Richard Cohen - Comprender y sanar la homosexualidad

PietroRivadeneira
from PietroRivadeneira More from this publisher
23.05.2018 Views

mentes de nuestros mayores se esconde la sabiduría y los tesoros de toda una vida. Cuando les pedimos que nos asistan en nuestro itinerario, conectamos nuestro presente con nuestro pasado y nuestro futuro. “La piel es el mayor órgano del cuerpo humano. Supone el 18 % de nuestro peso corporal y abarca casi 2 m 2 . (…) Después de recibir un masaje, un grupo de personas realizó un examen de matemáticas mucho más rápidamente y con menos errores. (…) “América padece una epidemia de hambre dérmica”, sostiene la doctora Tiffany Field, directora del Instituto de Investigación del Tacto de Miami (TRI). El TRI llevó a cabo un trabajo con voluntarios mayores de sesenta años a los que durante tres semanas se les dieron sesiones de masaje y después se les enseñó dar masajes a niños muy pequeños, en preescolar. Dar masajes resultó aún más beneficioso que recibirlos. Los mayores tenían menos depresiones, menos tensión hormonal y se sentían menos solos 141 ”. CAPÍTULO 11 BONNIE Para mí la esperanza ha sido vital. A pesar de los traumas y de las heridas de mi vida, siempre tuve esperanza y por eso quiero compartir mi historia, para “dar cuenta de la esperanza que hay en mí” ( 1 Pe 3, 15). La palabra lesbiana era sencillamente una palabra de ocho letras. Lesbiana. No adopté el adjetivo hasta que tenía quince años, pero no recuerdo qué edad tenía cuando me di cuenta por primera vez de que no me sentía a gusto siendo una chica. Tenía un hermano cinco años mayor que yo y otro que sólo me sacaba catorce meses, así que mi concepción fue, más que probablemente, un fallo. Me “añadí” a mis hermanos y me fui volviendo un “chicazo”. Mi madre iba a una universidad de fama mundial y tenía una gran carrera en una profesión de prestigio. No se incorporó al mercado de trabajo hasta que comencé el colegio. Me sentía muy próxima a ella, muy vinculada a ella. Mi padre daba la impresión de ser una persona muy valiosa, pero nunca pareció ser tan inteligente como mi madre. Él tuvo una educación alemana y raramente daba muestras de afecto o de cariño. Manejaba una disciplina estricta: primero imponía los castigos y después preguntaba. En casa siempre estaba ocupado haciendo pequeñas chapuzas y otros hobbies. Daba la impresión de que se preocupaba por mi madre, y mientras ella estuviera contenta, él también lo estaba. Cuando tenía tres años mi mundo cambió. Sufrí traumas que había de reprimir durante treinta años. Mi abuelo materno murió tres días después de mi tercer cumpleaños. Apenas lo recuerdo ni le recuerdo a él. En su terrible dolor, MI MADRE SE ALEJÓ DE MÍ. Me volví solitaria. Se podría decir que no guardo ningún recuerdo de aquélla época. Afortunadamente durante mi infancia y mi adolescencia recibí el influjo de la religión. Toda la familia acudía con regularidad a la iglesia y participaba en muchas actividades como el coro, las vacaciones de estudio de la Biblia y grupos juveniles. Si echo la vista atrás me doy cuenta de que yo participaba en todas aquellas actividades para complacer a mis padres y para aplacar a un Dios a quien yo veía como un gran juez. Sin embargo, ahora me doy cuenta de que esta formación religiosa me permitió conocer a Dios en un modo que él podía usar como trampolín mientras me iba conduciendo hacia una relación personal con Él. Conforme se acercaba la pubertad, de algún modo me sentía atraída hacia los varones, mientras que al mismo tiempo sentía un interés desordenado hacia mis amigas. Había una hacia la que me sentía especialmente atraída, lo que me preocupó. Aquello me parecía anormal, así que nunca le conté lo que sentía. 141 G. HOWE COLT Y A. HOLLISTER, “The magic of touch”, Life (agosto 1997), pp. 53-62. 119

