Richard Cohen - Comprender y sanar la homosexualidad
la clase, de pie con todos los demás niños sobrantes, los que no habían sido elegidos ni para un equipo ni para el otro. Recuerdo la humillación por no haber sido escogido, lo que me evidenciaba que no era querido. Esperé, reteniendo la respiración y tensando los músculos de mi estómago. Quería desaparecer. No podía dejar que nadie supiera el miedo y la vergüenza que tenía. Esperé a que el profesor se acercara y me asignara a uno de los equipos. Sabía que nadie me quería si no sabía actuar, y yo no podía decir nada. Esto se convirtió en un temor a expresarme a mí mismo que me ha acompañado toda la vida. Siempre sentí que era diferente a los demás, en especial a los chicos. Me comparaba con ellos y siempre me encontraba inferior. A eso se sumaba la sensación de que decepcionaba a mi padre. Hacia los cinco años de edad ya sentía que yo no era el chico que él quería. No me sentía cercano a él y sabía que no podía hacer nada para contentarle. ¿Se daba él cuenta de la distancia entre nosotros? ¿Percibía que no temía quedarme a solas con él? Tenía el sentimiento de que constantemente tenía que probar mi valía ante él y de que era inútil. Él quería que yo practicara deportes. Yo nunca me sentí a gusto practicándolos. Yo estaba preocupado de no cometer fallos, de no estar en el lugar equivocado cuando tenía que coger la pelota o de no dejarla caer. Me resultaba odioso el no saber cómo colocarme y agarrar un bate o cómo tirar la pelota o encestar una canasta. Me daba miedo el ridículo. Sentía que era mi obligación saber todas aquellas cosas. Después de todo yo era un chico, ¿no? Decidí que no podía alcanzar el nivel de mi padre y, por tanto, de los demás hombres. Él quería que yo fuese duro. Yo era extremadamente sensible. Me disgustaba mucho que hirieran tan fácilmente mis sentimientos, y no quería que nadie lo supiese. La percepción que yo tenía de ser un fracasado en los deportes agrandó la distancia entre mi padre y yo. Me distancié de él (y por tanto de la masculinidad) y seguí sintiéndome a gusto dentro del mundo de mi madre. Me sentía próximo a mi madre. Yo era sensible ante lo que hería sus sentimientos, me sentía fuertemente conectado a ella y la protegía. Aunque siento que mis padres me quisieron como a su hijo, en algún nivel no querían al individuo que yo era. Durante la escuela elemental continuaron mis sentimientos de no pertenencia y de ser diferente. Era tímido hasta un grado tal que me causaba dolor, y a la vez buscaba desesperadamente amigos y afirmación. Pero no tenía ni idea de cómo conseguirlos. Aunque nadie se cebaba conmigo ni se reía de mí, experimentaba un gran aislamiento. No compartía ese dolor con nadie. Era el mayor de dos hermanos y una hermana a los que me sentía cercano, pero ni aun a ellos les comunicaba mi miedo y mi sufrimiento. Me sentía completamente solo. Percibía que el único modo de obtener algo de la aprobación que necesitaba de manera desesperada era ser bueno, educado y estudioso. No causaría ningún problema. Me hice bueno. Era tan bueno que pensé que eso era todo lo que yo era. Obtuve algunas migajas de atención de parte de adultos complacientes por mis buenas notas, mi buena educación, mi silencio y mis tímidas sonrisas. Intenté discernir lo que los adultos querían de mí en términos de bondad y entonces lo actuaba. Ese esquema nunca me funcionó con otros chicos. Al hacerme mayor, la única forma que tenía de conectar con ellos era escuchar sus historias. Las escuchaba, pero nunca les contaba las mías. Necesitaba, tenía hambre del amor y de la aprobación de mi padre, de la afirmación de mi madre y de la aceptación de mis compañeros. Eran demasiadas legítimas necesidades sin satisfacer. Seguí con el mismo patrón por el cual esperaba que fueran los demás los que me indicasen cuál era mi personalidad, y más aún, que me dijeran cómo y quién debía ser. Me imaginaba que algo debía de ir horriblemente mal dentro de mí. ¿Por qué nadie se daba cuenta de que algo no funcionaba? Para cuando terminé el primer año del instituto, yo era un buen estudiante. No causaba ningún problema, no atraía ninguna atracción sobre mí, escuchaba a los demás, rezaba a Dios y obedecía a mis padres. Podía decirse que era incoloro, inodoro, asexuado, mudo e incapaz de mostrar enfado por nada. Me veían como el pobrecito tipo agradable y educado que sonreía todo el tiempo. “Pero –gritaba para mis adentros- yo soy mucho más que todo eso. ¿No os dais cuenta?”