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De profundis - Oscar Wilde

«La tragedia de mi vida» es la forma en que Oscar Wilde define a la dolorosa pasión homosexual que lo unió a lord Alfred Douglas, a quien cariñosamente apodaba «Bosie» y que le costó, por denuncia de su padre, el oprobio, la cárcel, la ruina económica, la destrucción de su hogar, y el posterior destierro en el que encontraría la muerte. El libro es, en realidad, una larga carta a su amante, escrita a principios de 1897, en la cárcel de Reading y publicada en 1905, luego de su muerte. Llena de quejas y reproches por su egoísmo y su ingratitud, es, al mismo tiempo, la narración de la historia de esa trágica relación, contada con una precisión de detalles provistos por el largo tiempo de reflexión y confinamiento, más la larga memoria desde el dolor. Ese prolongado encierro le permitió también una revisión de sus propios conceptos morales y los de su época, en páginas memorables que podrían constituir de por sí un tratado de ética, por las profundas reflexiones sobre la moral cristiana, el evangelio y el ejemplo de la vida y muerte de Cristo. El hombre que se permitió todo en su lucha contra lo convencional, revisa la relación que le hizo perder todo, y de la que sin embargo no se arrepiente, como un héroe trágico, que seguirá cautivando por su entrega y su expiación, al margen de la perplejidad que provoca la indignidad del objeto de su amor, el lugar mismo de su destino trágico.

«La tragedia de mi vida» es la forma en que Oscar Wilde define a la dolorosa pasión homosexual que lo unió a lord Alfred Douglas, a quien cariñosamente apodaba «Bosie» y que le costó, por denuncia de su padre, el oprobio, la cárcel, la ruina económica, la destrucción de su hogar, y el posterior destierro en el que encontraría la muerte. El libro es, en realidad, una larga carta a su amante, escrita a principios de 1897, en la cárcel de Reading y publicada en 1905, luego de su muerte. Llena de quejas y reproches por su egoísmo y su ingratitud, es, al mismo tiempo, la narración de la historia de esa trágica relación, contada con una precisión de detalles provistos por el largo tiempo de reflexión y confinamiento, más la larga memoria desde el dolor. Ese prolongado encierro le permitió también una revisión de sus propios conceptos morales y los de su época, en páginas memorables que podrían constituir de por sí un tratado de ética, por las profundas reflexiones sobre la moral cristiana, el evangelio y el ejemplo de la vida y muerte de Cristo. El hombre que se permitió todo en su lucha contra lo convencional, revisa la relación que le hizo perder todo, y de la que sin embargo no se arrepiente, como un héroe trágico, que seguirá cautivando por su entrega y su expiación, al margen de la perplejidad que provoca la indignidad del objeto de su amor, el lugar mismo de su destino trágico.

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pero tuyos eran los beneficios, y bien que sabes tú cuál era el triunfo y cuáles sus<br />

ventajas.<br />

Ciega el odio a los seres humanos. No has advertido esto. Puede el amor<br />

leer lo escrito en las más distantes estrellas, pero te cegó el odio de tal manera,<br />

que llegaste a no poder ver más lejos del diminuto jardín de tus diarios deseos;<br />

de ese jardín cercado y marchito ya por el placer. Tu ausencia terrible de<br />

imaginación, la verdadera y más fatal flaqueza de tu ser, no era más que el<br />

resultado del odio que se cobija en ti, que se cobija en ti de una manera pérfida,<br />

silenciosa y disimulada. Tal como corroe el liquen las raíces de las plantas sin<br />

savia, del mismo modo te ha corroído a ti el odio, hasta conducirte, de una<br />

manera paulatina, a no ver sino los más mezquinos intereses y los más pobres<br />

fines. Esa condición que te es peculiar, cuyo desarrollo habría apresurado el<br />

amor, el odio la emponzoñó y la envaró. Cuando empezó tu padre sus ataques<br />

contra mí, primeramente lo hizo como a un amigo particular tuyo, en una carta<br />

particularmente dirigida a ti. No bien leí esa carta, y me enteré de las amenazas<br />

sórdidas y de las violencias vastas que encerraba, intuí que un peligro tremendo<br />

se elevaba en el horizonte de mis inquietos días. Te expresé que no era mi<br />

intención sacarles las castañas del fuego en ese odio que desde largo tiempo<br />

atrás los embargaba a los dos; que era yo en Londres una presa mucho más<br />

noble que un secretario del Ministerio de Relaciones Exteriores en Bad<br />

Homburg, que el intentar colocarme por un solo instante en tal situación, era ya<br />

inicuo de por sí; que tenía que hacer en la vida cosas infinitamente más<br />

importantes que andar a los puñetazos con un individuo temulento, carente de<br />

prestigio y tan ínfimo como tu padre.<br />

No quisiste comprenderlo así. Te había cegado por completo el odio. Que<br />

nada tenía yo que ver en esa discordia, fue lo que me dijiste, y que no podía<br />

permitir de ninguna manera que tu padre pretendiese reglamentar tus<br />

amistades privadas, y que era absurdo el simple pensamiento de que yo<br />

interviniese en ello.<br />

Antes ya de haber hablado conmigo del asunto en cuestión, habías<br />

respondido a tu padre con un telegrama de lo más alocado y soez. Eso, como es<br />

natural, lo obligó más tarde a obrar de la manera más soez y alocada. No deben<br />

ser atribuidas las equivocaciones funestas de la vida a la falta de razón. Puede<br />

llegar a ser nuestro momento más hermoso, un instante de irracionalidad.<br />

Producto son, nuestras equivocaciones, de la lógica que rige al hombre. Media<br />

un abismo entre esas dos cosas.<br />

Era la hipótesis, el telegrama aquél, de todas tus futuras relaciones con tu<br />

padre, y también en considerable parte, de mi vida toda. Y, lo más grotesco del<br />

caso, es que se hubiera puesto rojo de vergüenza, de ese telegrama, el más bajo<br />

de los hombres del arroyo. El proceso natural de los cables impertinentes los<br />

trocó en las cartas pedantescas de los letrados, y el resultado de las cartas del<br />

letrado de tu padre, fue empujar a éste cada vez más.<br />

Seguir adelante era la única disyuntiva que le habías dejado. Le<br />

presentaste el asunto como uno de honor; mejor dicho, de todo lo contrario, a<br />

fin de que pensara más tu exigencia. <strong>De</strong> consiguiente, la próxima vez ya no me<br />

atacó en una carta privada y en calidad de amigo tuyo, sino en forma pública, y<br />

como hombre que forma parte integrante del público. Tuve que expulsarle de mi<br />

casa de mala manera. Y él me fue buscando de restaurante en restaurante para<br />

injuriarme en presencia de todo el mundo, y en términos tan gruesos, que de<br />

haberle yo pagado en la misma moneda, hubiera quedado por los suelos, aunque<br />

de todos modos por los suelos me veía, a pesar de que no lo hiciese. <strong>De</strong>bías, en

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