A sangre fría - Truman Capote
A sangre fría (título original en inglés: In Cold Blood) es una novela del periodista y escritor estadounidense Truman Capote. Fue comenzada en 1959 y finalmente publicada en 1966. Para hallar la documentación necesaria para el libro el autor realizó un exhaustivo trabajo de campo. A sangre fría explica cómo una familia de un pueblo rural de Estados Unidos es asesinada sin ningún sentido y cómo los asesinos son capturados y sentenciados a pena de muerte. En la novela se quieren mostrar las dos caras del sistema judicial, la humanidad que está detrás de un crimen y, especialmente, el motivo de este. A sangre fría (título original en inglés: In Cold Blood) es una novela del periodista y escritor estadounidense Truman Capote. Fue comenzada en 1959 y finalmente publicada en 1966. Para hallar la documentación necesaria para el libro el autor realizó un exhaustivo trabajo de campo. A sangre fría explica cómo una familia de un pueblo rural de Estados Unidos es asesinada sin ningún sentido y cómo los asesinos son capturados y sentenciados a pena de muerte. En la novela se quieren mostrar las dos caras del sistema judicial, la humanidad que está detrás de un crimen y, especialmente, el motivo de este.
diablos se ha creído que es? Mirando a todo el mundo con burla y desprecio. Llamando a todo el mundo pervertido y degenerado. Siempre hablando del bajo cociente intelectual que tienen. Es una lástima que no todos tengamos almas tan sensibles como la del pequeño Perry. Santos. Chico, conozco algunos que se vendrían contentos a El Rincón con tal de encontrarse con él a solas en la ducha un minuto. ¡Y cómo se da de menos con York y Latham! Ronnie dice que le gustaría de veras echar mano de una vara. Le gustaría apretar un rato a Perry. No lo censuro. Al fin y al cabo, vamos todos en la misma barca y son buenos chavales. Hickock ahogó una risa de conmiseración, se encogió de hombros y dijo: -Bueno, usted sabe a qué me refiero. Buenos, teniendo en cuenta las cosas. La madre de Ronnie York ha venido aquí de visita varias veces. Un día, en la sala de espera, conoció a mi madre y ahora son íntimas amigas. La señora York quiere que mi madre vaya a verla a Florida, quizás a quedarse a vivir allí. Jesús, lo que me gustaría. Así no tendría que pasar este calvario. Tomar una vez al mes el autobús para venir a verme. Sonriendo, tratando de encontrar qué decir haciendo que me ponga contento. Pobre mujer. No sé cómo lo aguanta. No entiendo cómo no se ha vuelto loca. Los desiguales ojos de Hickock se volvieron hacia una ventana de la sala de visita. Su rostro abotargado, pálido como un lirio fúnebre, era como un destello en la débil luz infernal que se filtraba por los cristales detrás de los barrotes. -Pobre mujer. Escribió al alcaide preguntándole si podía hablar con Perry la próxima vez que viniera. Quería oír de boca de Perry que había sido él quien mató a la gente aquella, que yo no había hecho ni un disparo. Todo lo que espero es que un día consigamos un nuevo proceso y que en él Perry declare y diga la verdad. Pero lo dudo. Tiene decidido que si él va, voy yo. Espalda contra espalda. No es justo. Más de uno ha asesinado y jamás ha visto por dentro una celda de condenado a muerte. Y yo nunca maté a nadie. Si te sobran cincuenta mil dólares, puedes cargarte media Kansas City y reírte encima -una súbita sonrisa puso fin a su abatida indignación-. ¡Ajajá! Ya estoy otra vez. Pobre llorón. ¿Se imagina que he aprendido la lección? Le juro que hice todo lo posible por congeniar con ese Perry de la puñeta. Pero es tan criticón. Tiene dos caras. Celoso de cualquier cosa: de cada carta que recibo, de cada visita. Nadie le viene a ver a él excepto usted -dijo refiriéndose al periodista, que tan amigo era de Smith como de Hickock-. O su abogado. ¿Se acuerda de cuando estaba en el hospital? ¿Por aquel truco del ayuno? ¿Y que su padre le envió una postal? Bueno, pues el alcaide le escribió al padre de Perry diciéndole que podía venir cuando quisiera. Pero nunca le vimos el pelo. No sé. A veces te da pena Perry. Debe de ser una de las personas más solas que han existido. Pero... ¡Oh, al diablo con él! La culpa no es nada más que suya. Hickock tomó otro cigarrillo del paquete de Pall Mall, arrugó la nariz y dijo: -He intentado dejar de fumar. Luego pensé qué diferencia había, dadas las circunstancias. Con un poco de suerte quizá pesque un cáncer y le gane la partida al estado. Durante un tiempo fumé puros. De