. Era un solitario y no tenía amigos. También era más bajo de estatura que la media, algo que me resultaba odioso. Percibía mi cortedad en estatura como un reflejo de mi falta de talla como varón. En mis años de adolescencia me sentí horrorizado al darme cuenta de que me sentía atraído sexualmente por otros hombres. Estaba avergonzado, confundido y deprimido. ¿Por qué no sentía una fuerte atracción hacia las chicas? ¿De donde procedían aquellos sentimientos hacia los hombres? Cerré mis puños 135
y recé para que Dios apartara de mí aquellos sentimientos. Me sentí sucio e indigno. Rezaba para ser perdonado. No había hecho nada para buscar aquellos sentimientos. No quería nada con ellos. No quería ser así. Quería ser normal. Había pasado muchos años sintiéndome diferente y separado de los demás y ahora además era un “marica”. Ahora tenía una cosa más que no podía compartir con nadie más. Algo dentro de mí debía ir horriblemente mal. Seguía sintiéndome incómodo con mi padre. Parecía que siempre me estaba poniendo a prueba y yo sabía que siempre iba a suspender, no importaba cuál fuera el examen. Me recuerdo repitiéndome a mí mismo sus diferentes charlas y convirtiéndolas en una terrible amenaza. “Slade, si pospones las cosas, si eres sensible y no lógico, si cometes demasiados errores o intentas hacerte un artista, nunca llegarás a hacerte un hombre”. Dentro de mi cabeza me enfurecía contra esta amenaza. ¿Cómo iba yo a saber en qué consistía o qué se sentía siendo un hombre? ¿Quién me iba a enseñar? ¿Mi padre? Él no lo había hecho. ¿Es que yo tenía que saberlo por la sencilla razón de que era un varón? Claramente, él tenía razón. Yo era un fracaso, un rechazado desde lo más íntimo de mi ser. No iba a alcanzar la virilidad tal como la definía mi padre. ¿En qué me iba a convertir entonces? ¿Cómo iba a llegar hasta allí? Sin embargo, seguía necesitando su aprobación y su atención. Seguía necesitando cumplir sus expectativas, incluso a costa de mi propia individualidad. En los últimos años de instituto deseaba con desesperación tener amigos varones. Los demás chicos tenían algo que yo era consciente de que me faltaba, algún tipo de secreto para ser un hombre que no estaba a mi alcance. Quería ser un chico más y no tenía ni idea de cómo hacerlo. Pasé por todos los años del instituto sin tener ninguna experiencia sexual. Yo era un buen chico. Me decía a mí mismo que un deseo sexual correcto, normal, me llegaría a su debido tiempo. Me sentía completamente avergonzado por mis deseos homosexuales. Pensaba que era malo, indigno, despreciable. No tuve ninguna cita hasta la fiesta de graduación en mi último año del instituto, y no sentí ningún sentimiento sexual hacia aquella chica. Seguí desempeñando mi papel como tipo encantador que sonreía, que nunca hablaba, pero que era un gran escuchador. Yo era el hombro sobre el que llorar. Tenía compañeros de clase, pero no amigos. En el instituto caía bien, pero nadie me conocía. No tenía ni idea d cómo conectar con los demás y tenía miedo de que me rechazaran si lo intentaba. En ese último curso me concedieron una pequeña cantidad de dinero destinada a la tutoría en la universidad, por ser un “perfecto buen tío”. Me sentí halagado pero también avergonzado. Cuando pronunciaron mi nombre me puse en pie y me dirigí hacia el estrado para recibir el premio. Conforme pasaba delante de mi padre, me dijo: “No sonrías”. Mientras me acercaba al estrado me sentía confundido. ¿Qué