Tenía mucho miedo. AL DESEAR ESTAR SIEMPRE CON ELLA LO QUE BUSCABA ERA SU AFECTO. Una noche que dormí en su casa, como suelen hacer las adolescentes normales, me aproveché de la situación y la toqué mientras dormía. Fue electrizante, pero me dejó un sentimiento de culpa. Cuando comencé el bachillerato seguía sintiéndome atraída por los chicos, pero yo no les atraía. Eso hizo que mis sentimientos homosexuales aumentaran. Mi primer amor fue hacia una chica más joven. Era solitaria y sus compañeras la dejaban de lado. Aunque no manifesté sexualmente mis sentimientos hacia ella de modo abierto, pasaba excesivo tiempo con ella y disfrutaba con su proximidad y cuando nos rozábamos de manera sutil. Un día mientras dormía en su casa tuve un intenso deseo de tener relaciones sexuales con ella. Antes de que mis sentimientos llegaran a expresarse físicamente, ella y su familia se marcharon a otra ciudad. Mi amor secreto y mis sentimientos sexuales quedaron patentes ante mis padres por error, en una carta que yo había escrito a mi amiga después de que su familia se trasladara. Mis padres me llevaron al psicólogo, que concluyó que se trataba de una etapa normal de mi desarrollo y que esa atracción desaparecería cuando madurara. Dentro de mí crecía el vacío y eso me producía sentimientos de confusión, de ira, de miedo, de soledad y de queja. Necesitaba el amor y la intimidad de una mujer. Mi determinación de satisfacer esa necesidad fue creciendo. En mi segundo año de bachillerato conocí a una chica que estaba necesitada de amistad. Percibí que no me rechazaría. Parecía un alma desesperada, alguien que haría cualquier cosa para obtener amor. No opuso resistencia a mis intenciones. Al principio no la quería, pero conforme íbamos compartiendo nuestras vidas y cuerpos, nos íbamos haciendo más dependientes la una de la otra. Cuando me fui a la universidad tenía toda la intención de irme a vivir con ella cuando terminara los estudios. En nuestra relación nunca nos libramos del sentimiento de culpa. Ella participaba activamente en su iglesia y yo lo hacía en la mía. Ambas conocíamos la Biblia, pero queríamos que Dios bendijera nuestro amor. Fuimos a ver al pastor de mi iglesia y nos reunimos con él durante algunas semanas. Él nunca nos dijo que era un pecado y nunca nos condenó, pero podía percibir nuestro malestar. Nos animó a romper nuestra relación. Para él resultaba evidente lo poco sano de nuestro comportamiento, pero nos encontrábamos en tal lío, tan necesitadas y tan adictas, que creíamos que era imposible cambiar. Cuando comencé la universidad vivía a kilómetros de distancia de mi amante. Varias veces intenté acabar con nuestra relación, pero no pude. Aunque era inmoral y socialmente inaceptable, no estaba preparada para abandonarla. Llegué a considerar el suicidio. Los miembros de un grupo religioso en el campus se hicieron mis amigos. Se encararon conmigo, llamándome la atención por mi falta de compromiso y me desafiaron a que aceptara a Jesús, no sólo como mi Salvador sino como el Señor de mi vida. Me preguntaron “por qué no estaba dispuesta a dar ese paso de fe”. Enfadada y herida, les expliqué que era lesbiana. Sabía lo que Dios pensaba sobre la conducta homosexual y por eso no iba a tomar ninguna decisión que no fuera a cumplir. No me condenaron ni me juzgaron, como sospechaba. Lo que no había previsto era su fe en Dios y su compasión. Uno de ellos me sugirió que le contara francamente a Dios lo que sentía. En una iglesia católica, en enero de 1973, reté a Dios para que hiciera algo con mi arruinada vida. No sabía lo que quería ni tenía ni idea de qué hacer. No podía cambiar mi identidad ni mis sentimientos. Me sentía inaceptable ante Él. Si Él no actuaba acabaría con mi propia vida. Me arrodillé ante el altar y cuando me incorporé, algo había cambiado. Sentí paz. Por fin, mi amante y yo dejamos de vernos ante la intervención de nuestros padres. Yo no la quería lo suficiente como para desafiarles, ni estaba dispuesta a sacrificar mi educación. No estaba preparada para resolverme a seguir abiertamente una vida de lesbianismo. Fue doloroso para mí, pero la relación tenía que acabar. Desde entonces he tenido muy pocos encuentros homosexuales. Por desgracia, mi SENTIMIENTO DE VACÍO no desapareció. SEGUÍA ANHELANDO INTIMIDAD con otras mujeres pero a la vez la temía por los sentimientos sexuales que me provocaba. Mi compañera de 120

Tenía mucho miedo. AL DESEAR ESTAR SIEMPRE CON ELLA LO QUE BUSCABA ERA SU AFECTO. Una<br />

noche que dormí en su casa, como suelen hacer <strong>la</strong>s adolescentes normales, me aproveché de <strong>la</strong> situación y<br />

<strong>la</strong> toqué mientras dormía. Fue electrizante, pero me dejó un sentimiento de culpa.<br />

Cuando comencé el bachillerato seguía sintiéndome atraída por los chicos, pero yo no les atraía.<br />

