EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848 El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

bibliotecarepolido
from bibliotecarepolido More from this publisher
26.01.2019 Views

MESMER Y SAINT-MARTIN Hubo un tiempo en que París, libre de negocios y lleno de oportunidades, se apasionaba por las cuestiones que hoy son monopolio de los ricos, de los que se llaman inútiles, de los sabios o de los perezosos. En 1784, o sea en la época en que nosotros estamos, la cuestión de moda que flotaba por encima de todo y se detenía en las cabezas un poco elevadas, como hace la niebla en las montañas, era el mesmerismo, una ciencia misteriosa y mal definida por sus inventores, que no teniendo necesidad de democratizar un descubrimiento, había tomado el nombre de un hombre, de un título aristocrático, en lugar de uno de esos nombres de ciencia arrancados del griego, con la ayuda de los cuales la pública modestia de los sabios modernos vulgariza hoy todo elemento científico. En efecto, ¿para qué democratizar en 1784 una ciencia? El pueblo, que desde hacía un siglo y medio no había sido consultado por los que lo gobernaban, ¿contaba para algo en el Estado? No; el pueblo era la tierra fecunda que aportaba la espléndida cosecha que había levantado, pero el dueño de la tierra era el rey y los cosechadores eran la nobleza. Hoy todo ha cambiado. Francia se parece a un viejo reloj de arena: durante novecientos años marcó la hora de la realeza; el dedo poderoso del Señor le dio vuelta, y durante siglos iba a marcar la hora del pueblo. En 1784 era, pues, una recomendación que algo llevase el nombre de un nombre, y hoy, por el contrario, el éxito sería un nombre de algo. Pero abandonemos este «hoy en día», para volver los ojos hacia el ayer. Frente a la eternidad, ¿qué valor tiene la distancia de medio siglo? La misma que existe entre la víspera y el día siguiente. El doctor Mesmer estaba en París, como María Antonieta nos lo dio a conocer por sí misma, pidiendo permiso al rey para hacerle una visita. Que se nos permita, pues, decir algunas palabras sobre el doctor Mesmer, cuyo nombre, aún hoy, retiene un pequeño número de adeptos, y en esa época que intentamos pintar se encontraba en todas las bocas. Hacia 1777, el doctor Mesmer había llegado de Alemania, ese país de los sueños brumosos, trayendo una ciencia todavía más llena de nubes y de relámpagos. Al resplandor de esos relámpagos, el sabio no veía más que las nubes que formaban alrededor de su cabeza una bóveda sombría; el vulgo no veía más que las luces. Mesmer había debutado en Alemania con una tesis sobre la influencia de los planetas. Había tratado de establecer que los cuerpos celestes, en virtud de la fuerza que producen sus atracciones, ejercen cierta influencia sobre los cuerpos animados, y particularmente sobre el sistema nervioso, por medio de un fluido sutil que llena el universo. Pero esta primera teoría era bastante abstracta. Era preciso, para comprenderla, estar iniciado en la ciencia de Galileo y de Newton. Era una mezcla de grandes variedades astronómicas con los sueños astrológicos, que no podía, no digamos popularizarse, pero sí aristocratizarse, porque fue necesario para esto que el cuerpo de la nobleza se convirtiera en sociedad de sabios. Mesmer abandonó, pues, este primer sistema para dedicarse al de los imanes. Los imanes, en esa época, eran muy estudiados; sus facultades simpáticas o antipáticas proporcionaban a los minerales una vida casi parecida a la humana, prestándoles las dos grandes pasiones de la humanidad: el amor y el odio. En consecuencia, se atribuía a los imanes virtudes sorprendentes para la curación de las enfermedades. Mesmer unía la acción de los imanes a su primer sistema e hizo ensayos para ver lo que podría deducir de esa unión.

