La cartuja de Parma - Stendhal

HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde. HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.

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sospechosa. Al cabo de dos horas de marcha, se detuvieron en casa de una prima de la hostelera de La Almohaza. Por mucho que se empeñara Fabricio, no hubo manera de que los mozos que le acompañaban se avinieran a dejarle; alegaban que ellos conocían mejor que nadie los pasos por los bosques. —Pero mañana por la mañana, cuando se conozca mi huida y no os vean en el pueblo, vuestra ausencia va a comprometeros —les decía Fabricio. Reanudaron el camino. Por fortuna, cuando llegó el día, una niebla espesa envolvía la llanura. A eso de las ocho de la mañana llegaron a una pequeña ciudad. Uno de los mozos se adelantó a ver si habían robado los caballos de la posta. El maestro de postas había tenido tiempo para ocultarlos y agenciarse para sus cuadras unos cuantos fementidos pencos. Trajeron dos caballos de las tierras pantanosas en que estaban escondidos y a las tres horas, Fabricio estaba ya instalado en un cochecillo de mala muerte, pero tirado por dos hermosos caballos de posta. Había recuperado algunas fuerzas. El momento de la separación de los dos mozos, parientes de la mesonera, fue de lo más patético, pese a todos los pretextos amables que Fabricio pudo hallar, no consiguió en modo alguno que aceptasen dinero. —En su situación, señor, lo necesita usted más que nosotros —contestaban invariablemente los excelentes muchachos. Por fin partieron, portadores de cartas en las que Fabricio, un poco reconfortado con la agitación del camino, había procurado expresar a sus hosteleras todo lo que por ellas sentía. Fabricio escribía con lágrimas en los ojos, y, sin ninguna duda, la carta dirigida a Aniken tenía un matiz amoroso. En el resto del viaje no pasó nada de particular. Al llegar a Amiens, le dolía mucho el pinchazo del muslo. El cirujano de aldea no se había preocupado de drenar la herida, y, a pesar de las sangrías, se había formado pus. Durante los quince días que Fabricio pasó en la hostelería de Amiens, regentada por una familia cumplimentera y codiciosa, los aliados invadieron Francia y Fabricio se transformó casi en otro hombre: tantas y tan profundas fueron sus reflexiones sobre las cosas que acababan de ocurrirle. Sólo en un punto seguía siendo un niño: lo que había visto, ¿era una batalla? [1] , y en segundo lugar, esta batalla, ¿era Waterloo? Por primera vez en su vida, conoció el placer de leer, esperaba siempre hallar en los periódicos o en los relatos de la batalla alguna descripción que le permitiera reconocer los lugares que él había recorrido en la escolta del mariscal Ney, y luego con el otro general. Durante su estancia en Amiens escribió casi cada día a sus buenas amigas de La Almohaza. Tan pronto como se vio curado se encaminó a París; en su antiguo hotel halló veinte cartas de su madre y de su tía suplicándole que volviera inmediatamente. Una última carta de la condesa Pietranera tenía cierto tono enigmático que le inquietó mucho y que le sacó por completo de sus tiernos ensueños. Una sola palabra bastaba para hacerle prever las mayores desgracias, y su imaginación se encargaba en seguida de pintarle estas desgracias con los detalles más horribles. «Guárdate bien de firmar las cartas que escribas para darnos noticias tuyas —le decía la condesa—. A tu regreso, no debes venir directamente al lago de Como: deténte en Lugano, en territorio suizo.» Debía llegar a esta pequeña ciudad con el nombre de Cavi; en la hostería principal hallaría al criado de la condesa, el cual le indicaría lo que había de hacer. Su tía terminaba con estas palabras: «Oculta, por todos los medios posibles, la locura que has hecho, y, sobre todo, no lleves contigo ningún papel impreso o escrito; en Suiza estarás rodeado de los amigos de Santa Margarita*. Si tengo bastante dinero — continuaba la condesa—, enviaré a alguien a Ginebra, al Hotel de las Balanzas, y conocerás detalles que no puedo escribir, pero que debes saber antes de llegar aquí. Pero, por el amor de Dios, no sigas ni un