Eso hizo que mis sentimientos homosexuales aumentaran. Mi primer amor fue hacia una chica más joven. Era<br />

solitaria y sus compañeras <strong>la</strong> dejaban de <strong>la</strong>do. Aunque no manifesté sexualmente mis sentimientos hacia el<strong>la</strong><br />

de modo abierto, pasaba excesivo tiempo con el<strong>la</strong> y disfrutaba con su proximidad y cuando nos rozábamos<br />

de manera sutil. Un día mientras dormía en su casa tuve un intenso deseo de tener re<strong>la</strong>ciones sexuales con<br />

el<strong>la</strong>. Antes de que mis sentimientos llegaran a expresarse físicamente, el<strong>la</strong> y su familia se marcharon a otra<br />

ciudad.<br />

Mi amor secreto y mis sentimientos sexuales quedaron patentes ante mis padres por error, en una carta que<br />

yo había escrito a mi amiga después de que su familia se tras<strong>la</strong>dara. Mis padres me llevaron al psicólogo, que<br />

concluyó que se trataba de una etapa normal de mi desarrollo y que esa atracción desaparecería cuando<br />

madurara.<br />

Dentro de mí crecía el vacío y eso me producía sentimientos de confusión, de ira, de miedo, de<br />

soledad y de queja. Necesitaba el amor y <strong>la</strong> intimidad de una mujer. Mi determinación de satisfacer esa<br />

necesidad fue creciendo. En mi segundo año de bachillerato conocí a una chica que estaba necesitada de<br />

amistad. Percibí que no me rechazaría. Parecía un alma desesperada, alguien que haría cualquier cosa para<br />

obtener amor. No opuso resistencia a mis intenciones. Al principio no <strong>la</strong> quería, pero conforme íbamos<br />

compartiendo nuestras vidas y cuerpos, nos íbamos haciendo más dependientes <strong>la</strong> una de <strong>la</strong> otra. Cuando<br />

me fui a <strong>la</strong> universidad tenía toda <strong>la</strong> intención de irme a vivir con el<strong>la</strong> cuando terminara los estudios.<br />

En nuestra re<strong>la</strong>ción nunca nos libramos del sentimiento de culpa. El<strong>la</strong> participaba activamente en<br />

su iglesia y yo lo hacía en <strong>la</strong> mía. Ambas conocíamos <strong>la</strong> Biblia, pero queríamos que Dios bendijera nuestro<br />

amor. Fuimos a ver al pastor de mi iglesia y nos reunimos con él durante algunas semanas. Él nunca nos dijo<br />

que era un pecado y nunca nos condenó, pero podía percibir nuestro malestar. Nos animó a romper nuestra<br />

re<strong>la</strong>ción. Para él resultaba evidente lo poco sano de nuestro comportamiento, pero nos encontrábamos en tal<br />

lío, tan necesitadas y tan adictas, que creíamos que era imposible cambiar.<br />

Cuando comencé <strong>la</strong> universidad vivía a kilómetros de distancia de mi amante. Varias veces intenté<br />

acabar con nuestra re<strong>la</strong>ción, pero no pude. Aunque era inmoral y socialmente inaceptable, no estaba<br />

preparada para abandonar<strong>la</strong>. Llegué a considerar el suicidio.<br />

Los miembros de un grupo religioso en el campus se hicieron mis amigos. Se encararon conmigo,<br />

l<strong>la</strong>mándome <strong>la</strong> atención por mi falta de compromiso y me desafiaron a que aceptara a Jesús, no sólo como mi<br />

Salvador sino como el Señor de mi vida. Me preguntaron “por qué no estaba dispuesta a dar ese paso de fe”.<br />

Enfadada y herida, les expliqué que era lesbiana. Sabía lo que Dios pensaba sobre <strong>la</strong> conducta<br />

homosexual y por eso no iba a tomar ninguna decisión que no fuera a cumplir. No me condenaron ni me<br />

juzgaron, como sospechaba. Lo que no había previsto era su fe en Dios y su compasión. Uno de ellos me<br />

sugirió que le contara francamente a Dios lo que sentía.<br />

En una iglesia católica, en enero de 1973, reté a Dios para que hiciera algo con mi arruinada vida.<br />

No sabía lo que quería ni tenía ni idea de qué hacer. No podía cambiar mi identidad ni mis sentimientos. Me<br />

sentía inaceptable ante Él. Si Él no actuaba acabaría con mi propia vida. Me arrodillé ante el altar y cuando me<br />

incorporé, algo había cambiado. Sentí paz.<br />

Por fin, mi amante y yo dejamos de vernos ante <strong>la</strong> intervención de nuestros padres. Yo no <strong>la</strong><br />

quería lo suficiente como para desafiarles, ni estaba dispuesta a sacrificar mi educación. No estaba<br />

preparada para resolverme a seguir abiertamente una vida de lesbianismo. Fue doloroso para mí, pero <strong>la</strong><br />

re<strong>la</strong>ción tenía que acabar. Desde entonces he tenido muy pocos encuentros homosexuales.<br />

Por desgracia, mi SENTIMIENTO DE VACÍO no desapareció. SEGUÍA ANHELANDO INTIMIDAD con<br />

otras mujeres pero a <strong>la</strong> vez <strong>la</strong> temía por los sentimientos sexuales que me provocaba. Mi compañera de<br />

120

Hooray! Your file is uploaded and ready to be published.

Saved successfully!

Ooh no, something went wrong!