La cartuja de Parma - Stendhal

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—Basta. Recuerda siempre que te he salvado la vida; tu caso era bien claro: te habrían fusilado. Pero no se lo digas a nadie, pues nos harías perder nuestro puesto a mi marido y a mí; sobre todo, no repitas nunca ese cuento burdo de un joven noble de Milán disfrazado de comerciante de barómetros: es demasiado tonto. Escúchame bien: voy a darte la ropa de un húsar que murió antes de ayer en la cárcel; abre la boca lo menos posible; pero en fin, si un sargento te interroga de modo que no tengas más remedio que contestar, di que te has quedado enfermo en casa de un aldeano que te recogió por caridad cuando estabas tiritando de fiebre en una cuneta de la carretera. Si no se conforman con esta respuesta, añade que vas a incorporarte a tu regimiento. Acaso te detengan por el acento: entonces dirás que eres del Piamonte, que eres un recluta que se quedó en Francia el año pasado, etcétera. Por primera vez después de treinta días de ira, Fabricio comprendió la explicación de todo lo que le pasaba: le tomaban por espía. Examinó la cuestión con la carcelera, que aquella mañana estaba muy tierna; por fin, mientras ella, armada de una aguja, le achicaba los vestidos del húsar, Fabricio contó su historia muy claramente a aquella mujer toda pasmada. Por un instante le creyó; ¡tenía un aire tan inocente y estaba tan guapo vestido de húsar! —Ya que tienes tan buena voluntad por batirte —le dijo por fin medio convencida—, debías haberte enrolado en un regimiento al llegar a París. No tenías más que convidar a beber a un sargento. La carcelera añadió muchos buenos consejos para lo sucesivo, y por fin, al apuntar el alba, sacó a Fabricio de su casa, después de hacerle jurar mil veces que jamás pronunciaría su nombre, pasara lo que pasara. Tan pronto como Fabricio se vio fuera de la pequeña ciudad, marchando gallardamente con el sable de húsar bajo el brazo, le acometió un escrúpulo. «Heme aquí —se dijo— con el uniforme y la hoja de ruta de un húsar muerto en la cárcel, adonde le había llevado, según dicen, el robo de una vaca y de unos cubiertos de plata. Soy, como quien dice, su mismo ser… y ello sin quererlo ni preverlo en modo alguno. El presagio es claro: me esperan grandes sufrimientos relacionados con la prisión.» No hacía ni una hora que Fabricio había dejado a su bienhechora, cuando la lluvia comenzó a caer con tal fuerza, que el nuevo húsar apenas podía andar, embarazado por unas botazas que no estaban hechas para él. Se encontró con un campesino montado en un mal penco. Compró el caballo explicándose por señas, pues la carcelera le había recomendado hablar lo menos posible, por causa de su acento. Aquel día, el ejército, que acababa de ganar la batalla de Ligny, estaba en plena marcha hacia Bruselas; era la víspera de la batalla de Waterloo. Hacia el mediodía, mientras seguía lloviendo a cántaros, Fabricio oyó el tronar del cañón; este gozo le hizo olvidar por completo los horribles momentos de desesperación que acababa de sufrir por aquel encarcelamiento tan injusto. Caminó hasta muy entrada la noche y, como comenzaba a ser un poco precavido, fue a alojarse en la casa de un campesino muy apartada de la carretera. El aldeano aseguraba llorando que se lo habían quitado todo; Fabricio le dio un escudo y el campesino encontró avena. «Mi caballo no es bonito —se dijo Fabricio—; pero no importa, podría caerle en gracia a algún ayudante», y se fue a dormir a la cuadra junto a él. Al día siguiente, una hora antes de amanecer, Fabricio estaba ya en la carretera, y a fuerza de caricias consiguió hacer tomar el trote a su caballo. A eso de las cinco oyó el tronar del cañoneo: eran los preliminares de la batalla de Waterloo. [1] Proust, que en varios momentos de su obra manifiesta su gran estimación por Stendhal, señala
curiosamente cómo Beyle, en momentos transcendentales, eleva a sus grandes personajes a las alturas fisicas naturales (como Sorel cuando, buscando un paréntesis a sus luchas de amor y de orgullo en Verrières, «llega a la cumbre de la alta montaña que dibuja al norte el valle del Doubs», y como aquí Fabricio y el cura Blanès en la elevada atalaya de este campanario.
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—Yo quisiera que fuese militar
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—¿Cómo? —exclamó la duquesa.
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influencia personal cerca del prín
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describir los salones de usted. Ha
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VII Con pequeños detalles tan insi
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Interesado en el juego, el príncip
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demás, sé sencillo, apostólico;
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entregarse a toda su furia; pasó t
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Dio una vuelta por la estancia sost
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Encontró —o más bien lo compró
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estaban reunidos sus camaradas, hac
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la credulidad de Fabricio le prive
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sobre todo si empleaba la ironía.
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prolongado error. Entonces no morir
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desastrado que al mismo tiempo serv
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producía una rara turbación. Se p
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X Sin dejar de moralizar, Fabricio
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—Y ello me causa más alegría qu
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XI Al salir del arzobispado, Fabric
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entusiasmo, y que me había prometi
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—¡Ten cuidado: te va a matar! ¡
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surgir es mi huida». El empleado s
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—Es mi marido —dijo la taberner
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¿Quiere que le acompañe a Ferrara
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dar un paseo fuera de la ciudad. El
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letras de cambio, etc.» La duquesa
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arzobispo.» Pero mientras procurab
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Fabricio, que había bajado ya algu
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casa, se proveyó de buenas armas y
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heredero de Parma. Este pobre mance
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pasos, pero, sin ningún ademán ex
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abalanzaron a la brida del caballo
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habrá sacado del apuro a la polic
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«Me he aburrido tanto del amor que
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XIV Mientras Fabricio se dedicaba a
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ausencia puede ser de alguna duraci
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—¿Qué hay que hacer? —dijo al
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abrazaría… Pero por nada en el m
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a su propio salón, en el que reina
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—Perfectamente; pero el viaje a G
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XV A las dos horas, el pobre Fabric
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Barbone levantó la cabeza para mir
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a aquella cara rasgos un poco marca
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un esfuerzo sobre sí misma; apenas
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Clelia tomó el anillo, pero no sab
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torturaba su desdichado corazón. S
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vengara?… No, jamás se le pasar
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XVII El conde se consideraba como f
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—¿Por qué no? —contestó el m
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ser abandonado por una mujer sin co
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la cárcel. —En ese caso, señor
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XVIII Resulta, pues, que a pesar de
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solitaria a cien leguas de Parma.»
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sentirme afligido en esta prisión
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que debía de abrumar a la duquesa.
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Fabricio no tuvo suerte los días s
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XIX La ambición del general Fabio
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