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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—¿Andrea? —exclamó el cardenal sin reprimir su estupor y sin que su gesto, como<br />

todos los anteriores, pasase inadvertido a la condesa de la Motte.<br />

El cardenal sabía ya a qué atenerse, pues el nombre de Andrea bastó para desechar las<br />

dudas que aún abrigaba. Se sabía que la reina había ido a París con mademoiselle de<br />

Taverney, y una historia que hablaba de que se había retrasado, de que hubo una puerta<br />

cerrada, de una querella conyugal entre el rey y la reina corría por todo Versalles.<br />

El cardenal respiró al ver que no había ni lazo ni complot en la calle de Saint-Claude, y<br />

Juana de la Motte le pareció tan bella y tan pura como un ángel. Sin embargo, había que<br />

intentar una última prueba. El príncipe era diplomático.<br />

—Condesa, os confieso que hay una cosa que me asombra.<br />

—¿Cuál, monseñor?<br />

—Que con vuestro nombre y vuestros títulos no os hayáis dirigido al rey.<br />

—¿Al rey?<br />

—Sí.<br />

—Monseñor, he enviado veinte memoriales, veinte súplicas al rey.<br />

—¿Sin resultado?<br />

—Sin resultado.<br />

—Aparte el rey, los príncipes habrían atendido vuestras reclamaciones. El duque de<br />

Orleáns es caritativo, y muchas veces llega adonde no llega el rey.<br />

—También me he dirigido a Su Alteza el duque de Orleáns, pero inútilmente.<br />

—¿Inútilmente? ¡Me asombra!<br />

—Cuando no se es rico, o cuando no median recomendaciones, muchos memoriales se<br />

extravían en la antecámara de los príncipes.<br />

—Pero queda todavía el conde de Artois.<br />

—Ha ocurrido con el conde de Artois lo mismo que con Su Alteza el duque de Orleáns,<br />

lo mismo que con Su Majestad.<br />

—También están Sus Altezas, las tías del rey. O me engaño mucho o han debido<br />

responder favorablemente.<br />

—No, monseñor.<br />

—Por Dios... No puedo creer que Elizabeth, la hermana del rey, haya desatendido<br />

vuestras súplicas.<br />

—Su Alteza Real me prometió recibirme, pero no sé qué ha ocurrido para que después<br />

de recibir a mi marido no haya querido más contactos con nosotros, y después de insistir<br />

en mis súplicas, de ella no he vuelto a saber nada.<br />

—Es muy raro —dijo el cardenal, y de repente, como si acabara de asaltarle un<br />

imprevisto pensamiento, dijo—: Por Dios, nos olvidamos...<br />

—¿De qué?<br />

—La persona a la cual vos debisteis dirigiros antes que a nadie.<br />

—¿A quién debí dirigirme?<br />

—A la dispensadora de los favores, a la que jamás ha rehusado un socorro merecido, a<br />

la reina.<br />

—¿A la reina?<br />

—Sí, a la reina. ¿La habéis visto?<br />

—Jamás —respondió Juana con la mayor sencillez.<br />

—¿Vos no habéis dirigido una súplica a la reina?<br />

—Jamás.<br />

—¿No habéis tratado de que Su Majestad os concediese una audiencia?<br />

—Lo he intentado, pero no lo he conseguido.<br />

—Debisteis buscar la manera de que os viese en alguno de sus paseos. Pudo ser un<br />

medio para haceros llamar a la corte.

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