La cartuja de Parma - Stendhal
HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.
HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.
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VII<br />
Con pequeños <strong>de</strong>talles tan insignificantes como el que acabo <strong>de</strong> contar habría que llenar la historia <strong>de</strong><br />
los cuatro años siguientes. Todas las primaveras, la marquesa iba con sus hijas a pasar dos meses al<br />
palacio Sanseverina o a la finca <strong>de</strong> Sacca, a orillas <strong>de</strong>l Po. Allí vivían momentos muy agradables y<br />
hablaban <strong>de</strong> Fabricio; pero el con<strong>de</strong> no quería permitirle nunca ni una sola visita a <strong>Parma</strong>. <strong>La</strong> duquesa y<br />
el ministro tuvieron que reparar algunas ligerezas, pero, en general, Fabricio seguía con bastante cordura<br />
la línea <strong>de</strong> conducta que le habían señalado: un gran señor que estudia teología y que no tiene que<br />
apoyarse precisamente en su virtud para avanzar en su carrera. En Nápoles le nació una viva afición al<br />
estudio <strong>de</strong> la antigüedad y hacía excavaciones; esta pasión había casi reemplazado a la <strong>de</strong> los caballos.<br />
Vendió los corceles ingleses para continuar sus excavaciones en Miseno, don<strong>de</strong> había encontrado un<br />
busto <strong>de</strong> Tiberio [1] , joven aún, que fue a ocupar un lugar entre los más hermosos restos <strong>de</strong> la antigüedad.<br />
El hallazgo <strong>de</strong> aquel busto fue casi el placer más vivo que encontró en Nápoles. Tenía un alma<br />
<strong>de</strong>masiado superior para imitar a los <strong>de</strong>más jóvenes y, por ejemplo, para representar con cierta seriedad<br />
el papel <strong>de</strong> enamorado. Seguramente no le faltaban amantes, pero no eran gran cosa para él, y, a pesar <strong>de</strong><br />
su edad, podía <strong>de</strong>cirse que Fabricio no conocía el amor. Por eso mismo era más amado. Nada le impedía<br />
obrar con la más elegante calma, pues para él una mujer joven y bonita era siempre igual a otra mujer<br />
joven y bonita, con la sola diferencia <strong>de</strong> que la última le parecía siempre la más incitante. Una <strong>de</strong> las<br />
damas más admiradas en Nápoles hizo locuras en su honor durante el último año <strong>de</strong> su estancia en esta<br />
ciudad; esto le divirtió al principio, pero acabó por aburrirle hasta tal extremo que una <strong>de</strong> las<br />
satisfacciones <strong>de</strong> su partida fue el verse libre <strong>de</strong> las atenciones <strong>de</strong> la encantadora duquesa <strong>de</strong> A***. En<br />
1821, salió pasablemente <strong>de</strong> todos los exámenes; su director <strong>de</strong> estudios recibió una cruz y un regalo, y<br />
Fabricio suspiró por visitar por fin aquella ciudad <strong>de</strong> <strong>Parma</strong> en la que tanto había pensado. Era ya<br />
monsignore y tenía cuatro caballos en su carruaje; en la última posta antes <strong>de</strong> <strong>Parma</strong> tomó sólo dos y, ya<br />
en la ciudad, mandó parar ante la iglesia <strong>de</strong> San Juan. Allí se hallaba la suntuosa tumba <strong>de</strong>l arzobispo<br />
Ascanio <strong>de</strong>l Dongo, su bisabuelo, autor <strong>de</strong> la Genealogía latina. Oró al pie <strong>de</strong> la tumba y luego se fue a<br />
pie al palacio <strong>de</strong> la duquesa, que no le esperaba hasta unos días más tar<strong>de</strong>. Había mucha gente en su<br />
salón; no tardaron en <strong>de</strong>jarla sola.<br />
—¡En fin!, ¿estás contenta <strong>de</strong> mí? —le dijo echándose en sus brazos—. Gracias a ti, he pasado cuatro<br />
años bastante dichosos en Nápoles, en lugar <strong>de</strong> aburrirme en Novara con mi amante autorizada por la<br />
policía.<br />
<strong>La</strong> duquesa no volvía <strong>de</strong> su asombro: <strong>de</strong> haberle encontrado en la calle, no le hubiera reconocido, le<br />
pareció lo que era en realidad, uno <strong>de</strong> los hombres más guapos <strong>de</strong> Italia; tenía sobre todo una fisonomía<br />
encantadora. Cuando le enviara a Nápoles no aparentaba más que un intrépido domador <strong>de</strong> caballos; la<br />
fusta que llevaba siempre a la sazón parecía inherente a su personalidad; ahora tenía el porte más noble y<br />
mesurado ante los extraños, y en la intimidad, la duquesa encontraba en él el mismo fuego <strong>de</strong> su primera<br />
juventud. Era un diamante que no había perdido nada al ser pulimentado.<br />
No había transcurrido una hora <strong>de</strong> la llegada <strong>de</strong> Fabricio, cuando sobrevino el con<strong>de</strong> Mosca, un poco<br />
<strong>de</strong>masiado pronto. El mozo le habló en tan buenos términos <strong>de</strong> la cruz <strong>de</strong> <strong>Parma</strong> otorgada a su profesor y<br />
<strong>de</strong> su vivo reconocimiento por otros beneficios <strong>de</strong> que no se atrevía a hablar con igual claridad, todo con<br />
tan perfecta mesura, que, a la primera ojeada, el ministro le juzgó favorablemente.