Desgraciadamente para Mesmer, encontró al llegar a Viena un rival ya establecido. El rival se llamaba Hall y pretendía que Mesmer le había robado sus procedimientos. Ante esta situación, Mesmer, que era hombre de imaginación, declaró que abandonaría los imanes como inútiles y que no curaría más por el magnetismo mineral, sino por el magnetismo animal. Esta palabra, pronunciada como una palabra nueva, no describía, sin embargo, un descubrimiento nuevo; el magnetismo conocido desde la antigüedad, empleado en las iniciaciones egipcias y en el pitonismo griego, se había conservado en la Edad Media en calidad de tradición; algunos fragmentos de esta ciencia habían ocasionado los brujos de los siglos xiii, xiv y xv. Muchos murieron en la hoguera, y confesaron, en medio de las llamas, la religión extraña de la cual eran los mártires. Urbano Grandier no era más que un magnetizador. Mesmer había oído hablar de los milagros de esta ciencia. José Bálsamo, el héroe de uno de nuestros libros, había dejado la huella de su paso en Alemania, sobre todo en Estrasburgo, Mesmer se dedicó al estudio de esta ciencia, esparcida y desparramada como esos fuegos fatuos que corren por la noche por encima de los estanques; en fin, hizo una teoría completa, un sistema uniforme al cual dio el nombre de mesmerismo. Mesmer, llegado a este punto, comunicó su sistema a la Academia de Ciencias de París, a la Sociedad Real de Londres y a la Academia de Berlín; las dos primeras no le respondieron; la otra dijo que era un loco. Mesmer se acordó del filósofo griego que negaba el movimiento y al cual su antagonista confundió poniéndose a caminar. Vino a Francia, tomó de manos del doctor Storck y del oculista Wenzel una muchacha de diecisiete años atacada de una enfermedad al hígado y de aneurosis, y después de tres meses de tratamiento, la enferma estaba curada, la ciega podía ver. Esta curación convenció a mucha gente, y, entre otros, a un médico llamado Deslon, que de enemigo se convirtió en apóstol. A partir de este momento, la reputación de Mesmer fue creciendo; la Academia se declaró contra el novato y la corte se declaró en favor de él; las negociaciones fueron iniciadas por el Ministerio para invitar a Mesmer a enriquecer a la humanidad con la publicación de su doctrina. El doctor fijó su precio. Se regateó. De Breteuil le ofreció, en nombre del rey, una renta de veinte mil libras y diez mil para iniciar a tres personas, indicadas por el Gobierno, en la práctica de sus procedimientos. Pero Mesmer, indignado por la parsimonia real, rehusó y partió para las aguas de Spa con algunos de sus enfermos. Una catástrofe inesperada amenazaba a Mesmer. Deslon, su alumno Deslon, poseedor de los famosos secretos que Mesmer había rehusado vender por treinta mil libras anuales, abrió en su casa un tratamiento público con el método mesmeriano. Mesmer supo esta dolorosa nueva, gritó denunciando el robo, el fraude; creyó volverse loco. Entonces uno de sus enfermos, un tal De Bergasse (), tuvo la feliz idea de poner la ciencia del ilustre profesor en comandita y se creó un comité de cien personas con el capital de trescientas cuarenta mil libras, con la condición de que se revelaría la doctrina a los accionistas. Mesmer, dejando en prenda esta revelación, abandonó la capital y marchó a París. La hora era propicia. Hay instantes en la edad de los pueblos, principalmente aquellos que son épocas de transformación, en que la nación entera se detiene como delante de un obstáculo desconocido, duda y siente el abismo, al borde del cual ha llegado y que adivina sin verle.

