La cartuja de Parma - Stendhal

HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde. HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.

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IV Nada fue bastante a despertarle, ni los tiros de fusil disparados muy cerca del cochecillo, ni el trote del caballo, hostigado por la cantinera a latigazos. El regimiento, atacado de improviso por oleadas de caballería prusiana, después de haber creído en la victoria durante todo el día, se batía en retirada, o más bien, huía en dirección a Francia. El coronel, un mozo apuesto y atildado que acababa de reemplazar a Macon, fue herido de un sablazo; el jefe de batallón que le sustituyó en el mando, un anciano con el pelo blanco, mandó hacer alto al regimiento. —¡J*** j [1] —increpó a los soldados—, en tiempo de la república, no echábamos a correr hasta que no nos obligaba el enemigo… ¡Defended hasta la última pulgada de terreno y dejaos matar! —vociferó jurando—; ¡ahora es ya el suelo de la patria lo que quieren invadir esos prusianos! El cochecillo se paró; Fabricio se despertó de pronto. El sol se había puesto hacía ya rato; Fabricio se quedó muy sorprendido al ver que era ya casi de noche. Los soldados corrían de un lado a otro en una confusión que chocó mucho a nuestro héroe; le pareció que tenían un aire muy desanimado. —¿Qué es lo que pasa? —preguntó a la cantinera. —Nada, que nos han zumbado, hijito, que nos acribilla la caballería de los prusianos, nada más. El bruto del general creía que era la nuestra. Vamos, de prisa, ayúdame a arreglar la rienda de Cocotte, que se ha roto. Unos disparos de fusil partieron a diez pasos de distancia. Nuestro héroe, repuesto y despabilado, se dijo: «Pero la verdad es que yo no me he batido en toda la jornada; lo único que he hecho es escoltar a un general». —Tengo que batirme —dijo a la cantinera. &mdahs;¡Estáte tranquilo, ya te batirás!, ¡y más de lo que quisieras! Estamos perdidos. —¡Aubry, hijo mío —gritó a un cabo que pasaba—, mira de vez en cuando dónde está la tartana! —¿Va usted al combate? —dijo Fabricio a Aubry. —¡No, voy a ponerme los zapatos de charol para ir al baile! —Voy con usted. —¡Te recomiendo al chiquillo húsar! —gritó la cantinera—; el burguesillo tiene alma. El cabo Aubry caminaba sin decir palabra. Ocho o diez soldados le alcanzaron corriendo; los llevó detrás de una gruesa encina rodeada de zarzas. Llegado allí, los colocó sin decir palabra, en la linde del bosque, formando una línea muy dilatada: estaban por lo menos a diez pasos de distancia uno de otro. —¡Bueno, muchachos! —habló el cabo por primera vez—, no vayáis a hacer fuego antes de recibir la orden: acordaos de que no tenéis más que tres cartuchos. «Pero ¿qué pasa?», se preguntaba Fabricio. Por fin, cuando se quedó solo con el cabo, le dijo: —Yo no tengo fusil. —Lo primero ¡cállate! Ve por allí: a cincuenta pasos del bosque, encontrarás alguno de esos pobres soldados que acaban de caer bajo los sables prusianos; cogerás su cartuchera y su fusil. Pero no vayas a despojar a un herido; coge el fusil y la cartuchera de uno que esté bien muerto, y date prisa, no te vayan a alcanzar los tiros de los nuestros. Fabricio se alejó corriendo y volvió en seguida con un fusil y una cartuchera.

