La cartuja de Parma - Stendhal
HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde. HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.
Comenzó su sermón con unas frases de disculpa, que fueron recibidas con reprimidas exclamaciones de admiración. En seguida, pasó a la descripción apasionada del desdichado del que hay que apiadarse para honrar a Nuestra Señora de la Piedad, que tanto padeció en la tierra. El orador estaba muy conmovido; había momentos en que apenas podía pronunciar las palabras de manera que fueran oídas desde todos los extremos de la pequeña iglesia. A los ojos de todas las mujeres y de no pocos hombres, él mismo parecía uno de esos desdichados menesterosos de compasión; tan extremada era su palidez. Al cabo de unos minutos, los fieles se dieron cuenta de que no estaba en su ser habitual; su tristeza era aquella noche más profunda y más tierna que de costumbre. Hubo un momento en que vieron brillar lágrimas en sus ojos: inmediatamente surgió en el auditorio un sollozo tan general y clamoroso, que el sermón hubo de interrumpirse. Esta primera interrupción fue seguida de otras muchas; menudeaban las exclamaciones de admiración, los sollozos; se oían a cada instante gritos como ¡oh, santa Madona!, ¡oh, Dios mío! Era tan general e invencible la emoción en aquel público selecto, que nadie se avergonzaba de lanzar exclamaciones, y las personas que se dejaban llevar a ellas no parecían ridículas a sus vecinos. Durante el reposo acostumbrado a mitad del sermón, le dijeron a Fabricio que no había quedado nadie en el teatro; una sola dama permanecía aún en su palco: la marquesa Crescenzi. Durante aquel momento de descanso, se oyó de pronto mucho ruido en la sala: eran los fieles, que votaban una estatua al señor coadjutor. El éxito en la segunda parte del sermón fue tan ruidoso y tan mundano, las exclamaciones de contrición cristiana fueron de tal manera reemplazadas por gritos de admiración completamente profanos, que, al abandonar el púlpito, Fabricio se creyó en el deber de amonestar al auditorio. Todos salieron en una actitud que tenía a la vez algo de singular y de solemne; llegados a la calle, rompieron a aplaudir con furia y a gritar: E viva Del Dongo! Fabricio miró el reloj con precipitación y corrió a una ventanita enrejada que alumbraba el estrecho pasadizo del órgano en el interior del convento. Por cortesía hacia la multitud increíble e insólita que llenaba la calle, el suizo del palacio Crescenzi había colocado una docena de antorchas en esas manos de hierro que emergen en la fachada de los palacios construidos en la Edad Media. Transcurridos algunos minutos, y mucho tiempo antes de que cesaran los gritos, llegó el acontecimiento que Fabricio esperaba con tanta ansiedad: el carruaje de la marquesa, volviendo del teatro, apareció en la calle; el cochero se vio obligado a detenerse, y sólo a paso muy lento y a fuerza de gritos, pudo el coche llegar a la puerta [2] . La marquesa estaba conmovida por la música sublime, como les ocurre a los corazones dolientes, pero más todavía por la perfecta soledad del espectáculo cuando supo la causa. A mitad del segundo acto y en escena el admirable tenor, hasta los espectadores del patio de butacas habían abandonado de pronto sus asientos para ir a probar fortuna y tratar de penetrar en la iglesia de la Visitación. La marquesa, al verse detenida por la multitud ante la puerta, se echó a llorar emocionada. «¡No fue mala mi elección!», se dijo. Pero precisamente a causa de aquel instante de enternecimiento, resistió con firmeza a las instancias del marqués y de todos los amigos de la casa, que no concebían que no fuera a oír a un predicador tan asombroso. «¡En fin —decían—, con decir que se le prefiere al mejor tenor de Italia!» «Si le veo, estoy perdida», se decía la marquesa. En vano Fabricio, cuyo talento resultaba más brillante cada día, predicó varias veces más en aquella
