EL COLLAR DE LA REINA
El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848 El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848
—Condesa, me estáis hablando como si estuvierais disgustada conmigo. —No, monseñor, porque vos no habéis provocado todavía mi cólera. —Ni la provocaré nunca, madame, desde este día en que tengo el placer de veros y conoceros. «Mi espejo, mi espejo», pensó Juana. —Desde hoy —continuó el cardenal— mi solicitud no os abandonará. —Cuidado, monseñor —dijo la condesa, que no había retirado su mano de las del cardenal—. Eso no. —¿Qué queréis decir? —No me habléis de vuestra protección. —Dios no quiera que pronuncie esta palabra. No es a vos a quien humillaría, sino a mí. —Entonces, señor cardenal, admitamos una cosa que me halagará mucho. —Si es así, madame, admitamos esa cosa. —Admitamos, monseñor, que vos habéis rendido una visita de cortesía a madame de la Motte-Valois. Nada más. —Y nada menos —repuso galante el cardenal. Y acercando los dedos de Juana a sus labios imprimió en ellos un largo beso. La condesa retiró la mano. —Es cortesía —dijo el cardenal con una seriedad exquisita. Juana le devolvió la mano, sobre la cual esta vez el prelado imprimió un beso completamente respetuoso. —Está bien así, monseñor. El cardenal se inclinó. —Sabed —continuó la condesa— que ocupar un sitio, por insignificante que sea, en la memoria de un hombre tan eminente y tan ocupado como vos, me consolará durante un año. —¿Un año? Es muy corto... Esperemos más, condesa. —No digo que no, señor cardenal —respondió ella sonriendo. «Señor cardenal» era una familiaridad que por segunda vez hacía culpable a Juana de la Motte. El prelado, irritable en su orgullo, hubiera podido sorprenderse, pero las cosas habían llegado a un punto que no sólo no se sorprendió, sino que se sintió satisfecho como si le hubieran concedido un favor. —Ah, la confianza... —exclamó él, aproximándose todavía más—. Tanto mejor, tanto mejor. —Tengo confianza, monseñor, porque yo siento en Vuestra Eminencia... —Decidme «monsieur» desde ahora, condesa. —Es preciso perdonadme, monseñor; yo no conozco la corte. Digo, pues, que siento confianza porque vos sois capaz de comprender un espíritu como el mío, inquieto y audaz, y un corazón puro. A pesar de las pruebas de la miseria, a pesar de los ataques que me han dirigido innobles enemigos, Vuestra Eminencia sabrá tomar de mí, de mis palabras, lo que hay de digno en ellas. Vuestra Eminencia sabrá ser indulgente. —Henos amigos, madame. ¿Está firmado, jurado? —Eso es lo que deseo. El cardenal se levantó y avanzó hacia Juana de la Motte, pero como tenía los brazos un poco más abiertos como para un simple juramento, ágil y graciosamente la condesa evitó el cerco. —Amistad entre tres —dijo ella con un inimitable acento de coquetería y de inocencia. —¿Cómo amistad entre tres? —¿Acaso no hay un pobre gendarme, un exiliado que se llama el conde de la Motte? —Oh, condesa..., ¡qué deplorable memoria poseéis!
