La cartuja de Parma - Stendhal

HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde. HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.

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Su fisonomía cambió de tal modo, que el general de los hermanos mínimos le dijo: —¿Se encuentra mal Vuestra Excelencia? —Me duele horriblemente la cabeza… esas luces me hacen daño… y si permanezco aquí es sólo porque he sido designado para la partida de whist del príncipe. Estas palabras desconcertaron de tal modo al general de los hermanos mínimos, de origen burgués, que no sabiendo qué hacer, se puso a cumplimentar a Fabricio, el cual, por su parte, con turbación muy distinta de la del general de los mínimos, se puso a hablar con una volubilidad exagerada; observó que se hacía un gran silencio detrás de él, mas no quería mirar. De pronto un arco de violín dio un golpe en un atril; se oyeron los compases de un rittornello y la buena madame F*** cantó aquel aria de Cimarosa tan célebre en otro tiempo: Quelle pupille tenere! Fabricio resistió bien los primeros compases, pero en seguida se disipó su cólera y sintió una necesidad incontenible de llorar. «¡Dios mío! —se dijo—, ¡qué escena tan ridícula!, ¡y con mis hábitos!» Creyó más prudente hablar de sí mismo. —Estos terribles dolores de cabeza —prosiguió dirigiéndose al general de los hermanos mínimos—, cuando los combato, como hoy, acaban en crisis de lágrimas que podrían dar pasto a la maledicencia en un hombre de nuestro estado; ruego, pues, a Vuestra Reverencia Ilustrísima que me permita llorar mirándole, y que no haga caso. —Nuestro padre provincial de Catanzara padece la misma dolencia —dijo el general de los mínimos. Y comenzó en voz baja una larga historia. Lo ridículo de ésta, que llegó hasta la descripción minuciosa de las cenas del padre provincial, hizo sonreír a Fabricio, cosa que no le había ocurrido desde hacía mucho tiempo; mas no tardó en dejar de escuchar al general de los mínimos. Madame P*** cantaba con un talento divino un aria de Pergoleso (la princesa gustaba de la música vieja). Se produjo un pequeño ruido a tres pasos de Fabricio; por primera vez en la noche, miró. El sillón que acababa de producir aquel pequeño crujido en el parquet estaba ocupado por la marquesa Crescenzi, cuyos ojos, llenos de lágrimas, se cruzaron de lleno con los de Fabricio, que no se hallaban en mejor estado. La marquesa bajó la cabeza; Fabricio continuó mirándola unos momentos; hacía conocimiento ahora con aquella cabeza cubierta de diamantes, mas su mirada expresaba la ira y el desdén. Luego, diciéndose: y mis ojos no han de mirarte nunca más, se volvió hacia el padre general y le dijo: —Mi dolencia me acongoja en este momento con más fuerza que nunca. En efecto, Fabricio lloró a raudales durante más de media hora. Por fortuna, una sinfonía de Mozart, horriblemente destrozada, como es costumbre en Italia, vino en socorro suyo y le ayudó a enjugarse las lágrimas. Se mantuvo firme y no volvió los ojos hacia la marquesa Crescenzi; pero madame B*** cantó de nuevo, y el alma de Fabricio, sosegada por las lágrimas, llegó a un estado de perfecta paz. Entonces se le apareció la vida bajo un nuevo aspecto. «¿Es que pretendo —se dijo— poder olvidar en seguida y por completo? ¿Me sería posible?» Luego llegó a esta idea: «¿Puedo acaso ser más desgraciado de lo que soy desde hace dos meses?… Pues si nada puede aumentar mi sufrimiento, ¿por qué resistir al placer de verla? Ha olvidado sus juramentos; es ligera, mas,