Andy. Al día siguiente de que lo colgaran, al despertarme lo llamé: «¿Andy?», como hacía siempre. Entonces recordé que iba camino de Missouri con su tío y su tía. Habían limpiado su celda y todos los trastos estaban en un montón. El colchón fuera del catre, las zapatillas y el cuaderno con todos los dibujos de comestibles que él llamaba su nevera. Y esta caja de puros Macbeth. Le dije al guardián que Andy me los había dejado a mí en su testamento. La verdad es que nunca llegué a fumármelos todos. Quizá porque me recordaban a Andy, pero me producían indigestión. »Y bueno, ¿qué se puede decir sobre la pena de muerte? Yo no estoy en contra. Se trata de una venganza, ¿y qué tiene de malo la venganza? Es muy importante. Si yo fuera pariente de los Clutter o de cualquiera de aquellos que York y Latham despacharon, no podría descansar en paz hasta ver a los responsables colgando de la horca. Esa gente que escribe cartas a los periódicos. El otro día en un diario de Topeka había, dos, una de un ministro. 212
Preguntando, en resumen, qué clase de farsa legal era ésta, por qué esos hijos de puta de Hickock y Smith tienen aún el cuello entero, y cómo esos asesinos hijos de puta todavía están comiendo los dineros del contribuyente. Bueno, comprendo su punto de vista. Que están que rabian porque no consiguen lo que quieren: venganza. Y no lo van a conseguir si yo puedo evitarlo. Yo creo en la horca. Mientras no sea a mí a quien cuelguen. Pero después lo fue. Transcurrieron otros tres años y durante ellos, dos abogados de Kansas City, excepcionalmente competentes, Joseph P. Jenkins y Robert Bingham, sustituyeron a Shultz que había renunciado al caso. Designados por un juez federal y trabajando sin compensación (pero impulsados por la firme convicción de que los acusados habían sido víctimas de un «proceso injusto, de pesadilla»), Jenkins y Bingham hicieron varias apelaciones ciñéndose al sistema de justicia federal, y consiguieron aplazar sucesivamente tres fechas fijadas para la ejecución: el 25 de octubre de 1962, el 8 de agosto de 1963 y el 18 de febrero de 1965. Los abogados sostenían que sus clientes habían sido injustamente condenados, porque no les había sido procurada asistencia legal hasta después de su confesión, por haber renunciado al examen de testigos y además por no haber estado representados con competencia en el proceso. Que habían sido condenados gracias a una prueba adquirida y presentada sin orden de allanamiento (la escopeta y el cuchillo tomados de casa de Hickock), y que no les había sido concedido un cambio de sede procesal cuando aquella en que se celebró el proceso estaba «saturada» de publicidad contra los acusados. Con estos argumentos, Jenkins y Bingham lograron llevar el caso tres veces a la Corte Suprema de la nación, al «Grande», como lo llaman muchos de los presos que recurren a él. Pero en las tres ocasiones, el tribunal, que nunca comenta sus decisiones en tales casos, denegó los recursos de apelación y la orden de avocación que hubiera autorizado a los apelantes a una vista completa ante el tribunal. En marzo de 1965, cuando hacía casi dos mil días que Smith y Hickock estaban confinados en la Hilera de la Muerte, el Tribunal Supremo de Kansas decretó definitivamente que sus vidas terminarían entre la medianoche y las dos de la madrugada del miércoles 14 de abril de 1965. Inmediatamente fue presentada una demanda de clemencia al recién elegido gobernador de Kansas, William Avery, pero Avery, un granjero rico muy sensible a la opinión pública, se negó a intervenir, decisión que consideró tomada «en interés de la población de Kansas». (Dos meses después, Avery denegó también las peticiones de clemencia de York y Latham que fueron ahorcados el 22 de junio de 1965.) Y así, a primeras horas de la madrugada de aquel miércoles, Alvin Dewey, que tomaba su desayuno en la cafetería de un hotel de Topeka, leyó en primera página del Star de Kansas, el titular que hacía tanto tiempo esperaba: «Ahorcados por sangriento crimen». El artículo, escrito por un cronista de la Associated Press, empezaba: «Richard Eugene Hickock y Perry Edward Smith, socios en el crimen, murieron en la horca de la prisión del estado, por uno de los más sangrientos asesinatos con que cuentan los anales criminales de Kansas. Hickock, de 33 años, murió a las 12:41. Smith, de 36, murió a la 1:19. » Dewey los había visto morir, pues contaba entre los veintiún testigos invitados a la ceremonia. No había presenciado nunca una ejecución y cuando, hacia medianoche, entró en el frío almacén, el escenario le sorprendió: había esperado un lugar digno y no aquella caverna mal iluminada, llena de maderas y trastos en total desorden. Pero la horca, con sus dos lazos pálidos atados a la viga, se imponía lo suficiente. Y también allí, con inesperada 213
