La cartuja de Parma - Stendhal
HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.
HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.
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<strong>de</strong>spanzurrado que se <strong>de</strong>batía en la tierra labrada, con los pies enredados en sus propias entrañas: quería<br />
seguir a los <strong>de</strong>más. <strong>La</strong> sangre corría por el barro.<br />
«¡Ah, heme por fin en fuego! —se <strong>de</strong>cía Fabricio—. ¡He visto la guerra! —repetíase con satisfacción<br />
—. Ya soy militar.» En aquel momento, la escolta avanzaba vientre a tierra, y nuestro héroe comprendió<br />
que eran las balas <strong>de</strong> cañón lo que hacía volar la tierra por doquier. En vano miraba hacia el lado <strong>de</strong><br />
don<strong>de</strong> venían las balas; veía la humareda blanca <strong>de</strong> la batería a una distancia enorme, y en medio <strong>de</strong>l<br />
tronar uniforme y continuo <strong>de</strong> los disparos <strong>de</strong>l cañón, le parecía oír <strong>de</strong>scargas mucho más cercanas. No<br />
entendía nada <strong>de</strong> lo que pasaba.<br />
En este momento, los generales y la escolta bajaron a un sen<strong>de</strong>ro lleno <strong>de</strong> agua bor<strong>de</strong>ado por una<br />
pendiente <strong>de</strong> cinco pies.<br />
El mariscal se <strong>de</strong>tuvo y tornó a mirar con el anteojo. Esta vez, Fabricio pudo verle a su gusto; le<br />
encontró muy rubio, con una cabeza gran<strong>de</strong> y pelirroja. «En Italia no tenemos caras como ésta —se dijo<br />
—. Nunca yo, tan pálido y con el cabello castaño, seré así», añadió con tristeza. Para él, estas palabras<br />
querían <strong>de</strong>cir: Nunca seré un héroe. Miró a los húsares, todos menos uno tenían bigotes rubios. Si<br />
Fabricio miraba a los húsares <strong>de</strong> la escolta, ellos le miraban a su vez. Aquellas miradas le sonrojaron, y,<br />
para disipar su turbación, volvió la cabeza hacia el enemigo. Eran unas líneas muy dilatadas <strong>de</strong> hombres<br />
rojos; lo que más le extrañó es que aquellos hombres parecían muy pequeños. Sus largas filas, que eran<br />
regimientos o divisiones, no le parecían más altas que setos. Una línea <strong>de</strong> jinetes rojos trotaba en<br />
dirección al camino en pendiente que el mariscal y la escolta seguían ahora al paso, chapoteando en el<br />
barro. El humo impedía distinguir nada en la parte hacia la cual avanzaban; <strong>de</strong> vez en cuando, algunos<br />
hombres al galope se <strong>de</strong>stacaban sobre aquel humo blanco.<br />
De pronto, vio Fabricio que, <strong>de</strong>l lado <strong>de</strong>l enemigo, venían galopando vientre a tierra. «¡Ah, nos<br />
atacan!», se dijo; luego vio que dos hombres hablaban al mariscal. Uno <strong>de</strong> los generales que le<br />
acompañaban partió al galope en dirección al enemigo, seguido <strong>de</strong> dos húsares <strong>de</strong> la escolta y <strong>de</strong> los<br />
cuatro hombres que acababan <strong>de</strong> llegar. Después <strong>de</strong> pasar todos un arroyo, Fabricio se encontró junto a<br />
un sargento que tenía trazas <strong>de</strong> buen muchacho. «Tengo que hablar con éste —se dijo— acaso así <strong>de</strong>jarán<br />
<strong>de</strong> mirarme.» Lo pensó un buen rato.<br />
—Señor —dijo por fin—, es la primera vez que asisto a una batalla; pero, ¿es esto una verda<strong>de</strong>ra<br />
batalla?<br />
—Así parece. Pero ¿y usted quién es?<br />
—Soy hermano <strong>de</strong> la mujer <strong>de</strong> un capitán.<br />
—Y ¿cómo se llama ese capitán?<br />
Nuestro héroe se vio en un terrible apuro; no había previsto esta pregunta. Por fortuna, el mariscal y<br />
la escolta partieron <strong>de</strong> nuevo al galope.<br />
«¿Qué nombre francés diré?», pensó. Por fin recordó el <strong>de</strong>l dueño <strong>de</strong>l hotel en que se había alojado<br />
en París. Emparejó su caballo con el <strong>de</strong>l sargento y le gritó con todas sus fuerzas:<br />
—¡El capitán Meunier!<br />
El otro, entendiéndole mal a causa <strong>de</strong>l ruido <strong>de</strong>l cañón, le contestó:<br />
—¿Ah, el capitán Teulier? ¡Pues ha muerto!<br />
«¡Bravo! —se dijo Fabricio—: el capitán Teulier; habrá que hacerse el afligido.»<br />
—¡Oh, Dios mío! —exclamó, y adoptó un gesto compungido.<br />
Habían salido ya <strong>de</strong>l camino escondido y atravesaban un pequeño prado. Marchaban agachados, pues