quería decir mi padre? ¿Por qué me dijo que no sonriera? ¿Es que mi sonrisa resultaba fea? ¿Es que no podía sentirme feliz por algo que había conseguido? Pensé que él quería arruinarme hasta esto (muchos años más tarde me di cuenta de que gran parte de mis percepciones eran malas interpretaciones, que mi padre en realidad no era tan cruel ni indiferente como yo imaginaba. Llegué a comprender que yo mismo había contribuido en gran medida a mi propia angustia y sufrimiento). En la universidad ni hice amigos ni tuve vida social. Seguía siendo incapaz de salir de mí mismo. Vivía en casa y trabajaba a tiempo parcial. Me daba cuenta de que a la gente le resultaba agradable, pero no llegaban a conocerme. Las pocas chicas con las cuales hablé en aquellos cuatro años parecían encantadas de convertirme en algo parecido a un hermano. Como tenía miedo de no estar a la altura sexualmente, no actuaba con firmeza y virilidad. Continué luchando con mis sentimientos sexuales de culpa y con mis fantasías acerca de otros hombres. Entonces, tras encontrar mi primer trabajo a tiempo completo después de la universidad, conocí a la primera persona que parecía mostrar interés por mí. Él me preguntó por mí, se abrió ante mí y me animó a hablar. Las conversaciones, los libros, la música compartida, el encontrar y conocer a mujeres, las discusiones de filosofía y de temas profundos, así como los viajes resultaban muy estimulantes y absorbentes. Pensé que por fin había encontrado aceptación. Con una mezcla de fascinación y de miedo, surgió en mí la atracción sexual. Por primera vez en mi vida sentía hacia otro ser humano algo tan intenso. Me sentía cuidado y me sentía conocido. Tenía un miedo endiablado. Él era heterosexual. Tal como yo lo percibía, él era el hombre que yo no podía ser. Y era todo lo que yo quería ser. Al instante me encontré pensando cómo sería ser como él, sentir sus sentimientos, sus experiencias, su vida. Comparada con la suya, mi vida parecía inexistente. Yo quería ser él. Viajamos juntos y seguí fantaseando acerca de él. Me 136
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<strong>la</strong> c<strong>la</strong>se, de pie con todos los demás niños sobrantes, los que no habían sido elegidos ni para un equipo ni<br />
para el otro. Recuerdo <strong>la</strong> humil<strong>la</strong>ción por no haber sido escogido, lo que me evidenciaba que no era querido.<br />
Esperé, reteniendo <strong>la</strong> respiración y tensando los músculos de mi estómago. Quería desaparecer. No podía<br />
dejar que nadie supiera el miedo y <strong>la</strong> vergüenza que tenía. Esperé a que el profesor se acercara y me asignara<br />
a uno de los equipos. Sabía que nadie me quería si no sabía actuar, y yo no podía decir nada. Esto se<br />
convirtió en un temor a expresarme a mí mismo que me ha acompañado toda <strong>la</strong> vida.<br />
Siempre sentí que era diferente a los demás, en especial a los chicos. Me comparaba con ellos y<br />
siempre me encontraba inferior. A eso se sumaba <strong>la</strong> sensación de que decepcionaba a mi padre. Hacia los<br />
cinco años de edad ya sentía que yo no era el chico que él quería. No me sentía cercano a él y sabía que no<br />
podía hacer nada para contentarle. ¿Se daba él cuenta de <strong>la</strong> distancia entre nosotros? ¿Percibía que no temía<br />
quedarme a so<strong>la</strong>s con él? Tenía el sentimiento de que constantemente tenía que probar mi valía ante él y de<br />
que era inútil.<br />
Él quería que yo practicara deportes. Yo nunca me sentí a gusto practicándolos. Yo estaba<br />
preocupado de no cometer fallos, de no estar en el lugar equivocado cuando tenía que coger <strong>la</strong> pelota o de no<br />
dejar<strong>la</strong> caer. Me resultaba odioso el no saber cómo colocarme y agarrar un bate o cómo tirar <strong>la</strong> pelota o<br />
encestar una canasta. Me daba miedo el ridículo. Sentía que era mi obligación saber todas aquel<strong>la</strong>s cosas.<br />
