EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848 El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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comprenderme, porque sentiréis pena en ello, y yo no revelaré mis secretos a cualquiera, ningún ser vulgar me arrancará el velo. Digo cosas que no quiero de ninguna manera decir, y he aquí a veces por qué parezco decir otra cosa distinta de lo que digo.» Y Saint-Martin tenía razón. Había realmente alrededor de su obra defensores silenciosos y celosos de sus ideas, misterioso cenáculo donde nadie podía atravesar su oscuro y religioso misticismo. Así trabajaban, por la glorificación del alma y de la materia, todos soñando en el aniquilamiento de Dios y en el aniquilamiento de la religión de Cristo, estos dos seres que habían dividido en dos campos y en dos necesidades todos los espíritus inteligentes, todas las naturalezas elegidas de Francia. Así se agrupaban alrededor de la cubeta de Mesmer, donde borboteaba el bienestar, toda la vida de la sensualidad, todo el materialismo elegante de esta nación degenerada, mientras alrededor del libro de los errores y de la verdad, se reunían las almas piadosas, caritativas, amantes, sedientas de su realización después de haber saboreado las quimeras. Si por debajo de todas estas esferas privilegiadas, las ideas divergían o se embrollaban; si los ruidos que se evadían de todo ello se transformaban en truenos, o si las luces llegaban a ser relámpagos, se comprenderá el bosquejo del estado en el cual vivía la sociedad subalterna, es decir, la burguesía y el pueblo, lo que más tarde se llamaría la orden tercera, la cual adivinaba solamente que se ocupaban de ella, y que en su impaciencia y en su resignación ardía con el deseo de robar el fuego sagrado, como Prometeo, y de animar un mundo, que sería el suyo, y en el cual él arreglaría sus propios asuntos. Las conspiraciones, bajo la forma de conversación; las asociaciones, en el plan de círculos; los partidos sociales, en el estado de cuadrillas, o sea la guerra civil y la anarquía. He aquí lo que aparecía bajo todo esto al pensador, el cual no adivinaba todavía la segunda vida de esta sociedad. ¡Ay! Hoy que los velos han sido desgarrados, hoy que los Prometeos han sido diez veces quemados por el fuego que han robado ellos mismos, decimos lo que podía prever el pensador al final de este extraño siglo XVIII; no era sino la descomposición de un mundo, algo parecido a lo que pasó después de la muerte de César y antes del advenimiento de Augusto. Augusto fue el hombre que separó el mundo pagano del mundo cristiano, como Napoleón es el hombre que separó el mundo feudal del mundo democrático. Quizá acabamos de conducir a nuestros lectores a una digresión que habrá parecido un poco larga, pero en verdad hubiera sido difícil hablar de esta época sin rozar con la pluma las graves cuestiones que forman parte de nuestra carne y de nuestra vida. Ahora el esfuerzo está hecho; esfuerzo de un niño que raspa con su uña la herrumbre de una estatua antigua para leer bajo su herrumbre una inscripción cuyas tres cuartas partes han sido borradas. Volvamos, pues, a la apariencia. Y continuando ocupándonos de la realidad, diremos demasiado para el novelista y demasiado poco para el historiador. XVII LA CUBETA El bosquejo que hemos procurado hacer, en el anterior capítulo, del tiempo en que se vivía y de los hombres de los cuales se ocupaban en este instante, puede justificar a los ojos de nuestros lectores ese empeño inexplicable de los parisienses por el espectáculo de las curas conseguidas públicamente por Mesmer.

También el rey Luis XVI, que tenía, si no curiosidad, aprecio por las novedades que hacían furor en su amada ciudad de París, había complacido a la reina, con la condición de que la augusta dama iría acompañada de una princesa; el rey, digo, había permitido a la reina ir a ver por una vez lo que todo el mundo ya había visto. Sucedió a los dos días de la visita que el cardenal de Rohan había hecho a Juana de la Motte. El tiempo era más suave y el deshielo había llegado. Un ejército de barrenderos, felices y orgullosos de acabar con el invierno, apaleaban, con el ardor del soldado que abre una trinchera, las últimas nieves pisoteadas y fundidas en sucios arroyos. El cielo, azul y límpido, se iluminaba con las primeras estrellas cuando madame de la Motte, vestida elegantemente, con todas las apariencias de la riqueza, llegó en un coche de alquiler que el ama Clotilde había procurado fuera el más nuevo, y se detuvo en la plaza de la Vendóme, frente a una imponente mansión cuyas altas ventanas estaban espléndidamente iluminadas. Era la mansión del doctor Mesmer. Además del coche de alquiler de Juana de la Motte, había delante de esta casa buen número de carruajes y de sillas; y además, doscientos o trescientos curiosos golpeaban con los pies el helado pavimento y esperaban la salida de los enfermos curados o la entrada de los enfermos que se iban a curar. Estos, casi todos ricos y aristócratas, llegaban en sus carruajes con sus escudos de armas, se hacían bajar y llevar por lacayos, y estos coolies de nueva especie, envueltos en pieles o en mantos de satén, no eran un pequeño consuelo para los desgraciados, hambrientos y medio desnudos, que venteaban a la puerta esta prueba evidente que Dios hace a los hombres sanos o enfermos, sin consultar su árbol genealógico. Cuando uno de estos enfermos, de tez pálida y miembros lánguidos, había desaparecido por la gran puerta, un murmullo salía de los asistentes, y era raro que ese gentío curioso y poco inteligente, que veía juntarse a la puerta de los bailes o bajo los pórticos de los teatros toda esa aristocracia ávida de placeres, no reconociese a tal duque paralizado de un brazo, o de una pierna, a tal mariscal de campo cuyos pies se negaban a servirle, más que a causa de las fatigas de la marcha militar a causa de la obesidad conquistada en las casas de las damas de la ópera o de la comedia italiana. Hay que decir que las investigaciones del gentío no se detenían solamente en los hombres. También esta mujer que se veía pasar en brazos de sus «archiduques», la cabeza colgando y la mirada sin brillo, como las damas romanas que se apoyaban en sus esclavos de Tesalia, después de las comidas; esta dama, aquejada de dolores nerviosos, o debilitada por los excesos y las veladas, y que no había podido ser curada o resucitada por los comediantes de moda o los ángeles vigorosos de los cuales la Dugazon podía hacer tan maravillosos relatos, acudía a pedir a la cubeta de Mesmer lo que había buscado vanamente en otras partes. Y no se crea que exageramos a placer el envilecimiento de las costumbres. Es preciso confesar que en esa época habían sido asaltadas por la corrupción lo mismo las damas de la corte que las mujeres de teatro. Estas quitaban a las señoras del gran mundo sus amantes y sus maridos, y las otras robaban a las mujeres de teatro sus camaradas y sus «primos» a la moda de Bretaña. Algunas de estas damas eran tan conocidas de los hombres y sus nombres circulaban entre el gentío de una forma tan ruidosa, que muchas, tratando de evitar esta noche al menos el ruido y la publicidad, iban a casa de Mesmer con el rostro cubierto por una máscara de seda.