iglesita vecina al palacio Crescenzi: nunca vio a Clelia, que hasta acabó por irritarse de aquel empeño deliberado en venir a turbar su calle solitaria, después de haberla echado de su parque. Al examinar los rostros de las mujeres que le escuchaban, Fabricio observaba desde hacía algún tiempo una carita morena muy bonita y cuyos ojos despedían llamas. Aquellos ojos magníficos solían estar bañados en lágrimas desde la octava o la décima frase del sermón. Cuando Fabricio se veía obligado a decir cosas largas y aburridas para él mismo, gustaba de reposar la mirada en aquella cabeza cuya frescura juvenil le resultaba grata. Se enteró de que aquella mocita se llamaba Anetta Marini y era hija única del comerciante en tejidos más rico de Parma, muerto hacía unos meses. Al poco tiempo, el nombre de Anetta Marini, la hija del comerciante, corría de boca en boca; se había enamorado perdidamente de Fabricio. Cuando comenzaron los famosos sermones, estaba decidida su boda con Giacomo Rassi, hijo primogénito del ministro de justicia y que no le disgustaba; mas apenas oyó dos veces a monseñor Fabricio, declaró que no quería casarse, y como le preguntaran la causa de tan singular cambio, respondió que no era digno de una muchacha honrada casarse con un hombre estando enamorada de otro. Su familia se dio a buscar, sin éxito al principio, quién podría ser aquel otro. Pero las lágrimas ardientes que Anetta vertía en el sermón dieron la pista de la verdad; al preguntarle su madre y sus tíos si amaba a monseñor Fabricio, contestó con valentía que, puesto que habían descubierto la verdad, no había ella de envilecerse con una mentira, y añadió que, ya que no podía abrigar la menor esperanza de casarse con el hombre que adoraba, quería al menos que no le ofendiera la vista el ridículo semblante del contino Rassi. Esta manera de poner en ridículo al hijo de un hombre que era la envidia de toda la burguesía fue, a los dos días, la comidilla de la ciudad. La respuesta de Anetta Marini pareció deliciosa, y todo el mundo la repitió. Y se habló de ello en el palacio Crescenzi como en todas partes. Clelia se guardó muy bien de abrir la boca sobre semejante tema en su salón; mas hizo algunas preguntas a su doncella, y el domingo siguiente, después de oír misa en la capilla de su palacio, hizo montar en su coche a su doncella y fue a oír una segunda misa a la parroquia de Anetta Marini. Encontró allí congregados a todos los lechuguinos de la ciudad atraídos por el mismo motivo; aquellos caballeros permanecían en pie junto a la puerta. Pronto, por el gran movimiento que se produjo entre ellos, comprendió Clelia que entraba en la iglesia Anetta Marini; se encontró muy bien situada para verla, y, a pesar de su piedad, apenas atendió a la misa. Clelia halló en aquella belleza un airecito desenvuelto que, a su juicio, podía ir bien si acaso a una mujer que llevara casada varios años. Por lo demás, estaba perfectamente bien formada dentro de su pequeña estatura, y sus ojos, como dicen en Lombardía, parecían hablar con las cosas que miraban. La marquesa se escabulló antes de acabar la misa. Al día siguiente mismo, los amigos de la casa Crescenzi, que iban todas las noches a pasar la velada, contaron un nuevo rasgo divertido de Anetta Marini. Como su madre, temiendo alguna locura, le dejaba disponer de muy poco dinero, Anetta había ido a ofrecer una magnífica sortija de diamantes, regalo de su padre, al célebre Hayez, que había ido a Parma a decorar los salones del palacio Crescenzi, y a pedirle el retrato de monseñor Del Dongo; pero quería que en aquel retrato estuviese vestido simplemente de negro, y no en hábitos eclesiásticos. Ahora bien, la víspera, la madre de Anetta se había quedado atónita y, más que atónita, escandalizada al ver en el cuarto de su hija un soberbio retrato de Fabricio del Dongo encuadrado en el marco más bello que se dorara en Parma desde hacía veinte años.
