La cartuja de Parma - Stendhal
HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.
HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.
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ligero <strong>de</strong> la conversación—; se está preparando un porvenir muy agradable; el príncipe le respeta, el<br />
pueblo le venera, su sotana raída hace pasar muy malas noches a monseñor <strong>La</strong>ndriani. Yo conozco un<br />
poco el mundo, y puedo jurarle que no sabría qué consejo darle para perfeccionar lo que veo. Su primer<br />
paso en el mundo a los veinticinco años le permite esperar la perfección. Se habla mucho <strong>de</strong> usted en la<br />
corte, y, ¿sabe a qué se <strong>de</strong>be esa distinción única a su edad?: a la sotanita raída. <strong>La</strong> duquesa y yo<br />
disponemos, como sabe, <strong>de</strong> la antigua casa <strong>de</strong> Petrarca, allá en una hermosa colina ro<strong>de</strong>ada <strong>de</strong> bosques,<br />
en las cercanías <strong>de</strong>l Po; si alguna vez está harto <strong>de</strong> las malas jugadas <strong>de</strong> la envidia, he pensado que<br />
podría ser el sucesor <strong>de</strong> Petrarca, cuya fama aumentará la suya.<br />
El con<strong>de</strong> se estrujaba la imaginación para arrancar una sonrisa a aquel semblante <strong>de</strong> anacoreta, pero<br />
no pudo conseguirlo. Lo que hacía el cambio más impresionante es que antes, si el rostro <strong>de</strong> Fabricio<br />
tenía algún <strong>de</strong>fecto, era el <strong>de</strong> ofrecer a veces, fuera <strong>de</strong> propósito, la expresión <strong>de</strong> la voluptuosidad y <strong>de</strong> la<br />
alegría.<br />
El con<strong>de</strong> no le <strong>de</strong>jó marcharse sin <strong>de</strong>cirle que, a pesar <strong>de</strong> su vida recoleta, quizá pareciera un exceso<br />
<strong>de</strong> afectación no presentarse en la corte el sábado siguiente, cumpleaños <strong>de</strong> la princesa. Estas palabras<br />
fueron una puñalada para Fabricio. «Dios mío —pensó—, ¡a qué habré venido yo a este palacio!» No<br />
podía pensar sin estremecerse en el encuentro que podía tener en la corte. Esta i<strong>de</strong>a absorbió todas las<br />
<strong>de</strong>más; calculó que el único recurso que le quedaba era llegar a palacio en el momento preciso en que se<br />
abrirían las puertas <strong>de</strong>l salón.<br />
En efecto, el nombre <strong>de</strong> monsignore Del Dongo fue uno <strong>de</strong> los primeros que se anunciaron en la<br />
recepción <strong>de</strong> gran gala, y la princesa le recibió con todas las distinciones posibles. Fabricio tenía los<br />
ojos fijos en el reloj, y cuando éste marcó los veinte minutos <strong>de</strong> su presencia en aquel salón, se levantó<br />
para <strong>de</strong>spedirse, mas en el mismo momento entraba el príncipe en las habitaciones <strong>de</strong> su madre. Después<br />
<strong>de</strong> cumplimentarle unos momentos, Fabricio se aproximaba ya a la puerta con una sabia maniobra,<br />
cuando vino a surgir a sus expensas uno <strong>de</strong> esos nimios inci<strong>de</strong>ntes <strong>de</strong> corte que tan bien sabía preparar la<br />
mayordoma mayor: el chambelán <strong>de</strong> servicio corrió tras él para <strong>de</strong>cirle que había sido <strong>de</strong>signado para la<br />
mesa <strong>de</strong> whist <strong>de</strong>l príncipe. En <strong>Parma</strong> es éste un honor insigne y muy por encima <strong>de</strong>l rango que ocupaba<br />
en la corte el coadjutor. Jugar al whist con el príncipe era una distinción muy marcada incluso para el<br />
arzobispo. A Fabricio las palabras <strong>de</strong>l chambelán le traspasaron el corazón, y aunque enemigo mortal <strong>de</strong><br />
llamar la atención, estuvo a punto <strong>de</strong> <strong>de</strong>cirle que se sentía aquejado <strong>de</strong> un repentino malestar; pero pensó<br />
que tendría que arrostrar preguntas y cumplidos <strong>de</strong> condolencia, más intolerables aún que el juego. Aquel<br />
día, hablar le horrorizaba.<br />
Afortunadamente, el general, <strong>de</strong> los hermanos mínimos se hallaba entre los gran<strong>de</strong>s personajes que<br />
habían acudido a cumplimentar a la princesa. Este fraile, muy sabio, digno émulo <strong>de</strong> los Fontana y <strong>de</strong> los<br />
Duvoisin, se había sentado en un rincón muy retirado <strong>de</strong>l salón, y Fabricio se colocó estratégicamente <strong>de</strong><br />
pie ante él, para no ver la puerta <strong>de</strong> entrada, y se puso a hablarle <strong>de</strong> teología. Mas no pudo evitar que su<br />
oído oyera anunciar a los señores marqueses <strong>de</strong> Crescenzi. Fabricio, contra lo que esperaba, experimentó<br />
un arrebato <strong>de</strong> violenta cólera.<br />
«Si yo fuera Borso Valserra (uno <strong>de</strong> los generales <strong>de</strong>l primer Sforza), iría a apuñalar a ese odioso<br />
marqués —se dijo Fabricio—, precisamente con el puñalito <strong>de</strong> mango <strong>de</strong> marfil que me dio Clelia aquel<br />
día venturoso, y le enseñaría si se pue<strong>de</strong> permitir la insolencia <strong>de</strong> presentarse con esa marquesa en un<br />
lugar en que estoy yo.»