A sangre fría - Truman Capote
A sangre fría (título original en inglés: In Cold Blood) es una novela del periodista y escritor estadounidense Truman Capote. Fue comenzada en 1959 y finalmente publicada en 1966. Para hallar la documentación necesaria para el libro el autor realizó un exhaustivo trabajo de campo. A sangre fría explica cómo una familia de un pueblo rural de Estados Unidos es asesinada sin ningún sentido y cómo los asesinos son capturados y sentenciados a pena de muerte. En la novela se quieren mostrar las dos caras del sistema judicial, la humanidad que está detrás de un crimen y, especialmente, el motivo de este. A sangre fría (título original en inglés: In Cold Blood) es una novela del periodista y escritor estadounidense Truman Capote. Fue comenzada en 1959 y finalmente publicada en 1966. Para hallar la documentación necesaria para el libro el autor realizó un exhaustivo trabajo de campo. A sangre fría explica cómo una familia de un pueblo rural de Estados Unidos es asesinada sin ningún sentido y cómo los asesinos son capturados y sentenciados a pena de muerte. En la novela se quieren mostrar las dos caras del sistema judicial, la humanidad que está detrás de un crimen y, especialmente, el motivo de este.
Sí, Kenyon había visto el automóvil en el camino de entrada de la casa, un Buick gris que esperaba a la puerta del despacho de su padre. -Pensé que sabrías quién puede ser. -No, a no ser que sea el señor Johnson. Mi padre lo esperaba. Helm (el difunto Helm, porque murió de un ataque en marzo del año siguiente) era un hombre sombrío, ya casi en sus sesenta, cuyos modales reservados ocultaban una naturaleza profundamente curiosa y observadora. Siempre quería saber qué ocurría a su alrededor. -¿Qué Johnson? -El de la compañía de seguros. Helm gruñó: -Tu padre seguro que está hasta el cuello de pólizas y demás. El coche lleva ahí tres horas. El frío del crepúsculo que se avecinaba atravesó el aire y aunque el cielo era aún de un intenso azul, los altos tallos de los crisantemos del jardín proyectaban una sombra cada vez más larga. El gato de Nancy jugueteaba por allí, tratando de agarrar con sus patas la cuerda con que Kenyon y el viejo ataban las plantas. Nancy llegó entonces de improviso, en la grupa de la gorda Babe; Babe regresaba de su regalo del sábado: un baño en el río. Teddy, el perro, las acompañaba y los tres venían relucientes y todavía húmedos. -Atraparás un resfriado -comentó el señor Helm. Nancy se echó a reír: no había estado nunca enferma, ni una sola vez siquiera. Bajó del caballo, se echó sobre la hierba junto al jardín y cogió a su gato. Balanceándolo en el aire por encima de ella, le besó el hocico y los bigotes. A Kenyon le repugnó: -Besar a los animales en la boca. -Bien que tú besabas a Skeeter -le recordó ella. -Skeeter era un caballo. Un espléndido caballo alazán que tuvo desde que era potrillo. ¡Cómo saltaba las vallas Skeeter! -¡Le pides demasiado a ese caballo! -le advertía su padre-. Cualquier día lo vas a matar del esfuerzo. Y así había sucedido: mientras galopaba por la carretera llevando a su amo, le falló el corazón, tropezó y cayó muerto. Todavía entonces, un año después, Kenyon lloraba su muerte a pesar de que su padre, compadeciéndose de él, le había prometido el mejor de los potros que nacieran la próxima primavera. -Kenyon -dijo Nancy-. ¿Crees que Tracy hablará ya? ¿Que hablará cuando venga para el Día de Acción de Gracias? Tracy, que todavía no había cumplido un año, era su sobrino, hijo de Eveanna, la hermana con quien ella se entendía mejor. (Beverly, a su vez, era la preferida de Kenyon.) -Me voy a derretir cuando le oiga decir «tía Nancy». O «tío Kenyon». ¿No te gustaría oírselo decir? ¿No te encanta ser tío? Santo Dios, ¿por qué no me contestas nunca? -Porque eres una tonta -respondió él tirándole una dalia un poco marchita, que ella se prendió en el pelo. Helm tomó su pala. Graznaban los cuervos, el ocaso estaba cerca, pero su casa no. El paseo de olmos se había convertido en un túnel de verde cada vez más oscuro y él vivía al fondo de ese túnel, a casi un kilómetro. 28