¿no lo son todas las mujeres? Pero ¿quién podría negarle una belleza celestial? Tiene unos ojos que me extasían, mientras que para mirar a las demás mujeres que pasan por más bellas, necesito hacer un esfuerzo sobre mí mismo. ¿Y por qué no dejarme extasiar? Será al menos un momento de tregua». Fabricio poseía algún conocimiento de los hombres, mas ninguna experiencia de las pasiones; de haberla tenido, se habría dicho que aquel placer de un momento al cual iba a ceder anularía todos sus esfuerzos de dos meses por olvidar a Clelia. La infeliz criatura asistía a aquella fiesta obligada por su marido; quería al menos retirarse, transcurrida media hora, con un pretexto de salud; pero el marqués le dijo que salir con su carruaje para marcharse cuando otros muchos carruajes estaban llegando todavía, sería una cosa completamente desacostumbrada y podría incluso interpretarse como una crítica indirecta de la fiesta ofrecida por la princesa. —En mi calidad de caballero de honor —añadió el marqués—, yo debo permanecer en el salón a las órdenes de la princesa hasta que se haya marchado todo el mundo: puede ocurrir, y ocurrirá sin duda, que haya que dar órdenes a los criados: ¡son tan negligentes! ¿Y quiere que un simple caballerizo de la princesa usurpe este honor? Clelia se resignó; no había visto a Fabricio; esperaba además que no asistiera a aquella fiesta. Mas en el momento en que iba a comenzar el concierto, la princesa dio permiso a las damas para sentarse; Clelia, muy poco atenta a esta clase de cosas, se dejó quitar los mejores asientos cerca de la princesa y se vio obligada a buscar un sillón al fondo de la sala, en el rincón muy retirado donde se refugiara Fabricio. Al acercarse a su sillón, la singularidad, en un lugar como aquél, del hábito del general de los hermanos mínimos atrajo su mirada, sin que al principio se fijara en el hombre delgado y vestido de una simple sotana negra que estaba hablando con aquél; pero una cierta atracción secreta le retenía los ojos sobre aquel hombre. «Aquí todo el mundo lleva uniforme o vestidos ricamente bordados: ¿quién puede ser ese joven de sotana negra tan sencilla?» Le miraba con profunda atención, cuando una dama, al sentarse cerca de ella, movió ligeramente su sillón. Fabricio volvió la cabeza; Clelia no le reconoció, tan cambiado estaba. Primero se dijo: «Este hombre se le parece, será su hermano mayor; pero yo creía que sólo le llevaba unos años, y éste es un hombre de cuarenta». De pronto le reconoció por un gesto de la boca. «¡Cuánto ha sufrido, el desdichado!», se dijo. Y bajó la cabeza, abrumada por el dolor y no por ser fiel a su voto. Tenía el corazón transido de piedad; ¡qué lejos estaba de aquel aspecto lastimoso al cabo de nueve meses de prisión! No volvió a mirarle, mas sin volver abiertamente los ojos hacia él, veía todos sus movimientos. Después del concierto le vio aproximarse a la mesa de juego del príncipe, colocada a unos pasos del trono; al verle tan lejos de ella, respiró. Pero al marqués Crescenzi le había molestado mucho que su esposa quedara relegada tan lejos del trono, y se había pasado la noche empeñado en convencer a una dama sentada a tres sillones de distancia de la princesa, y cuyo marido le debía favores de dinero, de que haría bien en cambiar de sitio con la marquesa. Como la pobre mujer se resistiera, cosa muy natural, el marqués fue en busca del marido deudor; éste hizo oír a su mitad la triste voz de la razón, y el marqués tuvo al fin el placer de consumar el cambio y de ir en busca de su esposa. —Siempre será demasiado modesta —le dijo—. ¿Por qué ir con los ojos bajos?; la tomarán por una de esas burguesas muy pasmadas de verse aquí y cuya presencia sorprende también a todo el mundo. ¡Esa

Su fisonomía cambió <strong>de</strong> tal modo, que el general <strong>de</strong> los hermanos mínimos le dijo:<br />

—¿Se encuentra mal Vuestra Excelencia?<br />

—Me duele horriblemente la cabeza… esas luces me hacen daño… y si permanezco aquí es sólo<br />

porque he sido <strong>de</strong>signado para la partida <strong>de</strong> whist <strong>de</strong>l príncipe.<br />

