EL COLLAR DE LA REINA
El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848 El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848
Este día, que marcaba la mitad de la Cuaresma, había baile de máscaras en la Ópera (), y estas damas no contaban con abandonar la plaza de la Vendóme más que para trasladarse inmediatamente al Palais Royal. Por entre ese gentío, quejicoso y burlón, entre frases de admiración y sobre todo de murmullos, la condesa de la Motte cruzó erguida y firme, con su máscara puesta y no dejando otras huellas de su paso que esta frase repetida de boca en poca: «Esa no debe de estar muy enferma.» Sin embargo, esta frase no implicaba la ausencia de comentarios, pues si madame de la Motte no estaba enferma, ¿qué buscaba en casa de Mesmer? Si la multitud estuviese, como nosotros, al corriente de los acontecimientos que acabamos de contar, hubiera encontrado muy simple este incidente. En efecto, madame de la Motte tenía necesidad de reflexionar con detenimiento sobre sus futuras relaciones con el cardenal de Rohan, y sobre todo había despertado su curiosidad la particular atención que el cardenal había prestado al tarjetero, olvidado o perdido en su casa. Y como en el nombre de la propietaria se reunía toda la revelación del súbito y gracioso cambio del cardenal, Juana de la Motte había elegido dos medios para llegar a conocer ese nombre. Primero recurrió al más simple. Fue a Versalles para informarse sobre la Oficina de Caridad de las damas alemanas, y es obvio decir que no recogió ninguna información. Las damas alemanas que vivían en Versalles eran muchas a causa de la simpatía que la reina sentía por sus compatriotas; su número oscilaba entre ciento cincuenta o doscientas. Todas eran muy caritativas, pero ninguna conocía la existencia de una Oficina de Caridad. Juana había, pues, pedido inútilmente información sobre las dos damas que habían ido a visitarla; había dicho inútilmente; que una de ellas se llamaba Andrea. No se conocía en Versalles ninguna dama alemana con este nombre, por cierto muy poco germano. La búsqueda, pues, no había aportado ningún resultado satisfactorio. Preguntar directamente al príncipe de Rohan el nombre que sospechaba, era dejarle ver que se tenía idea sobre él; y a continuación retirar el placer y el mérito de un descubrimiento hecho a pesar de todo el mundo y fuera de todas las posibilidades. Ya que había algo misterioso en la visita de estas damas a casa de Juana, algo misterioso en los asombros y en las reticencias de monsieur de Rohan, era preciso llegar a saber el nombre de tantos enigmas. No había por otra parte una atracción más poderosa para el carácter de Juana que la lucha con lo desconocido. Había oído decir que en París, desde hacía algún tiempo, un iluminado hombre que hacía milagros había encontrado el medio de expulsar del cuerpo humano las enfermedades y los dolores, como Cristo expulsaba los demonios del cuerpo de los poseídos. Ella sabía que ese hombre no sólo curaba los males psíquicos, sino que arrancaba del alma el doloroso secreto que le minaba. Se había visto, bajo su poderoso conjuro, relajarse dócilmente la voluntad atenazada de sus clientes. Así, en el sueño que sucedía a los dolores cuando el sabio médico había calmado el organismo más irritado, hundiéndolo en un olvido completo, el alma, feliz con el reposo que debía a su encantador, se sometía a la voluntad de su nuevo dueño, quien dirigía desde ese momento todas las operaciones, manejaba todos los hilos; también cada pensamiento de esa alma reconocida se le aparecía transmitido en una lengua que tenía sobre el idioma humano la ventaja o la desventaja de que nunca mentía. Bien pronto, saliendo del cuerpo que le servía de prisión a la primera orden del que momentáneamente la dominaba, esa alma socorría al mundo, se mezclaba con las