—Es preciso que yo os hable de él, puesto que vos no lo hacéis. —¿Sabéis por qué yo no hablo de él, condesa? —¿Por qué? —Porque él hablará siempre bastante de sí mismo; los maridos no se olvidan jamás, creedme. —¿Y si él habla de sí mismo? —Entonces se hablará de vos, entonces se hablará de nosotros. —¿Cómo es posible? —Se dirá, por ejemplo, que el conde de la Motte ha encontrado bien, o ha encontrado mal, que el cardenal de Rohan visite tres, cuatro o cinco veces por semana a la condesa de la Motte, en la calle de Saint-Claude. —Pero vos no diréis tanto, señor cardenal. ¿Tres, cuatro, cinco veces por semana? —¿Dónde estaría la amistad entonces, condesa? Yo he dicho cinco veces, y me he equivocado. Serán seis o siete, las que haga falta, sin contar los días bisiestos. Juana se echó a reír. El cardenal notó que por primera vez hacía honor a sus bromas, y se sintió halagado. —¿Impediréis vos que no se hable? ¿Sabéis que es imposible? —Sí. —¿Y cómo? —De un modo muy simple; con derecho o sin él, el pueblo de París me conoce. —Cierto, tenéis razón, monseñor. —Pero vos tenéis la desgracia de que no se os conozca. —Justo. —Soslayemos la cuestión. —Soslayada; es decir... —Si vos queréis..., si, por ejemplo... . —Acabad. —¿Y si vos salís, en lugar de hacerme salir a mí? —¿Que yo vaya a vuestro palacio, monseñor? —Vois iríais a casa de un ministro. —Un ministro no es un hombre, monseñor. —Sois adorable. No se trata de un palacio; tengo una casa... —Un nido, digamos la palabra justa. —No, una casa de vuestra propiedad. —¿Una casa que me pertenece? ¿Dónde? Yo no sabía que tuviera una casa. El cardenal se levantó a la vez que decía: —Mañana, a las diez recibiréis su dirección. La condesa enrojeció, y el cardenal le tomó galantemente la mano. Y esta vez el beso fue respetuoso y a la vez tierno y audaz. Entonces se saludaron con esa especie de ceremoniosidad risueña que indica una próxima intimidad. —Alumbrad a monseñor, ama Clotilde. La vieja apareció con una luz en la mano, precediendo al prelado. «Creo, pues todo lo afirma —se dijo Juana— que hoy he dado un gran paso en el mundo.» «Vamos, vamos... —pensó el cardenal mientras subía a su carroza—. Hoy he hecho un doble negocio. Esta mujer tiene demasiado espíritu para no conquistar a la reina cuando me ha conquistado a mí.» XVI
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—¿Sabéis por qué yo no hablo de él, condesa?<br />
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—Porque él hablará siempre bastante de sí mismo; los maridos no se olvidan jamás,<br />
creedme.<br />
—¿Y si él habla de sí mismo?<br />
—Entonces se hablará de vos, entonces se hablará de nosotros.<br />
—¿Cómo es posible?<br />
—Se dirá, por ejemplo, que el conde de la Motte ha encontrado bien, o ha encontrado<br />
mal, que el cardenal de Rohan visite tres, cuatro o cinco veces por semana a la condesa<br />
de la Motte, en la calle de Saint-Claude.<br />
—Pero vos no diréis tanto, señor cardenal. ¿Tres, cuatro, cinco veces por semana?<br />
—¿Dónde estaría la amistad entonces, condesa? Yo he dicho cinco veces, y me he<br />
equivocado. Serán seis o siete, las que haga falta, sin contar los días bisiestos.<br />
Juana se echó a reír.<br />
El cardenal notó que por primera vez hacía honor a sus bromas, y se sintió halagado.<br />
—¿Impediréis vos que no se hable? ¿Sabéis que es imposible?<br />
—Sí.<br />
—¿Y cómo?<br />
—De un modo muy simple; con derecho o sin él, el pueblo de París me conoce.<br />
—Cierto, tenéis razón, monseñor.<br />
—Pero vos tenéis la desgracia de que no se os conozca.<br />
—Justo.<br />
—Soslayemos la cuestión.<br />
—Soslayada; es decir...<br />
—Si vos queréis..., si, por ejemplo... .<br />
—Acabad.<br />
—¿Y si vos salís, en lugar de hacerme salir a mí?<br />
—¿Que yo vaya a vuestro palacio, monseñor?<br />
—Vois iríais a casa de un ministro.<br />
—Un ministro no es un hombre, monseñor.<br />
—Sois adorable. No se trata de un palacio; tengo una casa...<br />
—Un nido, digamos la palabra justa.<br />
—No, una casa de vuestra propiedad.<br />
—¿Una casa que me pertenece? ¿Dónde? Yo no sabía que tuviera una casa.<br />
El cardenal se levantó a la vez que decía:<br />
—Mañana, a las diez recibiréis su dirección.<br />
La condesa enrojeció, y el cardenal le tomó galantemente la mano. Y esta vez el beso<br />
fue respetuoso y a la vez tierno y audaz.<br />
Entonces se saludaron con esa especie de ceremoniosidad risueña que indica una<br />
próxima intimidad.<br />
—Alumbrad a monseñor, ama Clotilde.<br />
La vieja apareció con una luz en la mano, precediendo al prelado.<br />
«Creo, pues todo lo afirma —se dijo Juana— que hoy he dado un gran paso en el<br />
mundo.»<br />
«Vamos, vamos... —pensó el cardenal mientras subía a su carroza—. Hoy he hecho un<br />
doble negocio. Esta mujer tiene demasiado espíritu para no conquistar a la reina cuando<br />
me ha conquistado a mí.»<br />
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