-Es de noche -dijo. Y se puso en camino. Pero se volvió una vez. -Y ésa -declararía al día siguiente- fue la última vez que los vi. Nancy se llevaba a la vieja Babe a la cuadra. Como ya he dicho, nada fuera de lo corriente. El Chevrolet negro estaba aparcado de nuevo, esta vez frente a un hospital católico en las afueras de Emporia. Perry no había dejado de insistir («Eso es lo que tienes de malo. Te crees que sólo hay una idea en el mundo: la tuya»), y al final Dick no tuvo más remedio que capitular. Mientras Perry esperaba en el coche, había entrado en el hospital para ver si una monja le vendía un par de medias negras. Este sistema tan poco ortodoxo de procurárselas había sido una inspiración de Perry: las monjas siempre tienen cosas almacenadas. Había un inconveniente, desde luego: las monjas y todo lo relacionado con ellas traían mala suerte y Perry sentía un profundo respeto por sus propias supersticiones. (Entre otras figuraban el número 15, el pelo rojo, las flores blancas, los curas que atraviesan una calle y las serpientes que se aparecen en sueños.) Pero ya no tenía remedio. El individuo rigurosamente supersticioso es también casi siempre un creyente ciego en el destino y ése era el caso de Perry. Si en aquel momento estaba allí, embarcado en esa aventura, no era porque él lo hubiera querido sino porque los hados lo habían dispuesto así. Podía demostrarlo aunque no tuviese intención de hacerlo, por lo menos donde Dick pudiese alcanzar a oírlo porque significaría confesar el verdadero motivo de su retorno al estado de Kansas, y la violación del juramento que hiciera para conseguir la libertad bajo palabra, una razón totalmente ajena al «golpe» de Dick y a su carta citándolo allí. El motivo era que unas semanas atrás se había enterado de que el jueves 12 de noviembre otro de sus compañeros de celda iba a ser puesto en libertad en la Penitenciaría del Estado de Kansas en Lansing, y «más que nada en el mundo» deseaba encontrarse con aquel hombre, su «único amigo verdadero», el «inteligente» Willie-Jay. Durante el primero de sus tres años en prisión, Perry había observado a Willie-Jay de lejos, con interés, pero con aprensión: si quería que lo considerasen un «duro», una estrecha amistad con Willie-Jay no parecía aconsejable. Era el secretario del capellán, un irlandés delgado con pelo prematuramente gris y ojos grises y melancólicos. Su voz de tenor era el orgullo del coro de la cárcel. Hasta Perry, que despreciaba cualquier demostración de piedad, se sentía «turbado» cuando oía a Willie-Jay cantar el «Padrenuestro»; el grave lenguaje del himno cantado con tal espíritu de sinceridad, lo conmovía, haciéndolo reflexionar un poco sobre la validez de su menosprecio. Al fin, estimulado por la curiosidad religiosa, se aproximó a Willie-Jay y el secretario del capellán respondió inmediatamente, creyendo intuir en aquel muchacho de piernas tullidas, mirada vaga y voz afectada «un poeta, algo único, que valía la pena salvar». Le embargó la ambición de «entregarle aquel muchacho a Dios». Sus esperanzas de conseguirlo se reforzaron el día en que Perry le mostró un dibujo al pastel que acababa de hacer: una gran imagen de Jesús realizada con una técnica que no tenía nada de ingenua. El reverendo James Post, capellán protestante de Lansing, lo valoró tanto que lo colgó en su despacho donde todavía está: un relamido Salvador, algo afeminado, con los carnosos labios de Willie-Jay y sus ojos tristes. Aquel dibujo representó la cima de la inquietud espiritual, nunca muy seria, de Perry y, hecho irónico, su fin; calificó a su imagen de Jesús como «una muestra de hipocresía», una tentativa de «engañar y traicionar» a Willie- Jay, puesto que entonces creía en Dios menos que nunca. Pero ¿iba a admitirlo y a perderse, con ello, el único amigo que le «comprendía de veras»? (Hod, Joe, Jesse, viajeros de un mundo en el que raramente se usa el apellido, habían sido sus «compinches», pero ninguno de ellos podía compararse siquiera con Willie-Jay que, a juicio de Perry, «era intelectualmente muy superior a la media, intuitivo así como muy entendido en psicología». ¿Cómo era posible 29