estantes almas, las sondeaba, las registraba despiadamente, y la beneficiaba tanto como el perro de caza que hace salir a la presa de la madriguera donde se esconde creyéndose segura. Esa alma, digo, acababa por hacer salir un secreto del corazón donde estuviese enterrado y terminaba por llevarla a los pies del maestro. Imagen bastante fiel del halcón que amaestrado por el halconero lleva a su redil a la perdiz o a la alondra designadas de antemano. De ahí la revelación de una cantidad de secretos maravillosos. Madame de Duras había encontrado de esta suerte un niño robado en su infancia; madame de Chantone, un perro inglés que tendría el tamaño de un puño y por el que ella habría dado todos los niños de la tierra, y monsieur de Vaudreuil un bucle por el que habría dado la mitad de su fortuna. Todo esto se había logrado por medio de videntes masculinos o femeninos, después de las operaciones magnéticas del doctor Mesmer. Así podía uno ir a buscar, en la casa del ilustre doctor, los secretos más idóneos para ejercer esta facultad de adivinación sobrenatural, y Juana de la Motte confiaba, luego de asistir a una sesión, en encontrar al fénix de sus curiosas búsquedas y descubrir por su mediación a la propietaria del tarjetero que era el objeto de sus más vivas preocupaciones. Por esa razón se mezcló con los enfermos que aguardaban en la sala. Si nuestros lectores nos lo permiten, vamos a ofrecerles una minuciosa descripción del consultorio. El apartamento se dividía en dos salas. Cuando se había cruzado el vestíbulo y exhibido el permiso necesario al servicio, se era admitido en un salón, donde las ventanas, herméticamente cerradas, interceptaban la luz y el aire, durante el día, y el ruido y el aire durante la noche. En el centro del salón y junto a un candelabro cuyas bujías daban muy poca luz había una cubeta cerrada por una tapa y sin ningún adorno. Era lo que llamaban la cubeta de Mesmer, ¿Qué misterio encerraba? Nada más simple de explicar. Estaba casi llena de agua, con unos principios sulfurosos, y esa agua concentraba sus miasmas para saturar las botellas colocadas metódicamente en el fondo de la cubeta y en posiciones diferentes. Había cruces de corrientes misteriosas bajo la influencia de las cuales los enfermos buscaban su curación. A la tapa estaba soldado un anillo de hierro sosteniendo una cuerda cuyo cometido vamos a conocer dirigiendo una mirada a los enfermos. Estos, que hemos visto entrar hace un momento en el hotel, estaban pálidos y languidecientes, sentados en sillones colocados alrededor de la cubeta. Hombres y mujeres mezclados, indiferentes, serios e inquietos, esperaban el resultado de la prueba. Un doméstico, cogiendo el extremo de esa cuerda atada a la tapa de la cubeta, la hacía dar vueltas alrededor de los miembros enfermos, de tal suerte que todos, ligados por la misma cadena, percibiesen al mismo tiempo los efectos de la electricidad contenida en el recipiente. Luego, a fin de no interrumpir ninguno de ellos la acción de los fluidos animales, transmitidos y modificados para cada naturaleza, los enfermos tenían cuidado, obedeciendo la recomendación del doctor, de tocarse el uno al otro con el codo, o con el hombro, o con los pies, por lo que la cubeta salvadora enviaba simultáneamente a todos los cuerpos su calor y su poderosa regeneración. La verdad es que era un curioso espectáculo esta ceremonia médica, y no es raro que excitase la curiosidad parisiense. Veinte o treinta enfermos, alineados alrededor de este recipiente; un criado, mudo como los asistentes, enlazándolos con una cuerda como Laocoonte y sus hijos en los anillos de sus serpientes; después, este mismo hombre se retiraba con paso furtivo, señalaba a los
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Este día, que marcaba la mitad de la Cuaresma, había baile de máscaras en la Ópera (), y<br />