—Carga el fusil y ponte detrás de ese árbol. Sobre todo, no se te ocurra tirar hasta que yo te lo ordene… ¡Rediós! —exclamó el cabo interrumpiéndose—, ¡si ni siquiera sabe cargar el arma!… — Mientras ayudaba a Fabricio, continuó su lección—. Si un jinete enemigo viene al galope hacia ti para atacarte, da la vuelta al árbol y no dispares más que a quemarropa, cuando le tengas a tres pasos: tienes casi que tocarle el uniforme con la bayoneta… ¡Tira ese espadón! —exclamó—; ¡no ves que te va a hacer caer, canastos! ¡Vaya unos soldados que nos dan ahora! Y diciendo y haciendo, le quitó el sable y lo arrojó con rabia lejos. —Vamos, limpia la piedra del fusil con tu pañuelo. Pero, ¿has disparado alguna vez un tiro? —Soy cazador. —¡Menos mal! —continuó el cabo con un hondo suspiro—. Sobre todo, no vayas a tirar antes de que yo te lo ordene. —Y se alejó. Fabricio estaba entusiasmado: «¡Por fin voy a batirme de veras —se decía—, a matar a un enemigo! Esta mañana nos largaban sus balas de cañón, y yo no hacía otra cosa que exponerme a que me mataran: oficio de tonto». Miraba en todas direcciones con ardiente curiosidad. Al cabo de un momento, oyó disparar muy cerca siete u ocho tiros. Pero como no recibía orden de tirar, se estaba quieto detrás de su árbol. Era casi de noche. Le parecía estar «a la espera», en la caza de osos, en la montaña de la Tramezzina, más arriba de Grianta. Se le ocurrió una idea de cazador: cogió un cartucho de la cartuchera y sacó la bala. «Si le veo —se dijo—, es preciso que no le falle.» Y metió esta segunda bala en el cañón del fusil. Oyó disparar dos tiros muy cerca de su árbol. Simultáneamente, vio pasar al galope un jinete vestido de azul. «No está a tres pasos —se dijo—, pero a esta distancia le tengo seguro.» El jinete cayó con su caballo. Nuestro héroe se creía de caza, y corrió muy contento hacia la pieza que acababa de abatir. Estaba ya junto a su hombre, que le pareció moribundo, cuando, con increíble rapidez, dos jinetes prusianos se echaron sobre él enarbolando el sable. Fabricio escapó hacia el bosque como una centella; para correr mejor, tiró el fusil. Los jinetes prusianos estaban ya a tres pasos cuando alcanzó un vivero de pequeñas encinas, no más gruesas que un brazo y muy derechas, que limitaba el bosque. Aquellos arbolillos detuvieron un momento a los jinetes, pero pasaron sin embargo y se lanzaron a perseguir a Fabricio en un claro del bosque. Ya estaban otra vez a punto de alcanzarle, cuando Fabricio consiguió escabullirse por entre siete u ocho voluminosos árboles. En este mismo instante, casi le chamuscó la cara el fogonazo de cinco o seis disparos que partieron de muy cerca. Bajó la cabeza. Cuando la levantó, se encontró frente al cabo. —¿Has matado al tuyo? —le preguntó el cabo Aubry [2] . —Sí, pero he perdido el fusil. —Fusiles no faltan. Eres un buen tipo; a pesar de tu pinta de simplaina, te has ganado bien el jornal, y en cambio estos soldados acaban de fallar a los dos que te perseguían y venían derechos hacia ellos; yo no los veía. Ahora lo que hay que hacer es salir a escape, el regimiento debe de estar a la mitad de un cuarto de legua, y, además, hay un pedacito de pradera en donde podemos formar en semicírculo. Sin dejar de hablar, el cabo caminaba rápido a la cabeza de sus diez hombres. A doscientos pasos, entrando en la pequeña pradera de que había hablado el cabo, encontraron a un general herido transportado por su ayudante de campo y por un asistente. —Me va a dar cuatro hombres —dijo al cabo con voz muy apagada—; hay que llevarme a la ambulancia: tengo la pierna rota.

IV<br />

Nada fue bastante a <strong>de</strong>spertarle, ni los tiros <strong>de</strong> fusil disparados muy cerca <strong>de</strong>l cochecillo, ni el trote<br />

