardenal aquí, condesa; estoy en vuestra casa, y con muy buena suerte. Y también se rió. La condesa se dijo que decididamente era un hombre excelente. —A propósito —dijo de repente el cardenal, como si un pensamiento muy alejado de su espíritu se le ocurriese por azar—, ¿qué me decíais el otro día respecto a esas dos damas de caridad alemanas? —¿Esas dos damas del retrato? —dijo Juana, que habiendo visto a la reina esperaba la pregunta y ya tenía preparada la respuesta. —Sí, esas damas. —Monseñor, vos las conocéis mejor que yo, me parece. —¿Yo? Condesa, os habéis equivocado. ¿No queríais saber quiénes son? —Es natural que desee conocer a mis bienhechoras. —Si yo supiese quiénes son, vos lo sabríais ya. —Señor cardenal, ya os he dicho que vos las conocíais. —No. —Una palabra más y os llamo mentiroso. —Y yo me vengaré del insulto. —¿Cómo? Si me hacéis el honor de decírmelo. —Besándoos. —Señor embajador de la corte de Viena, amigo de la emperatriz María Teresa, a menos que no tenga el menor parecido, habéis reconocido el retrato de vuestra amiga. —Cierto, condesa; era el retrato de María Teresa. —Y os hacíais el ignorante, señor diplomático. —Aun cuando fuese cierto que yo hubiese reconocido a la emperatriz María Teresa, ¿adonde nos llevaría esto? —Habiendo reconocido el retrato de María Teresa, vos tenéis alguna sospecha de las mujeres a quienes el retrato pertenece. —¿Por qué pensáis vos que yo lo sabía? —preguntó el cardenal, un poco inquieto.
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Después, viendo que se dejaba arrastrar, ante un gesto que hizo el príncipe, dijo, dando<br />
un paso atrás:<br />
—Monseñor, ruego a Vuestra Eminencia que me invite a cenar.<br />
El cardenal se quitó la capa y acercó una silla a la condesa. Vestía un traje civil que le<br />
cuadraba muy bien. Al instante comenzó su oficio de maître de hotel.<br />
La cena estuvo servida en un momento, pero antes de que apareciese el primer criado,<br />
Juana se puso el antifaz.<br />
—Soy yo quien debería taparse el rostro —dijo el cardenal—, porque vos estáis en<br />
vuestra casa y el extraño aquí soy yo.<br />
Juana se echó a reír, pero no se quitó la máscara. Y a pesar del placer y de la sorpresa<br />
que la acosaban, hizo honor a la comida.<br />
El cardenal, como ya hemos dicho y repetido, era un hombre de gran corazón y de un<br />
espíritu magnífico.<br />
Su gran conocimiento de las cortes más civilizadas de Europa, gobernadas por reinas; su<br />
costumbre de tratar mujeres, que en esta época complicaban más que resolvían todas las<br />
cuestiones políticas...; esa experiencia, transmitida por línea sanguínea, y multiplicada<br />
por un estudio personal...; todas estas cualidades tan raras hoy y ya raras entonces,<br />
hacían del príncipe un hombre extremadamente difícil de analizar por los diplomáticos,<br />
sus rivales, y por las mujeres, sus dueñas.<br />
Y era que sus buenas maneras y su altiva cortesía se defendían con una coraza que nadie<br />
podía atravesar.<br />
El cardenal, pues, se creía muy superior a Juana, y ella, provinciana llena de<br />
pretensiones y que bajo su falso orgullo no había podido ocultar su avidez, le parecía<br />
una fácil conquista, deseable por su belleza, por su espíritu, por lo que había en ella de<br />
provocativo y que aún seducía más a los hombres expertos que a los ingenuos. Quizá<br />
esta vez el cardenal, más incapaz de penetrar que de ser penetrado, se engañaba; el caso<br />
era que Juana, por muy bella que fuese, no le despertaba ningún recelo.<br />
Fue lo que perdió a este hombre superior. No se volvió únicamente menos fuerte de lo<br />
que era, sino que se empequeñeció. De María Teresa a Juana de la Motte la diferencia<br />
era demasiado grande para que un Rohan de su temple se tomase la pena de luchar.<br />
Así, una vez empezada la guerra, Juana, que comprendía que él creía aparente su<br />
inferioridad, se guardó de dejar ver su superioridad real; ella representaba el papel de la<br />
provinciana coqueta, se hizo la ingenua para conservar un adversario confiado en su<br />
fuerza y por consiguiente débil en sus ataques.<br />
El cardenal, que le había sorprendido en ella todos los movimientos que no pudo<br />
reprimir, la creyó embriagada con el regalo que le acababa de hacer, y, efectivamente,<br />
ella estaba embriagada porque el regalo estaba no sólo por encima de sus esperanzas,<br />
sino por encima de sus pretensiones.<br />
Únicamente el hombre olvidaba que era él quien estaba por debajo de la ambición y del<br />
orgullo de una mujer como Juana. Lo que por otra parte atenuaba la embriaguez en ella<br />
era la sucesión de deseos nuevos inmediatamente sustituidos por otros.<br />
—Vamos —dijo el cardenal, sirviendo a la condesa vino de Chipre en una pequeña copa<br />
de cristal con borde de oro—, puesto que habéis firmado el contrato conmigo, no me<br />
disgustéis más, condesa.<br />
—¿Disgustaros? Nunca.<br />
—¿Me recibiréis algunas veces aquí sin demasiada repugnancia?<br />
—Nunca seré tan ingrata como para olvidar que estáis en vuestra casa.<br />
—¿En mi casa? Bah...<br />
—Sí, sí; en vuestra casa; en vuestra propia casa.<br />
—Puedo incomodarme.