estas damas no contaban con abandonar la plaza de la Vendóme más que para<br />
trasladarse inmediatamente al Palais Royal.<br />
Por entre ese gentío, quejicoso y burlón, entre frases de admiración y sobre todo de<br />
murmullos, la condesa de la Motte cruzó erguida y firme, con su máscara puesta y no<br />
dejando otras huellas de su paso que esta frase repetida de boca en poca: «Esa no debe<br />
de estar muy enferma.»<br />
Sin embargo, esta frase no implicaba la ausencia de comentarios, pues si madame de la<br />
Motte no estaba enferma, ¿qué buscaba en casa de Mesmer?<br />
Si la multitud estuviese, como nosotros, al corriente de los acontecimientos que<br />
acabamos de contar, hubiera encontrado muy simple este incidente.<br />
En efecto, madame de la Motte tenía necesidad de reflexionar con detenimiento sobre<br />
sus futuras relaciones con el cardenal de Rohan, y sobre todo había despertado su<br />
curiosidad la particular atención que el cardenal había prestado al tarjetero, olvidado o<br />
perdido en su casa.<br />
Y como en el nombre de la propietaria se reunía toda la revelación del súbito y gracioso<br />
cambio del cardenal, Juana de la Motte había elegido dos medios para llegar a conocer<br />
ese nombre. Primero recurrió al más simple. Fue a Versalles para informarse sobre la<br />
Oficina de Caridad de las damas alemanas, y es obvio decir que no recogió ninguna<br />
información.<br />
Las damas alemanas que vivían en Versalles eran muchas a causa de la simpatía que la<br />
reina sentía por sus compatriotas; su número oscilaba entre ciento cincuenta o<br />
doscientas. Todas eran muy caritativas, pero ninguna conocía la existencia de una<br />
Oficina de Caridad.<br />
Juana había, pues, pedido inútilmente información sobre las dos damas que habían ido a<br />
visitarla; había dicho inútilmente; que una de ellas se llamaba Andrea. No se conocía en<br />
Versalles ninguna dama alemana con este nombre, por cierto muy poco germano. La<br />
búsqueda, pues, no había aportado ningún resultado satisfactorio.<br />
Preguntar directamente al príncipe de Rohan el nombre que sospechaba, era dejarle ver<br />
que se tenía idea sobre él; y a continuación retirar el placer y el mérito de un<br />
descubrimiento hecho a pesar de todo el mundo y fuera de todas las posibilidades.<br />
Ya que había algo misterioso en la visita de estas damas a casa de Juana, algo<br />
misterioso en los asombros y en las reticencias de monsieur de Rohan, era preciso llegar<br />
a saber el nombre de tantos enigmas.<br />
No había por otra parte una atracción más poderosa para el carácter de Juana que la<br />
lucha con lo desconocido. Había oído decir que en París, desde hacía algún tiempo, un<br />
iluminado hombre que hacía milagros había encontrado el medio de expulsar del cuerpo<br />
humano las enfermedades y los dolores, como Cristo expulsaba los demonios del cuerpo<br />
de los poseídos.<br />
Ella sabía que ese hombre no sólo curaba los males psíquicos, sino que arrancaba del<br />
alma el doloroso secreto que le minaba. Se había visto, bajo su poderoso conjuro,<br />
relajarse dócilmente la voluntad atenazada de sus clientes.<br />
Así, en el sueño que sucedía a los dolores cuando el sabio médico había calmado el<br />
organismo más irritado, hundiéndolo en un olvido completo, el alma, feliz con el reposo<br />
que debía a su encantador, se sometía a la voluntad de su nuevo dueño, quien dirigía<br />
desde ese momento todas las operaciones, manejaba todos los hilos; también cada<br />
pensamiento de esa alma reconocida se le aparecía transmitido en una lengua que tenía<br />
sobre el idioma humano la ventaja o la desventaja de que nunca mentía.<br />
Bien pronto, saliendo del cuerpo que le servía de prisión a la primera orden del que<br />
momentáneamente la dominaba, esa alma socorría al mundo, se mezclaba con las