día más en París; te reconocerían nuestros espías». La imaginación de Fabricio se lanzó a figurarse las cosas más fantásticas, y ya no pudo hallar otro placer que el de tratar de adivinar qué sería aquello tan importante que su tía tenía que comunicarle. Dos veces fue detenido en su camino a través de Francia, pero supo salir del paso. Debió tales molestias a su pasaporte italiano y a aquella extraña condición de vendedor de barómetros que no se avenía bien con su cara tan joven y con su brazo en cabestrillo. Por fin, llegó a Ginebra, donde encontró a aquel hombre enviado por la condesa, el cual le contó de su parte que la policía de Milán había recibido una denuncia contra Fabricio acusándole de haber ido a llevar a Napoleón proposiciones acordadas para una vasta conspiración organizada en el ex reino de Italia. «Si no hubiera sido éste el objeto de su viaje —decía la denuncia—, ¿para qué tomar un nombre supuesto?» Su madre trataba de probar la verdad; es decir, primero, que nunca había salido de Suiza; segundo, que había abandonado el castillo de improviso como consecuencia de una riña con su hermano mayor. Este relato produjo en Fabricio un sentimiento de orgullo. «¡Haber sido una especie de embajador de Napoleón! —se dijo—; ¡haber tenido el honor de hablar a ese gran hombre!: ¡Pluguiera a Dios!» Recordó que su séptimo abuelo, el nieto del que llegó a Milán acompañando a Sforza, tuvo el honor de ser decapitado por los enemigos del duque, que le sorprendieron cuando iba, camino de Suiza, a presentar proposiciones a los cantones leales y reclutar soldados. Veía con los ojos del alma la estampa de aquel hecho, que figuraba en la genealogía de la familia. Fabricio, al interrogar al criado, dejó escapar, indignado, un detalle que la condesa le había ordenado expresa y reiteradamente que callara. Era Ascanio, el hermano mayor de Fabricio, quien le había denunciado a la policía de Milán. Estas crueles palabras produjeron a nuestro héroe casi un acceso de locura. Para ir de Ginebra a Italia se pasa por Lausanne; quiso partir a pie inmediatamente y caminar así diez o doce leguas, a pesar de que la diligencia de Ginebra a Lausanne tenía la salida dos horas más tarde. Antes de salir de Ginebra, increpó, en uno de los tristes cafés del país, a un joven que le miraba, según él, de una manera extraña. Nada más cierto: el joven ginebrino, flemático, razonable y sin otro pensamiento que el del dinero, le creía loco; Fabricio había echado al entrar miradas furibundas en todas direcciones, y luego vertió sobre su pantalón la taza de café que le sirvieron. En esta querella, el primer impulso de Fabricio fue completamente del siglo XVI: en lugar de hablar de duelo al mozo ginebrino, tiró de puñal y se lanzó hacia él para clavárselo. En aquel momento de pasión, Fabricio olvidó cuanto había aprendido sobre las reglas del honor, y volvía al instinto, o, mejor dicho, a los recuerdos de la primera infancia. El hombre de íntima confianza que le esperaba en Lugano aumentó el furor de Fabricio dándole a conocer nuevos detalles. Como en Grianta querían a Fabricio, nadie hubiera pronunciado su nombre, y a no ser por el bonito proceder de su hermano, todo el mundo habría fingido creer que estaba en Milán, y jamás la policía de esta ciudad se habría dado cuenta de su ausencia. —Seguramente los aduaneros tienen sus señas —le dijo el enviado de su tía—, y si siguiéramos la carretera general, le detendrían en la frontera del reino lombardo–veneciano. Fabricio y sus acompañantes conocían hasta los menores senderos de la montaña que separa Lugano del lago de Como. Se hicieron pasar por cazadores, es decir, por contrabandistas, y como eran tres y con unas caras bastante resueltas, los aduaneros con quienes se tropezaron no pensaron más que en saludarlos. Fabricio se las arregló para no llegar al castillo hasta medianoche; a esta hora, su padre y todos los criados de cabeza empolvada estaban acostados hacía ya largo rato. Descendió fácilmente al hondo foso y penetró en el castillo por el ventanillo de un sótano: allí le esperaban su madre y su tía; en

día más en París; te reconocerían nuestros espías». <strong>La</strong> imaginación <strong>de</strong> Fabricio se lanzó a figurarse las<br />

cosas más fantásticas, y ya no pudo hallar otro placer que el <strong>de</strong> tratar <strong>de</strong> adivinar qué sería aquello tan<br />

importante que su tía tenía que comunicarle. Dos veces fue <strong>de</strong>tenido en su camino a través <strong>de</strong> Francia,<br />

pero supo salir <strong>de</strong>l paso. Debió tales molestias a su pasaporte italiano y a aquella extraña condición <strong>de</strong><br />

ven<strong>de</strong>dor <strong>de</strong> barómetros que no se avenía bien con su cara tan joven y con su brazo en cabestrillo.<br />

Por fin, llegó a Ginebra, don<strong>de</strong> encontró a aquel hombre enviado por la con<strong>de</strong>sa, el cual le contó <strong>de</strong><br />

su parte que la policía <strong>de</strong> Milán había recibido una <strong>de</strong>nuncia contra Fabricio acusándole <strong>de</strong> haber ido a<br />

llevar a Napoleón proposiciones acordadas para una vasta conspiración organizada en el ex reino <strong>de</strong><br />