Después de todo yo era un chico, ¿no? Decidí que no podía alcanzar el nivel de mi padre y, por tanto, de los<br />
demás hombres. Él quería que yo fuese duro. Yo era extremadamente sensible. Me disgustaba mucho que<br />
hirieran tan fácilmente mis sentimientos, y no quería que nadie lo supiese. La percepción que yo tenía de ser<br />
un fracasado en los deportes agrandó <strong>la</strong> distancia entre mi padre y yo. Me distancié de él (y por tanto de <strong>la</strong><br />
masculinidad) y seguí sintiéndome a gusto dentro del mundo de mi madre. Me sentía próximo a mi madre. Yo<br />
era sensible ante lo que hería sus sentimientos, me sentía fuertemente conectado a el<strong>la</strong> y <strong>la</strong> protegía. Aunque<br />
siento que mis padres me quisieron como a su hijo, en algún nivel no querían al individuo que yo era.<br />
Durante <strong>la</strong> escue<strong>la</strong> elemental continuaron mis sentimientos de no pertenencia y de ser diferente. Era<br />
tímido hasta un grado tal que me causaba dolor, y a <strong>la</strong> vez buscaba desesperadamente amigos y afirmación.<br />
Pero no tenía ni idea de cómo conseguirlos. Aunque nadie se cebaba conmigo ni se reía de mí,<br />
experimentaba un gran ais<strong>la</strong>miento. No compartía ese dolor con nadie. Era el mayor de dos hermanos y una<br />
hermana a los que me sentía cercano, pero ni aun a ellos les comunicaba mi miedo y mi sufrimiento. Me<br />
sentía completamente solo. Percibía que el único modo de obtener algo de <strong>la</strong> aprobación que necesitaba de<br />
manera desesperada era ser bueno, educado y estudioso. No causaría ningún problema. Me hice bueno. Era<br />
tan bueno que pensé que eso era todo lo que yo era. Obtuve algunas migajas de atención de parte de adultos<br />
comp<strong>la</strong>cientes por mis buenas notas, mi buena educación, mi silencio y mis tímidas sonrisas.<br />
Intenté discernir lo que los adultos querían de mí en términos de bondad y entonces lo actuaba. Ese<br />
esquema nunca me funcionó con otros chicos. Al hacerme mayor, <strong>la</strong> única forma que tenía de conectar con<br />
ellos era escuchar sus historias. Las escuchaba, pero nunca les contaba <strong>la</strong>s mías. Necesitaba, tenía hambre<br />
del amor y de <strong>la</strong> aprobación de mi padre, de <strong>la</strong> afirmación de mi madre y de <strong>la</strong> aceptación de mis compañeros.<br />
Eran demasiadas legítimas necesidades sin satisfacer. Seguí con el mismo patrón por el cual esperaba que<br />
fueran los demás los que me indicasen cuál era mi personalidad, y más aún, que me dijeran cómo y quién<br />
debía ser. Me imaginaba que algo debía de ir horriblemente mal dentro de mí. ¿Por qué nadie se daba cuenta<br />
de que algo no funcionaba?<br />
Para cuando terminé el primer año del instituto, yo era un buen estudiante. No causaba ningún<br />
problema, no atraía ninguna atracción sobre mí, escuchaba a los demás, rezaba a Dios y obedecía a mis<br />
padres. Podía decirse que era incoloro, inodoro, asexuado, mudo e incapaz de mostrar enfado por nada. Me<br />
veían como el pobrecito tipo agradable y educado que sonreía todo el tiempo. “Pero –gritaba para mis<br />
adentros- yo soy mucho más que todo eso. ¿No os dais cuenta?”. Era un solitario y no tenía amigos. También<br />
era más bajo de estatura que <strong>la</strong> media, algo que me resultaba odioso. Percibía mi cortedad en estatura como<br />
un reflejo de mi falta de tal<strong>la</strong> como varón.<br />
En mis años de adolescencia me sentí horrorizado al darme cuenta de que me sentía atraído<br />
sexualmente por otros hombres. Estaba avergonzado, confundido y deprimido. ¿Por qué no sentía una fuerte<br />
atracción hacia <strong>la</strong>s chicas? ¿De donde procedían aquellos sentimientos hacia los hombres? Cerré mis puños<br />
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