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Comenzó su sermón con unas frases <strong>de</strong> disculpa, que fueron recibidas con reprimidas exclamaciones<br />
<strong>de</strong> admiración. En seguida, pasó a la <strong>de</strong>scripción apasionada <strong>de</strong>l <strong>de</strong>sdichado <strong>de</strong>l que hay que apiadarse<br />
para honrar a Nuestra Señora <strong>de</strong> la Piedad, que tanto pa<strong>de</strong>ció en la tierra. El orador estaba muy<br />
conmovido; había momentos en que apenas podía pronunciar las palabras <strong>de</strong> manera que fueran oídas<br />
<strong>de</strong>s<strong>de</strong> todos los extremos <strong>de</strong> la pequeña iglesia. A los ojos <strong>de</strong> todas las mujeres y <strong>de</strong> no pocos hombres,<br />
él mismo parecía uno <strong>de</strong> esos <strong>de</strong>sdichados menesterosos <strong>de</strong> compasión; tan extremada era su pali<strong>de</strong>z. Al<br />
cabo <strong>de</strong> unos minutos, los fieles se dieron cuenta <strong>de</strong> que no estaba en su ser habitual; su tristeza era<br />
aquella noche más profunda y más tierna que <strong>de</strong> costumbre. Hubo un momento en que vieron brillar<br />
lágrimas en sus ojos: inmediatamente surgió en el auditorio un sollozo tan general y clamoroso, que el<br />
sermón hubo <strong>de</strong> interrumpirse.<br />
Esta primera interrupción fue seguida <strong>de</strong> otras muchas; menu<strong>de</strong>aban las exclamaciones <strong>de</strong> admiración,<br />
los sollozos; se oían a cada instante gritos como ¡oh, santa Madona!, ¡oh, Dios mío! Era tan general e<br />
invencible la emoción en aquel público selecto, que nadie se avergonzaba <strong>de</strong> lanzar exclamaciones, y las<br />
personas que se <strong>de</strong>jaban llevar a ellas no parecían ridículas a sus vecinos.<br />
Durante el reposo acostumbrado a mitad <strong>de</strong>l sermón, le dijeron a Fabricio que no había quedado<br />
nadie en el teatro; una sola dama permanecía aún en su palco: la marquesa Crescenzi. Durante aquel<br />
momento <strong>de</strong> <strong>de</strong>scanso, se oyó <strong>de</strong> pronto mucho ruido en la sala: eran los fieles, que votaban una estatua al<br />
señor coadjutor. El éxito en la segunda parte <strong>de</strong>l sermón fue tan ruidoso y tan mundano, las exclamaciones<br />
<strong>de</strong> contrición cristiana fueron <strong>de</strong> tal manera reemplazadas por gritos <strong>de</strong> admiración completamente<br />
profanos, que, al abandonar el púlpito, Fabricio se creyó en el <strong>de</strong>ber <strong>de</strong> amonestar al auditorio. Todos<br />
salieron en una actitud que tenía a la vez algo <strong>de</strong> singular y <strong>de</strong> solemne; llegados a la calle, rompieron a<br />
aplaudir con furia y a gritar: E viva Del Dongo!<br />
Fabricio miró el reloj con precipitación y corrió a una ventanita enrejada que alumbraba el estrecho<br />
pasadizo <strong>de</strong>l órgano en el interior <strong>de</strong>l convento. Por cortesía hacia la multitud increíble e insólita que<br />
llenaba la calle, el suizo <strong>de</strong>l palacio Crescenzi había colocado una docena <strong>de</strong> antorchas en esas manos <strong>de</strong><br />
hierro que emergen en la fachada <strong>de</strong> los palacios construidos en la Edad Media. Transcurridos algunos<br />
minutos, y mucho tiempo antes <strong>de</strong> que cesaran los gritos, llegó el acontecimiento que Fabricio esperaba<br />
con tanta ansiedad: el carruaje <strong>de</strong> la marquesa, volviendo <strong>de</strong>l teatro, apareció en la calle; el cochero se<br />
vio obligado a <strong>de</strong>tenerse, y sólo a paso muy lento y a fuerza <strong>de</strong> gritos, pudo el coche llegar a la puerta [2] .<br />
<strong>La</strong> marquesa estaba conmovida por la música sublime, como les ocurre a los corazones dolientes,<br />
pero más todavía por la perfecta soledad <strong>de</strong>l espectáculo cuando supo la causa. A mitad <strong>de</strong>l segundo acto<br />
y en escena el admirable tenor, hasta los espectadores <strong>de</strong>l patio <strong>de</strong> butacas habían abandonado <strong>de</strong> pronto<br />
sus asientos para ir a probar fortuna y tratar <strong>de</strong> penetrar en la iglesia <strong>de</strong> la Visitación. <strong>La</strong> marquesa, al<br />
verse <strong>de</strong>tenida por la multitud ante la puerta, se echó a llorar emocionada. «¡No fue mala mi elección!»,<br />
se dijo.<br />
Pero precisamente a causa <strong>de</strong> aquel instante <strong>de</strong> enternecimiento, resistió con firmeza a las instancias<br />
<strong>de</strong>l marqués y <strong>de</strong> todos los amigos <strong>de</strong> la casa, que no concebían que no fuera a oír a un predicador tan<br />
asombroso.<br />
«¡En fin —<strong>de</strong>cían—, con <strong>de</strong>cir que se le prefiere al mejor tenor <strong>de</strong> Italia!»<br />
«Si le veo, estoy perdida», se <strong>de</strong>cía la marquesa.<br />
En vano Fabricio, cuyo talento resultaba más brillante cada día, predicó varias veces más en aquella