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La cartuja de Parma - Stendhal

HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.

HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.

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En el puntazo <strong>de</strong>l muslo amenazaba un absceso consi<strong>de</strong>rable. Cuando estaba en su juicio,<br />

recomendaba que atendieran a su caballo y repetía a menudo que pagaría bien, lo que ofendía a la<br />

ventera, buena mujer, y a sus hijas. Llevaba quince días admirablemente cuidado y comenzaba a volver a<br />

su ser, cuando un día observó que sus hospe<strong>de</strong>ras tenían un aire muy turbado. En seguida entró en su<br />

cuarto un oficial alemán; le contestaban en una lengua que él no entendía, pero notaba que hablaban <strong>de</strong> él.<br />

Se hizo el dormido. Transcurrido algún tiempo, cuando pensó que el oficial se habría marchado ya, llamó<br />

a sus hospe<strong>de</strong>ras.<br />

—¿Verdad que ese oficial acaba <strong>de</strong> inscribirme en una lista como prisionero?<br />

<strong>La</strong> mesonera asintió con lágrimas en los ojos.<br />

—Pues bien, en mi dolmán hay dinero —exclamó incorporándose en la cama—; cómpreme ropa <strong>de</strong><br />

paisano, y esta noche me marcho en mi caballo. Ya me salvó la vida una vez amparándome cuando iba a<br />

caer moribundo en medio <strong>de</strong> la calle; sálvemela otra vez proporcionándome los medios <strong>de</strong> ir a reunirme<br />

con mi madre.<br />

<strong>La</strong>s hijas <strong>de</strong> la mesonera se echaron a llorar. Temían por Fabricio, y como apenas entendían el<br />

francés, se acercaron a su cama para hacerle preguntas. Discutieron en flamenco con su madre, pero a<br />

cada instante, volvían hacia nuestro héroe los enternecidos ojos. Fabricio creyó compren<strong>de</strong>r que su huida<br />

podía comprometerlas gravemente, pero que estaban <strong>de</strong>cididas a correr el riesgo. Les dio las gracias con<br />

efusión y juntando las manos.<br />

Un judío <strong>de</strong> la comarca les proporcionó un traje completo, pero cuando, a eso <strong>de</strong> las diez <strong>de</strong> la noche,<br />

llegó con él, las muchachas, comparando el traje con el dolmán <strong>de</strong> Fabricio, se dieron cuenta <strong>de</strong> que<br />

había que achicarlo muchísimo. Inmediatamente pusieron manos a la obra; no había tiempo que per<strong>de</strong>r.<br />

Fabricio señaló unos napoleones escondidos en el uniforme y rogó a sus hosteleras que se los cosieran en<br />

el traje que acababan <strong>de</strong> comprar. Le habían traído también un magnífico par <strong>de</strong> botas nuevas. Fabricio<br />

no vaciló en rogar a aquellas excelentes muchachas que cortaran las botas a lo húsar por el lugar que les<br />

indicó, y en el forro <strong>de</strong> las nuevas quedaron bien ocultos los brillantitos que le quedaban.<br />

Por un efecto singular <strong>de</strong> la pérdida <strong>de</strong> sangre y <strong>de</strong> la <strong>de</strong>bilidad consiguiente, Fabricio había olvidado<br />

casi por completo el francés; se dirigía en italiano a sus hosteleras, que hablaban un dialecto flamenco,<br />

<strong>de</strong> suerte que tenían que enten<strong>de</strong>rse casi por señas. Cuando aquellas mozuelas, por lo <strong>de</strong>más<br />

perfectamente <strong>de</strong>sinteresadas, vieron los diamantes, su entusiasmo hacia el joven creció todavía más: le<br />

creían un príncipe disfrazado. Aniken, la más pequeña y la más inocente, le besó sin remilgos. Fabricio,<br />

por su parte, las encontraba encantadoras, y hacia la medianoche, cuando el cirujano le permitió tomar un<br />

poco <strong>de</strong> vino en consi<strong>de</strong>ración al camino que se disponía a empren<strong>de</strong>r, casi le daban ganas <strong>de</strong> no<br />

marcharse. «¿Dón<strong>de</strong> voy a estar mejor que aquí?», <strong>de</strong>cía. No obstante, a eso <strong>de</strong> las dos <strong>de</strong> la mañana se<br />

vistió. Al salir <strong>de</strong> su cuarto, la excelente mesonera le comunicó que el oficial que unas horas antes había<br />

venido a inspeccionar la casa se había llevado el caballo <strong>de</strong> Fabricio.<br />

—¡Ah, canalla! —exclamó Fabricio jurando—, ¡a un herido!<br />

No era bastante filósofo el mancebo italiano para recordar lo que le había costado a él mismo aquel<br />

caballo.<br />

Aniken le dijo llorando que habían alquilado un caballo para él; la mocita hubiera preferido que no<br />

se marchara. Los adioses fueron tiernos. Dos mozallones, parientes <strong>de</strong> la mesonera, encaramaron a<br />

Fabricio en la silla; en el camino le iban sosteniendo sobre el caballo, en tanto que un tercero, que<br />

precedía al convoy a unos centenares <strong>de</strong> pasos, vigilaba por si había en el camino alguna patrulla

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