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El Chevrolet negro estaba aparcado de nuevo, esta vez frente a un hospital católico en<br />
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crees que sólo hay una idea en el mundo: la tuya»), y al final Dick no tuvo más remedio que<br />
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monja le vendía un par de medias negras. Este sistema tan poco ortodoxo de procurárselas<br />
había sido una inspiración de Perry: las monjas siempre tienen cosas almacenadas. Había un<br />
inconveniente, desde luego: las monjas y todo lo relacionado con ellas traían mala suerte y<br />
Perry sentía un profundo respeto por sus propias supersticiones. (Entre otras figuraban el<br />
número 15, el pelo rojo, las flores blancas, los curas que atraviesan una calle y las serpientes<br />
que se aparecen en sueños.) Pero ya no tenía remedio. El individuo rigurosamente<br />
supersticioso es también casi siempre un creyente ciego en el destino y ése era el caso de<br />
Perry. Si en aquel momento estaba allí, embarcado en esa aventura, no era porque él lo<br />
hubiera querido sino porque los hados lo habían dispuesto así. Podía demostrarlo aunque no<br />
tuviese intención de hacerlo, por lo menos donde Dick pudiese alcanzar a oírlo porque<br />
significaría confesar el verdadero motivo de su retorno al estado de Kansas, y la violación del<br />
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«golpe» de Dick y a su carta citándolo allí. El motivo era que unas semanas atrás se había<br />
enterado de que el jueves 12 de noviembre otro de sus compañeros de celda iba a ser puesto<br />
en libertad en la Penitenciaría del Estado de Kansas en Lansing, y «más que nada en el<br />
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Willie-Jay.<br />
Durante el primero de sus tres años en prisión, Perry había observado a Willie-Jay de<br />
lejos, con interés, pero con aprensión: si quería que lo considerasen un «duro», una estrecha<br />
amistad con Willie-Jay no parecía aconsejable. Era el secretario del capellán, un irlandés<br />
delgado con pelo prematuramente gris y ojos grises y melancólicos. Su voz de tenor era el<br />
orgullo del coro de la cárcel. Hasta Perry, que despreciaba cualquier demostración de piedad,<br />
se sentía «turbado» cuando oía a Willie-Jay cantar el «Padrenuestro»; el grave lenguaje del<br />
himno cantado con tal espíritu de sinceridad, lo conmovía, haciéndolo reflexionar un poco<br />
sobre la validez de su menosprecio. Al fin, estimulado por la curiosidad religiosa, se<br />
aproximó a Willie-Jay y el secretario del capellán respondió inmediatamente, creyendo intuir<br />
en aquel muchacho de piernas tullidas, mirada vaga y voz afectada «un poeta, algo único, que<br />
valía la pena salvar». Le embargó la ambición de «entregarle aquel muchacho a Dios». Sus<br />
esperanzas de conseguirlo se reforzaron el día en que Perry le mostró un dibujo al pastel que<br />
acababa de hacer: una gran imagen de Jesús realizada con una técnica que no tenía nada de<br />
ingenua. El reverendo James Post, capellán protestante de Lansing, lo valoró tanto que lo<br />
colgó en su despacho donde todavía está: un relamido Salvador, algo afeminado, con los<br />
carnosos labios de Willie-Jay y sus ojos tristes. Aquel dibujo representó la cima de la<br />
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de Jesús como «una muestra de hipocresía», una tentativa de «engañar y traicionar» a Willie-<br />
Jay, puesto que entonces creía en Dios menos que nunca. Pero ¿iba a admitirlo y a perderse,<br />
con ello, el único amigo que le «comprendía de veras»? (Hod, Joe, Jesse, viajeros de un<br />
mundo en el que raramente se usa el apellido, habían sido sus «compinches», pero ninguno de<br />
ellos podía compararse siquiera con Willie-Jay que, a juicio de Perry, «era intelectualmente<br />
muy superior a la media, intuitivo así como muy entendido en psicología». ¿Cómo era posible<br />
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