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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—No lo he empleado jamás.<br />

—Verdaderamente, madame, me decís cosas increíbles.<br />

—Yo no he estado más que dos veces en Versalles y yo no he visto más que a dos<br />

personas, al doctor Louis que cuidó a mi desgraciado padre en el Hótel-Dieu, y al barón<br />

de Taverney, a quien se me había recomendado.<br />

—¿Y qué os dijo el barón? Le habría sido fácil presentaros a la reina.<br />

—Me dijo que había sido muy inhábil.<br />

—¿Por qué?<br />

—Opinó que la invocación de mi parentesco con la familia real tenía que contrariar a Su<br />

Majestad, porque los parientes pobres sólo valen para humillar.<br />

—El barón fue egoísta y brutal —dijo el príncipe.<br />

Después, pensando en la visita de Andrea a la condesa, se dijo: «Es curioso; el padre<br />

rechaza la solicitud y la reina trae a la hija a esta casa. De esta contradicción tiene que<br />

extraerse alguna conclusión.»<br />

—Me maravilla oírle decir a una solicitante, a una mujer de la antigua nobleza, que no<br />

ha visto nunca ni al rey ni a la reina.<br />

—Si no es en pintura... —dijo Juana, sonriendo.<br />

—Muy bien —repuso el cardenal, convencido de la ignorancia y de la sinceridad de la<br />

condesa—. Si es preciso, yo mismo os llevaré a Versalles, y os haré abrir las puertas.<br />

—¡Oh, monseñor, cuánta bondad! —exclamó la condesa con alborozo.<br />

El cardenal se le acercó, diciéndole:<br />

—Y es imposible que antes de poco tiempo todo el mundo no se interese por vos.<br />

—Ay, monseñor... ¿Vos lo creéis sinceramente?<br />

—Estoy seguro.<br />

—Creo que tratáis de halagarme, monseñor —dijo Juana de la Motte mirando fijamente<br />

al cardenal, cuyo repentino cambio debió de sorprender a la condesa, toda vez que diez<br />

minutos antes la trató con una superficialidad muy manifiesta.<br />

La mirada de Juana, lanzada como la flecha de un arquero, hirió al cardenal, quizá en su<br />

corazón, quizá en su sensualidad. Todo eso encerraba o el fuego de la ambición o el<br />

fuego del deseo, pero fuera lo que fuese, allí asomaba el fuego.<br />

El cardenal, que conocía a las mujeres, se confesó que había visto pocas tan seductoras.<br />

«¡Ah, a fe mía! —se dijo con este segundo pensamiento eterno de las gentes de la corte,<br />

educadas para la diplomacia—. ¡Ah, a fe mía! Sería demasiado extraordinario y<br />

demasiado feliz que yo volviese a encontrar, lo mismo que una honrada mujer a quien la<br />

astucia ha colocado en la miseria, a una protectora todopoderosa.»<br />

—Monseñor —interrumpió la condesa—, de vez en cuando os encerráis en un silencio<br />

que me inquieta; perdonadme que os lo diga.<br />

—¿Por qué, condesa?<br />

—Un hombre como vos sólo carece de cortesía con dos clases de mujeres.<br />

—¿Qué me vais a decir, condesa? Confieso que me asustáis.<br />

—Sí —repuso la condesa—, con dos clases de mujeres; lo he dicho y lo repito.<br />

—¿Cuáles?<br />

—Con las mujeres a las que se ama demasiado o con las mujeres a las que no se estima<br />

bastante.<br />

—Condesa, me hacéis enrojecer. ¿He sido descortés con vos?<br />

—Dios mío...<br />

—No digáis nada más, porque sería doloroso.<br />

—Monseñor, vos no podéis quererme demasiado, y yo no os he dado el derecho de<br />

estimarme demasiado poco.<br />

El cardenal cogió la mano de Juana, diciéndole:

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