Estas palabras <strong>de</strong>sconcertaron <strong>de</strong> tal modo al general <strong>de</strong> los hermanos mínimos, <strong>de</strong> origen burgués,<br />

que no sabiendo qué hacer, se puso a cumplimentar a Fabricio, el cual, por su parte, con turbación muy<br />

distinta <strong>de</strong> la <strong>de</strong>l general <strong>de</strong> los mínimos, se puso a hablar con una volubilidad exagerada; observó que se<br />

hacía un gran silencio <strong>de</strong>trás <strong>de</strong> él, mas no quería mirar. De pronto un arco <strong>de</strong> violín dio un golpe en un<br />

atril; se oyeron los compases <strong>de</strong> un rittornello y la buena madame F*** cantó aquel aria <strong>de</strong> Cimarosa tan<br />

célebre en otro tiempo:<br />

Quelle pupille tenere!<br />

Fabricio resistió bien los primeros compases, pero en seguida se disipó su cólera y sintió una<br />

necesidad incontenible <strong>de</strong> llorar. «¡Dios mío! —se dijo—, ¡qué escena tan ridícula!, ¡y con mis hábitos!»<br />

Creyó más pru<strong>de</strong>nte hablar <strong>de</strong> sí mismo.<br />

—Estos terribles dolores <strong>de</strong> cabeza —prosiguió dirigiéndose al general <strong>de</strong> los hermanos mínimos—,<br />

cuando los combato, como hoy, acaban en crisis <strong>de</strong> lágrimas que podrían dar pasto a la maledicencia en<br />

un hombre <strong>de</strong> nuestro estado; ruego, pues, a Vuestra Reverencia Ilustrísima que me permita llorar<br />

mirándole, y que no haga caso.<br />

—Nuestro padre provincial <strong>de</strong> Catanzara pa<strong>de</strong>ce la misma dolencia —dijo el general <strong>de</strong> los mínimos.<br />

Y comenzó en voz baja una larga historia.<br />

Lo ridículo <strong>de</strong> ésta, que llegó hasta la <strong>de</strong>scripción minuciosa <strong>de</strong> las cenas <strong>de</strong>l padre provincial, hizo<br />

sonreír a Fabricio, cosa que no le había ocurrido <strong>de</strong>s<strong>de</strong> hacía mucho tiempo; mas no tardó en <strong>de</strong>jar <strong>de</strong><br />

escuchar al general <strong>de</strong> los mínimos. Madame P*** cantaba con un talento divino un aria <strong>de</strong> Pergoleso (la<br />

princesa gustaba <strong>de</strong> la música vieja). Se produjo un pequeño ruido a tres pasos <strong>de</strong> Fabricio; por primera<br />

vez en la noche, miró. El sillón que acababa <strong>de</strong> producir aquel pequeño crujido en el parquet estaba<br />

ocupado por la marquesa Crescenzi, cuyos ojos, llenos <strong>de</strong> lágrimas, se cruzaron <strong>de</strong> lleno con los <strong>de</strong><br />

Fabricio, que no se hallaban en mejor estado. <strong>La</strong> marquesa bajó la cabeza; Fabricio continuó mirándola<br />

unos momentos; hacía conocimiento ahora con aquella cabeza cubierta <strong>de</strong> diamantes, mas su mirada<br />

expresaba la ira y el <strong>de</strong>sdén. Luego, diciéndose: y mis ojos no han <strong>de</strong> mirarte nunca más, se volvió<br />

hacia el padre general y le dijo:<br />

—Mi dolencia me acongoja en este momento con más fuerza que nunca. En efecto, Fabricio lloró a<br />

raudales durante más <strong>de</strong> media hora. Por fortuna, una sinfonía <strong>de</strong> Mozart, horriblemente <strong>de</strong>strozada, como<br />

es costumbre en Italia, vino en socorro suyo y le ayudó a enjugarse las lágrimas.<br />

Se mantuvo firme y no volvió los ojos hacia la marquesa Crescenzi; pero madame B*** cantó <strong>de</strong><br />

nuevo, y el alma <strong>de</strong> Fabricio, sosegada por las lágrimas, llegó a un estado <strong>de</strong> perfecta paz. Entonces se le<br />

apareció la vida bajo un nuevo aspecto. «¿Es que pretendo —se dijo— po<strong>de</strong>r olvidar en seguida y por<br />

completo? ¿Me sería posible?» Luego llegó a esta i<strong>de</strong>a:<br />

«¿Puedo acaso ser más <strong>de</strong>sgraciado <strong>de</strong> lo que soy <strong>de</strong>s<strong>de</strong> hace dos meses?… Pues si nada pue<strong>de</strong><br />

aumentar mi sufrimiento, ¿por qué resistir al placer <strong>de</strong> verla? Ha olvidado sus juramentos; es ligera, mas,

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