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Preguntando, en resumen, qué clase de farsa legal era ésta, por qué esos hijos de puta de<br />
Hickock y Smith tienen aún el cuello entero, y cómo esos asesinos hijos de puta todavía están<br />
comiendo los dineros del contribuyente. Bueno, comprendo su punto de vista. Que están que<br />
rabian porque no consiguen lo que quieren: venganza. Y no lo van a conseguir si yo puedo<br />
evitarlo. Yo creo en la horca. Mientras no sea a mí a quien cuelguen.<br />
Pero después lo fue.<br />
Transcurrieron otros tres años y durante ellos, dos abogados de Kansas City,<br />
excepcionalmente competentes, Joseph P. Jenkins y Robert Bingham, sustituyeron a Shultz<br />
que había renunciado al caso. Designados por un juez federal y trabajando sin compensación<br />
(pero impulsados por la firme convicción de que los acusados habían sido víctimas de un<br />
«proceso injusto, de pesadilla»), Jenkins y Bingham hicieron varias apelaciones ciñéndose al<br />
sistema de justicia federal, y consiguieron aplazar sucesivamente tres fechas fijadas para la<br />
ejecución: el 25 de octubre de 1962, el 8 de agosto de 1963 y el 18 de febrero de 1965. Los<br />
abogados sostenían que sus clientes habían sido injustamente condenados, porque no les había<br />
sido procurada asistencia legal hasta después de su confesión, por haber renunciado al examen<br />
de testigos y además por no haber estado representados con competencia en el proceso. Que<br />
habían sido condenados gracias a una prueba adquirida y presentada sin orden de<br />
allanamiento (la escopeta y el cuchillo tomados de casa de Hickock), y que no les había sido<br />
concedido un cambio de sede procesal cuando aquella en que se celebró el proceso estaba<br />
«saturada» de publicidad contra los acusados.<br />
Con estos argumentos, Jenkins y Bingham lograron llevar el caso tres veces a la Corte<br />
Suprema de la nación, al «Grande», como lo llaman muchos de los presos que recurren a él.<br />
Pero en las tres ocasiones, el tribunal, que nunca comenta sus decisiones en tales casos,<br />
denegó los recursos de apelación y la orden de avocación que hubiera autorizado a los<br />
apelantes a una vista completa ante el tribunal. En marzo de 1965, cuando hacía casi dos mil<br />
días que Smith y Hickock estaban confinados en la Hilera de la Muerte, el Tribunal Supremo<br />
de Kansas decretó definitivamente que sus vidas terminarían entre la medianoche y las dos de<br />
la madrugada del miércoles 14 de abril de 1965. Inmediatamente fue presentada una demanda<br />
de clemencia al recién elegido gobernador de Kansas, William Avery, pero Avery, un<br />
granjero rico muy sensible a la opinión pública, se negó a intervenir, decisión que consideró<br />
tomada «en interés de la población de Kansas». (Dos meses después, Avery denegó también<br />
las peticiones de clemencia de York y Latham que fueron ahorcados el 22 de junio de 1965.)<br />
Y así, a primeras horas de la madrugada de aquel miércoles, Alvin Dewey, que tomaba<br />
su desayuno en la cafetería de un hotel de Topeka, leyó en primera página del Star de Kansas,<br />
el titular que hacía tanto tiempo esperaba: «Ahorcados por sangriento crimen». El artículo,<br />
escrito por un cronista de la Associated Press, empezaba: «Richard Eugene Hickock y Perry<br />
Edward Smith, socios en el crimen, murieron en la horca de la prisión del estado, por uno de<br />
los más sangrientos asesinatos con que cuentan los anales criminales de Kansas. Hickock, de<br />
33 años, murió a las 12:41. Smith, de 36, murió a la 1:19. »<br />
Dewey los había visto morir, pues contaba entre los veintiún testigos invitados a la<br />
ceremonia. No había presenciado nunca una ejecución y cuando, hacia medianoche, entró en<br />
el frío almacén, el escenario le sorprendió: había esperado un lugar digno y no aquella<br />
caverna mal iluminada, llena de maderas y trastos en total desorden. Pero la horca, con sus<br />
dos lazos pálidos atados a la viga, se imponía lo suficiente. Y también allí, con inesperada<br />
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