comprenderme, porque sentiréis pena en ello, y yo no revelaré mis secretos a cualquiera,<br />

ningún ser vulgar me arrancará el velo. Digo cosas que no quiero de ninguna manera<br />

decir, y he aquí a veces por qué parezco decir otra cosa distinta de lo que digo.»<br />

Y Saint-Martin tenía razón. Había realmente alrededor de su obra defensores silenciosos<br />

y celosos de sus ideas, misterioso cenáculo donde nadie podía atravesar su oscuro y<br />

religioso misticismo.<br />

Así trabajaban, por la glorificación del alma y de la materia, todos soñando en el<br />

aniquilamiento de Dios y en el aniquilamiento de la religión de Cristo, estos dos seres<br />

que habían dividido en dos campos y en dos necesidades todos los espíritus inteligentes,<br />

todas las naturalezas elegidas de Francia.<br />

Así se agrupaban alrededor de la cubeta de Mesmer, donde borboteaba el bienestar, toda<br />

la vida de la sensualidad, todo el materialismo elegante de esta nación degenerada,<br />

mientras alrededor del libro de los errores y de la verdad, se reunían las almas piadosas,<br />

caritativas, amantes, sedientas de su realización después de haber saboreado las<br />

quimeras.<br />

Si por debajo de todas estas esferas privilegiadas, las ideas divergían o se embrollaban;<br />

si los ruidos que se evadían de todo ello se transformaban en truenos, o si las luces<br />

llegaban a ser relámpagos, se comprenderá el bosquejo del estado en el cual vivía la<br />

sociedad subalterna, es decir, la burguesía y el pueblo, lo que más tarde se llamaría la<br />

orden tercera, la cual adivinaba solamente que se ocupaban de ella, y que en su<br />

impaciencia y en su resignación ardía con el deseo de robar el fuego sagrado, como<br />

Prometeo, y de animar un mundo, que sería el suyo, y en el cual él arreglaría sus<br />

propios asuntos.<br />

Las conspiraciones, bajo la forma de conversación; las asociaciones, en el plan de<br />

círculos; los partidos sociales, en el estado de cuadrillas, o sea la guerra civil y la<br />

anarquía. He aquí lo que aparecía bajo todo esto al pensador, el cual no adivinaba<br />

todavía la segunda vida de esta sociedad.<br />

¡Ay! Hoy que los velos han sido desgarrados, hoy que los Prometeos han sido diez<br />

veces quemados por el fuego que han robado ellos mismos, decimos lo que podía prever<br />

el pensador al final de este extraño siglo XVIII; no era sino la descomposición de un<br />

mundo, algo parecido a lo que pasó después de la muerte de César y antes del<br />

advenimiento de Augusto.<br />

Augusto fue el hombre que separó el mundo pagano del mundo cristiano, como<br />

Napoleón es el hombre que separó el mundo feudal del mundo democrático.<br />

Quizá acabamos de conducir a nuestros lectores a una digresión que habrá parecido un<br />

poco larga, pero en verdad hubiera sido difícil hablar de esta época sin rozar con la<br />

pluma las graves cuestiones que forman parte de nuestra carne y de nuestra vida.<br />

Ahora el esfuerzo está hecho; esfuerzo de un niño que raspa con su uña la herrumbre de<br />

una estatua antigua para leer bajo su herrumbre una inscripción cuyas tres cuartas partes<br />

han sido borradas.<br />

Volvamos, pues, a la apariencia. Y continuando ocupándonos de la realidad, diremos<br />

demasiado para el novelista y demasiado poco para el historiador.<br />

XVII<br />

<strong>LA</strong> CUBETA<br />

El bosquejo que hemos procurado hacer, en el anterior capítulo, del tiempo en que se<br />

vivía y de los hombres de los cuales se ocupaban en este instante, puede justificar a los<br />

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de las curas conseguidas públicamente por Mesmer.

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