<strong>de</strong>l caballo, hostigado por la cantinera a latigazos. El regimiento, atacado <strong>de</strong> improviso por oleadas <strong>de</strong><br />

caballería prusiana, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> haber creído en la victoria durante todo el día, se batía en retirada, o más<br />

bien, huía en dirección a Francia.<br />

El coronel, un mozo apuesto y atildado que acababa <strong>de</strong> reemplazar a Macon, fue herido <strong>de</strong> un<br />

sablazo; el jefe <strong>de</strong> batallón que le sustituyó en el mando, un anciano con el pelo blanco, mandó hacer alto<br />

al regimiento.<br />

—¡J*** j [1] —increpó a los soldados—, en tiempo <strong>de</strong> la república, no echábamos a correr hasta que<br />

no nos obligaba el enemigo… ¡Defen<strong>de</strong>d hasta la última pulgada <strong>de</strong> terreno y <strong>de</strong>jaos matar! —vociferó<br />

jurando—; ¡ahora es ya el suelo <strong>de</strong> la patria lo que quieren invadir esos prusianos!<br />

El cochecillo se paró; Fabricio se <strong>de</strong>spertó <strong>de</strong> pronto. El sol se había puesto hacía ya rato; Fabricio<br />

se quedó muy sorprendido al ver que era ya casi <strong>de</strong> noche. Los soldados corrían <strong>de</strong> un lado a otro en una<br />

confusión que chocó mucho a nuestro héroe; le pareció que tenían un aire muy <strong>de</strong>sanimado.<br />

—¿Qué es lo que pasa? —preguntó a la cantinera.<br />

—Nada, que nos han zumbado, hijito, que nos acribilla la caballería <strong>de</strong> los prusianos, nada más. El<br />

bruto <strong>de</strong>l general creía que era la nuestra. Vamos, <strong>de</strong> prisa, ayúdame a arreglar la rienda <strong>de</strong> Cocotte, que<br />

se ha roto.<br />

Unos disparos <strong>de</strong> fusil partieron a diez pasos <strong>de</strong> distancia. Nuestro héroe, repuesto y <strong>de</strong>spabilado, se<br />

dijo: «Pero la verdad es que yo no me he batido en toda la jornada; lo único que he hecho es escoltar a un<br />

general».<br />

—Tengo que batirme —dijo a la cantinera.<br />

&mdahs;¡Estáte tranquilo, ya te batirás!, ¡y más <strong>de</strong> lo que quisieras! Estamos perdidos.<br />

—¡Aubry, hijo mío —gritó a un cabo que pasaba—, mira <strong>de</strong> vez en cuando dón<strong>de</strong> está la tartana!<br />

—¿Va usted al combate? —dijo Fabricio a Aubry.<br />

—¡No, voy a ponerme los zapatos <strong>de</strong> charol para ir al baile!<br />

—Voy con usted.<br />

—¡Te recomiendo al chiquillo húsar! —gritó la cantinera—; el burguesillo tiene alma.<br />

El cabo Aubry caminaba sin <strong>de</strong>cir palabra. Ocho o diez soldados le alcanzaron corriendo; los llevó<br />

<strong>de</strong>trás <strong>de</strong> una gruesa encina ro<strong>de</strong>ada <strong>de</strong> zarzas. Llegado allí, los colocó sin <strong>de</strong>cir palabra, en la lin<strong>de</strong> <strong>de</strong>l<br />

bosque, formando una línea muy dilatada: estaban por lo menos a diez pasos <strong>de</strong> distancia uno <strong>de</strong> otro.<br />

—¡Bueno, muchachos! —habló el cabo por primera vez—, no vayáis a hacer fuego antes <strong>de</strong> recibir la<br />

or<strong>de</strong>n: acordaos <strong>de</strong> que no tenéis más que tres cartuchos.<br />

«Pero ¿qué pasa?», se preguntaba Fabricio. Por fin, cuando se quedó solo con el cabo, le dijo:<br />

—Yo no tengo fusil.<br />

—Lo primero ¡cállate! Ve por allí: a cincuenta pasos <strong>de</strong>l bosque, encontrarás alguno <strong>de</strong> esos pobres<br />

soldados que acaban <strong>de</strong> caer bajo los sables prusianos; cogerás su cartuchera y su fusil. Pero no vayas a<br />

<strong>de</strong>spojar a un herido; coge el fusil y la cartuchera <strong>de</strong> uno que esté bien muerto, y date prisa, no te vayan a<br />

alcanzar los tiros <strong>de</strong> los nuestros.<br />

Fabricio se alejó corriendo y volvió en seguida con un fusil y una cartuchera.

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