Desgraciadamente para Mesmer, encontró al llegar a Viena un rival ya establecido. El<br />

rival se llamaba Hall y pretendía que Mesmer le había robado sus procedimientos. Ante<br />

esta situación, Mesmer, que era hombre de imaginación, declaró que abandonaría los<br />

imanes como inútiles y que no curaría más por el magnetismo mineral, sino por el<br />

magnetismo animal.<br />

Esta palabra, pronunciada como una palabra nueva, no describía, sin embargo, un<br />

descubrimiento nuevo; el magnetismo conocido desde la antigüedad, empleado en las<br />

iniciaciones egipcias y en el pitonismo griego, se había conservado en la Edad Media en<br />

calidad de tradición; algunos fragmentos de esta ciencia habían ocasionado los brujos de<br />

los siglos xiii, xiv y xv.<br />

Muchos murieron en la hoguera, y confesaron, en medio de las llamas, la religión<br />

extraña de la cual eran los mártires.<br />

Urbano Grandier no era más que un magnetizador.<br />

Mesmer había oído hablar de los milagros de esta ciencia.<br />

José Bálsamo, el héroe de uno de nuestros libros, había dejado la huella de su paso en<br />

Alemania, sobre todo en Estrasburgo, Mesmer se dedicó al estudio de esta ciencia,<br />

esparcida y desparramada como esos fuegos fatuos que corren por la noche por encima<br />

de los estanques; en fin, hizo una teoría completa, un sistema uniforme al cual dio el<br />

nombre de mesmerismo.<br />

Mesmer, llegado a este punto, comunicó su sistema a la Academia de Ciencias de París,<br />

a la Sociedad Real de Londres y a la Academia de Berlín; las dos primeras no le<br />

respondieron; la otra dijo que era un loco.<br />

Mesmer se acordó del filósofo griego que negaba el movimiento y al cual su antagonista<br />

confundió poniéndose a caminar. Vino a Francia, tomó de manos del doctor Storck y<br />

del oculista Wenzel una muchacha de diecisiete años atacada de una enfermedad al<br />

hígado y de aneurosis, y después de tres meses de tratamiento, la enferma estaba curada,<br />

la ciega podía ver.<br />

Esta curación convenció a mucha gente, y, entre otros, a un médico llamado Deslon, que<br />

de enemigo se convirtió en apóstol.<br />

A partir de este momento, la reputación de Mesmer fue creciendo; la Academia se<br />

declaró contra el novato y la corte se declaró en favor de él; las negociaciones fueron<br />

iniciadas por el Ministerio para invitar a Mesmer a enriquecer a la humanidad con la<br />

publicación de su doctrina. El doctor fijó su precio. Se regateó. De Breteuil le ofreció,<br />

en nombre del rey, una renta de veinte mil libras y diez mil para iniciar a tres personas,<br />

indicadas por el Gobierno, en la práctica de sus procedimientos. Pero Mesmer,<br />

indignado por la parsimonia real, rehusó y partió para las aguas de Spa con algunos de<br />

sus enfermos.<br />

Una catástrofe inesperada amenazaba a Mesmer. Deslon, su alumno Deslon, poseedor<br />

de los famosos secretos que Mesmer había rehusado vender por treinta mil libras<br />

anuales, abrió en su casa un tratamiento público con el método mesmeriano.<br />

Mesmer supo esta dolorosa nueva, gritó denunciando el robo, el fraude; creyó volverse<br />

loco. Entonces uno de sus enfermos, un tal De Bergasse (), tuvo la feliz idea de poner la<br />

ciencia del ilustre profesor en comandita y se creó un comité de cien personas con el<br />

capital de trescientas cuarenta mil libras, con la condición de que se revelaría la doctrina<br />

a los accionistas. Mesmer, dejando en prenda esta revelación, abandonó la capital y<br />

marchó a París.<br />

La hora era propicia. Hay instantes en la edad de los pueblos, principalmente aquellos<br />

que son épocas de transformación, en que la nación entera se detiene como delante de<br />

un obstáculo desconocido, duda y siente el abismo, al borde del cual ha llegado y que<br />

adivina sin verle.

Hooray! Your file is uploaded and ready to be published.

Saved successfully!

Ooh no, something went wrong!