Italia. «Si no hubiera sido éste el objeto <strong>de</strong> su viaje —<strong>de</strong>cía la <strong>de</strong>nuncia—, ¿para qué tomar un nombre<br />

supuesto?» Su madre trataba <strong>de</strong> probar la verdad; es <strong>de</strong>cir, primero, que nunca había salido <strong>de</strong> Suiza;<br />

segundo, que había abandonado el castillo <strong>de</strong> improviso como consecuencia <strong>de</strong> una riña con su hermano<br />

mayor.<br />

Este relato produjo en Fabricio un sentimiento <strong>de</strong> orgullo. «¡Haber sido una especie <strong>de</strong> embajador <strong>de</strong><br />

Napoleón! —se dijo—; ¡haber tenido el honor <strong>de</strong> hablar a ese gran hombre!: ¡Pluguiera a Dios!»<br />

Recordó que su séptimo abuelo, el nieto <strong>de</strong>l que llegó a Milán acompañando a Sforza, tuvo el honor <strong>de</strong><br />

ser <strong>de</strong>capitado por los enemigos <strong>de</strong>l duque, que le sorprendieron cuando iba, camino <strong>de</strong> Suiza, a<br />

presentar proposiciones a los cantones leales y reclutar soldados. Veía con los ojos <strong>de</strong>l alma la estampa<br />

<strong>de</strong> aquel hecho, que figuraba en la genealogía <strong>de</strong> la familia. Fabricio, al interrogar al criado, <strong>de</strong>jó<br />

escapar, indignado, un <strong>de</strong>talle que la con<strong>de</strong>sa le había or<strong>de</strong>nado expresa y reiteradamente que callara.<br />

Era Ascanio, el hermano mayor <strong>de</strong> Fabricio, quien le había <strong>de</strong>nunciado a la policía <strong>de</strong> Milán. Estas<br />

crueles palabras produjeron a nuestro héroe casi un acceso <strong>de</strong> locura. Para ir <strong>de</strong> Ginebra a Italia se pasa<br />

por <strong>La</strong>usanne; quiso partir a pie inmediatamente y caminar así diez o doce leguas, a pesar <strong>de</strong> que la<br />

diligencia <strong>de</strong> Ginebra a <strong>La</strong>usanne tenía la salida dos horas más tar<strong>de</strong>. Antes <strong>de</strong> salir <strong>de</strong> Ginebra, increpó,<br />

en uno <strong>de</strong> los tristes cafés <strong>de</strong>l país, a un joven que le miraba, según él, <strong>de</strong> una manera extraña. Nada más<br />

cierto: el joven ginebrino, flemático, razonable y sin otro pensamiento que el <strong>de</strong>l dinero, le creía loco;<br />

Fabricio había echado al entrar miradas furibundas en todas direcciones, y luego vertió sobre su pantalón<br />

la taza <strong>de</strong> café que le sirvieron. En esta querella, el primer impulso <strong>de</strong> Fabricio fue completamente <strong>de</strong>l<br />

siglo XVI: en lugar <strong>de</strong> hablar <strong>de</strong> duelo al mozo ginebrino, tiró <strong>de</strong> puñal y se lanzó hacia él para<br />

clavárselo. En aquel momento <strong>de</strong> pasión, Fabricio olvidó cuanto había aprendido sobre las reglas <strong>de</strong>l<br />

honor, y volvía al instinto, o, mejor dicho, a los recuerdos <strong>de</strong> la primera infancia.<br />

El hombre <strong>de</strong> íntima confianza que le esperaba en Lugano aumentó el furor <strong>de</strong> Fabricio dándole a<br />

conocer nuevos <strong>de</strong>talles. Como en Grianta querían a Fabricio, nadie hubiera pronunciado su nombre, y a<br />

no ser por el bonito proce<strong>de</strong>r <strong>de</strong> su hermano, todo el mundo habría fingido creer que estaba en Milán, y<br />

jamás la policía <strong>de</strong> esta ciudad se habría dado cuenta <strong>de</strong> su ausencia.<br />

—Seguramente los aduaneros tienen sus señas —le dijo el enviado <strong>de</strong> su tía—, y si siguiéramos la<br />

carretera general, le <strong>de</strong>tendrían en la frontera <strong>de</strong>l reino lombardo–veneciano.<br />

Fabricio y sus acompañantes conocían hasta los menores sen<strong>de</strong>ros <strong>de</strong> la montaña que separa Lugano<br />

<strong>de</strong>l lago <strong>de</strong> Como. Se hicieron pasar por cazadores, es <strong>de</strong>cir, por contrabandistas, y como eran tres y con<br />

unas caras bastante resueltas, los aduaneros con quienes se tropezaron no pensaron más que en<br />

saludarlos. Fabricio se las arregló para no llegar al castillo hasta medianoche; a esta hora, su padre y<br />

todos los criados <strong>de</strong> cabeza empolvada estaban acostados hacía ya largo rato. Descendió fácilmente al<br />

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